En algún curso de Jacques Derrida recuerdo haber leído la idea de que una clase de filosofía siempre se queda en la introducción de la introducción de la introducción. Siempre se queda. No avanza, ni resuelve, ni define: se queda y desarma. Desarticula para que la cosa nunca empiece; o sea, para que no haya cosa. En una clase de filosofía hay un tema convocante, pero lo propio del lenguaje filosófico parece que es ir evidenciando los supuestos de los supuestos de los supuestos. Los supuestos de la cosa. Los supuestos que la hacen cosa. Un supuesto, etimológicamente, es algo que está por debajo de lo puesto. El tema convocante ya está puesto, positivamente dado por supuesto. Subjetivamente supuesto, esto es, puesto en nosotros como si no estuviera puesto. Lo llevamos puesto. Y por eso mismo una clase de filosofía nunca podría empezar, ya que su inicio avalaría aquello que por vocación se pretende cuestionar.
¿Cómo dar una clase de filosofía sin darla? ¿O será, como también trabaja Derrida, que en ese dar se provoca la diferencia? Dar es perder algo propio. Pero si una clase es un intercambio, entonces lo que se da retorna. Tal vez se trate de ir por otro plano y, como muchos sostienen, dar lo que no se posee; esto es, sustraer a la clase del mecanismo de la economía. Nadie gana en una clase de filosofía. Todo lo contrario: nos desmantelamos. Si hacer filosofía es pelearse contra el sentido común, no hay otra forma de empezar una clase de filosofía que no sea desde la deconstrucción. Se deconstruyen las categorías de las que venimos munidos, que traemos añadidas, naturalizadas. Se deconstruye para desentramar, o sea, para mostrar las tramas en las que se vinculan todos los conceptos. Se deconstruye todo lo supuesto, pero hasta el fondo: no solo los contenidos sino, sobre todo, los dispositivos. Se deconstruye para poner en evidencia que, detrás de la obviedad de cualquier noción, hay siempre una historia; y que cuanto más obvia sea la noción más se esconde la historia de su construcción.
Una clase de filosofía es un acontecimiento. Quiero decir que allí algo acaece. Incluso cuando no pasa nada. Es una provocación a la sensatez de lo diario, un freno al buen funcionamiento de las cosas, una interrupción de la productividad cotidiana. Parece que hay muchas cosas más importantes para hacer en el mundo que desviar la mirada y hacer filosofía. Y sin embargo, nos juntamos y provocamos una diferencia. Hay un desvío, un lenguaje otro, una comunidad que desordena y habilita el espacio para que otro tipo de pregunta irrumpa. Hacer filosofía no es más que partir de cualquier sentido común para dislocarlo y provocar el extrañamiento. Una torsión del alma, decía Platón en la República. Mover para que la cosa se mueva. En la intimidad más propia de la cosa, en su darse más sencillo, se abre siempre el escorzo que hace posible que todo se derrumbe. Una clase de filosofía es una práctica de subversión. Se descoloca la versión instituida para que estallen todas las versiones imposibles.
En un acontecimiento algo se transforma. La vieja idea de la filosofía como recuperación de nuestra capacidad de asombro se plasma aquí con toda su potencia. Todo puede ser pensado desde otra perspectiva. O peor, desde infinitas perspectivas. Claro que el infinito abruma y la clase oscila entre el ensimismamiento y la extranjería, entre el afincarse en el hogar certero y la inseguridad existencial que nos arroja al desierto de la diferencia. Es que no se trata de salir de una caverna para ingresar a otra, sino de replantearnos el sentido de la experiencia filosófica: ¿hay conocimiento si solo se trata de desplazarse entre cavernas?
En definitiva, se puede hacer de una clase de filosofía un espectáculo lúdico o un estremecimiento soteriológico. De un extremo al otro de la experiencia. Pero, por suerte, en la mayoría de los casos hay matices. Hay matices, aunque resulte difícil salir indemne. Ni indemne ni inmune. Nos colocamos en un lugar que no es espacial y que va destartalando nuestra gramática del orden. Una clase de filosofía no es más que un juego de palabras, una circulación de lenguaje que, en vez de seguir los formatos establecidos, se arroja decisivamente al choque. Las mismas palabras que hasta hace unos segundos describían algo, ahora se vuelven armas en el martilleo inesperado de nuestras certezas. En una clase parece que la puerta se cierra cuando, en realidad, todo se abre en demasía. Ni siquiera hace falta un aula o un texto o un audio. Ni siquiera un momento, un tiempo de detención.
Hacemos filosofía mientras. Y el mientras es insoportable porque va acompañando cada una de nuestras acciones o cada una de nuestras horas. Mientras miro la televisión o mientras conversamos o mientras estoy trabajando o mientras estoy viajando. Hay un quiebre, una escisión, una diferenciación y todo aquello que hasta este momento venía comportándose debidamente comienza a desdibujarse. La introducción de la introducción termina y, cuando finalmente comienza de lleno el tema, la clase llega a su fin.
