En épocas en que los cajones y los baúles se abren y aparecen esmeraldas perdidas de grandes autores —dicen que Roberto Bolaño lleva más libros publicados después de muerto que los que sacó en vida—, cabe preguntarse qué valor tienen las obras póstumas. Podríamos, incluso, ir más allá —con perdón— y preguntarnos si el libro póstumo es condición necesaria para la canonización de un autor.
El caso de Osvaldo Lamborghini es, como todo en él, singular. Fue un autor invisibilizado en su tiempo por la crítica —pese a haber estado en pareja con Josefina Ludmer—, fue el fundador olvidado de la editorial Tierra Baldía —claro, junto a él y a Oscar Steimberg estaba Fogwill, que sabía cómo eclipsar las miradas—, fue un escritor menguado a la sombra de su hermano poeta, Leónidas. En una carta a Fogwill, Osvaldo le cuenta que Leónidas elogió su primer libro, El Fiord, pero los otros escritores le decían: "Claro, porque es tu hermano".
Desde hace algunos años, no más de diez, Osvaldo Lamborghini ha conseguido regresar a la escena y, como el padre de Hamlet, reclama una venganza literaria —es decir: el reconocimiento merecido—, a partir de ciertas intervenciones de lectores y críticos. Esta vez, lo hace con la adaptación para teatro que Albertina Carri y Analía Couceyro hicieron de Tadeys, justamente su novela póstuma.
El anti Borges
Osvaldo Lamborghini murió el 18 de noviembre de 1985. Fue una muerte temprana: tenía apenas 45 años. Desde hacía más de una década vivía en Barcelona —"Barcemaradona", como le decía al final—, a donde llegó obligado por el exilio tras el golpe del 76. Lamborghini había dejado tres libros publicados —el ya mencionado El fiord (de 1969), Sebregondi retrocede (1973), Poemas (1980)— y tres carpetas con el original desordenado de Tadeys.
Si bien se publicaron algunos textos inéditos gracias a la labor de César Aira —quien rescató, entre otros, "El pibe barulo", un violento cuento sobre la homosexualidad—, probablemente haya sido la biografía que escribió Ricardo Strafacce (Osvaldo Lamborghini, Mansalva, 2008), la que consiguió darle un nuevo lustre a su nombre. "La restitución de un contexto biográfico", señalaba Strafacce, "posibilita otras maneras de leer la obra".
Esas otras maneras de leer abren un interrogante: ¿en qué medida Lamborghini necesitó erigirse como contrapeso de Jorge Luis Borges? Como en una moneda —o en varias—, Lamborghini y Borges parecían condenados a ser caras opuestas: el Lamborghini peronista frente al Borges gorila; el Borges que encontraba a la cópula como algo abominable frente al Lamborghini apologista de lo pornográfico como discurso del Poder; el aforístico Lamborghini frente al austero Borges; el Lamborghini lacaniano de la revista "Literal" ante el Borges antipsicologista de "Sur"; el Borges que revisaba compulsivamente sus cuentos frente al Lamborghini de la escritura automática; el Lamborghini trashumante frente al Borges de la nostalgia porteña.
¿Alcanza con oponerse a Borges para estar a la altura de Borges? Osvaldo Lamborghini era un virtuoso. "La pregunta primera y última que surge ante sus páginas, ante cualquiera de ellas", dijo alguna vez César Aira, "es: ¿cómo se puede escribir tan bien? Creo que hay un más allá de la calidad estilística, más allá del simulacro de perfección que puede lucir una buena prosa. En Osvaldo hay una alusión a lo perfecto de verdad, que escapa al trabajo".
El escritor por venir
Lamborghini fue un gran cultor del género epistolar. Como bien señalan Cecilia Eraso y Malena Rey en el artículo "El lenguaje no se confiesa con nadie" (en "El interpretador"), las cartas eran para Lamborghini una manera de sortear la ansiedad por un texto que no terminaba de escribir. En esas cartas jugaba a la ficción, se inventaba un personaje para sí —algunas, por ejemplo, están fechadas en Jerusalem, ciudad que nunca visitó—, a la vez que planteaba microensayos sobre literatura.
En una carta de febrero del 77, le decía a Aira: "Escribo, pero todo lo que escribo pertenece al género de los 'inéditos', los textos póstumos de un gran escritor. Doble sabor de muerte y de gloria". Y más adelante seguía: "Escribo como si ya estuviera muerto y canonizado pero como no siempre logro leerme así, lo que ocurre es una sensación de completo derrumbe. El único escaso consuelo sobreviene cuando pienso que a la literatura argentina le faltaba este escritor que estoy inventando. Una sombra, un escritor apócrifo".
Tadeys, ese manuscrito hallado, no en una botella sino en tres carpetas, entra en la lógica del borrador infinito, la edición postergada, la ansiedad paciente, el equívoco póstumo. Publicada por primera vez en 2005, veinte años después de la muerte del autor, habla ya de un desfase, de una lectura necesariamente corrida de los términos en que fue concebida. En esas dos décadas se vivió la primavera alfonsinista, el destape, la aparición del Sida, el neoliberalismo, el imperio de las sensaciones, la crisis del 2001. Muchos cambios como para que la violencia erótica del libro no se tamice. Y, sin embargo, Tadeys, aún hoy, como El fiord, como "El pibe barulo" y "La causa justa", sigue siendo tan incómoda como debió haberlo sido en aquel momento.
Lamborghini, divino marqués
Google Books, ese robot inteligente y tonto, señala las palabras más comunes de Tadeys. Estas son algunas: bragueta, cojer, culito, culo, enorme, eyacular, garcha, miembro, nalgas, Onán, pija, poronga, puto, sodomía, tragarse, vulva. La novela, inconclusa, tiene variantes y correcciones en el libro: un work-in-progress fascinante.
Entre la parodia y la tragedia, Tadeys tiene lugar en La Comarca —un reino que limita con el Imperio Otomano— durante la Edad Media. El cura Maker traduce la Biblia al lenguaje local, pero por las complicaciones del idioma, termina haciendo una versión pornográfica y es condenado al ostracismo. Finalmente entra en contacto con unos "tadeys" —o "tadeos" o "tadeus"—, una suerte de simios sin pelo que viven en una orgía permanente. Por el tamaño de su miembro, Maker se convierte en un líder admirado y, al sodomizar al Gran Tadey, involuntariamente lo mata. Palabra, sexo, religión, todo revuelto en un ovillo de sinsentidos, que, sin embargo, estructura a esa sociedad ficticia y espejan la nuestra.
Roland Barthes definió a Sade, Fourier y Loyola como exponentes del "terrorismo textual": aquellos que fueron capaces de intervenir en la sociedad gracias a la violencia de textos que excede la ley, la ideología o la filosofía y constituyen así su propia inteligibilidad histórica. Osvaldo Lamborghini, qué duda cabe, entra en esa serie. Para él, la literatura fue la continuación de la revolución por otros medios.
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