Por eso, en sentido estricto nunca hay una clase de filosofía. No solo nunca empieza sino que además nunca la hay. No se puede tratar ningún tema porque se trata más bien de comprender por qué un tema se vuelve un tema y —peor— por qué se nos exige y nos exigimos tener que tratarlo. En una clase de filosofía se pretende definir conceptos, pero no se hace otra cosa que desidentificarnos de toda definición. No hay definiciones de diccionario. Y si las hubiere, comenzaríamos la clase habiendo deconstruido la idea misma de diccionario. No hay una clase de filosofía porque, aunque se pretende tratar un tema, se busca siempre desandar las formas instituidas con las que llegamos a la clase sobre ese tema. Claro que tanto desandar nos acerca de modo paradójico: cuanto más lejos estamos de entender algo, más cerca estamos entonces de escaparnos de los modos en que cualquier saber se impone. Tiene algo del paseo sin rumbo, de ese irnos a dar una vuelta que no se dirige a ningún destino sino a la necesidad imperiosa de escaparse de lo instituido.
Por eso no hay una clase sino un vínculo de extrañamiento. A la clase no la hacemos los individuos sino que la clase nos constituye en lo que somos, en los roles que allí jugamos, en lo que se espera que allí suceda. La clase dispone de nosotros y hace circular el deseo. Una clase no se hace entre sus protagonistas sino que la clase es el entre. Es una contienda, una contaminación, un campo de batalla, pero también un acto de amor donde lo propio se va desdibujando y se vuelve a narrar desde los márgenes de los otros. Una clase es un desierto que aparenta desolación mientras vamos vislumbrando que entre tanta arena hay una vida mínima que se aferra y resiste. Y sobre todo, en el desierto hay un encuentro con el otro desdibujado; esto es, por fuera de toda la expectativa con la que se nos exige hacer comunidad. Hay diálogo, pero se deconstruye la racionalidad argumentativa y analítica como única forma válida de todo diálogo posible. Hay comunidad, pero se deconstruye la idea de que lo más importante en la comunidad es lo común: hay comunidad porque en el desierto no hay una disposición única sobre cómo compartir la diferencia.
Una clase de filosofía no es más que un juego de palabras, una circulación de lenguaje que, en vez de seguir los formatos establecidos, se arroja decisivamente al choque. Las mismas palabras que hasta hace unos segundos describían algo, ahora se vuelven armas en el martilleo inesperado de nuestras certezas
Estas clases de filosofía que presentamos en este libro han surgido de diferentes cursos, lugares, propuestas, tiempos. Comienzan en la transcripción de una clase concreta, pero son engordadas, desplegadas y hasta desperdigadas por una escritura que busca no solo tapar agujeros sino crear abismos. El origen puntual de cada clase remite a una experiencia real, pero hemos apostado también por una sobrerrealidad y la hemos ampliado. Todo lo que hemos añadido, que es mucho, expande una clase posible hacia los confines de lo imposible. En una palabra: me hubiera encantado que la clase acaecida hubiera sido la que aquí se presenta por escrito.
Hemos decidido, obviamente, conservar el estilo coloquial y performativo de la clase, aunque no la intervención del público cuya voz ha sido redireccionada de modo indirecto en el relato. Del mismo modo, mantuvimos las cuestiones coyunturales, así como la amplitud de un lenguaje que en su faceta verbal a veces se desentiende con el registro de un texto escrito.
Nos propusimos —y esperamos habernos acercado al objetivo— traspasar al papel el mismo clima que se experimenta en las clases. Las clases sobre el amor, Dios y la verdad datan de 2016. Las clases sobre el postamor, la posverdad y la democracia de 2018. En todos los casos no forzamos datos anacrónicos que hubieran podido cambiar algún sentido conceptual.
Estas seis primeras clases que componen este volumen corresponden a distintos cursos trabajados en la Facultad Libre de Rosario. Mi agradecimiento a todos sus integrantes, así como a todos los estudiantes de Rosario, que siempre han apostado por este proyecto. También es cierto que estas mismas clases las hemos trabajado en la ciudad de Buenos Aires, Montevideo, La Plata, Mar del Plata, Córdoba, y muchos otros lugares del país y del exterior donde pudimos hacer filosofía. Mi agradecimiento eterno a todos aquellos que hacen posible que se produzca el acontecimiento filosófico.
Agradecer también a la Editorial Paidós y a todo su personal, el acompañamiento y diseño conceptual del libro de Martín Sivak, el trabajo de desgrabación de Mara Scoufalos, la edición de Gabriela Esquivada.
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