Durante las semanas que insumió el rodaje de Zama, Rafael Spregelburd escribió un diario desde el punto de vista del Capitán Parrilla, el personaje que interpretó en la película de Lucrecia Martel. Fue una tarea que concretó cansado, a veces incluso maquillado, al final de cada jornada en el hotel de Formosa en el que se alojaba el equipo. No estaba en los planes llevar esta bitácora ni mucho menos difundirla, pero el texto fue publicado el mes pasado por la editorial Entropía.
"Se veía venir una película que iba a reclamar de los actores que estuviéramos siempre encendidos —explica Spregelburd a Infobae Cultura—. A diferencia de otros casos, uno sabía que no tendría tiempo para prepararse y entrar en personaje. Convenía siempre estar en personaje y a mí como un ejercicio literario me parecía divertido escribir los pensamientos de Parrilla. Era una forma de ocupar la ansiedad del tiempo libre y al mismo tiempo sentirme en disponibilidad, por lo menos en disponibilidad literaria".
Cada noche, el actor, cuyo personaje en principio tendría una participación mayor que la que se ve en la película, le dejaba al resto del equipo copias de las tres o cuatro páginas que había escrito y en las que, desde ya, aparecían todos mencionados. Cuenta Spregelburd: "Leíamos la novela como una especie de diario de viaje delirante escrito en ese castellano inventado y llenos de anacronismos que de alguna manera emula la invención de Di Benedetto, que es una invención más pura, más cristalina, esta es una especie de mezcla bizarra".
—¿Cuál era la reacción en general?
—Se divertían mucho. De hecho, fueron los productores los que me instaron a seguir. Cuando empezó la película, a la semana siguiente pensé que no lo iba a poder sostener durante mucho más tiempo. Me llevaba dos o tres horas por día. Hasta que esperaba la hora de la cena me ponía a hacer esto. A veces incluso sin quitarnos el maquillaje, nos pedían que no nos bañáramos porque había una hora y media de maquillaje. Éramos como cincuenta personas, una locura. Entonces llegabas liberado de la responsabilidad de filmar, pero estabas pintado de naranja: tenías sensación de que no terminaba nunca tu estar dentro de la película. Me tocó filmar mucho con brasileños, con lo cual a veces tenían que traducirles al portuñol lo que había escrito. También Lucrecia lo leyó, sobre todo los primeros días.
—Usted no sabía que se iba a publicar…
—No, no me parecía, porque como yo escribo teatro no tuve ni siquiera el coraje de ir a una editorial a presentarlo como novela. Pero después, una vez terminado y viendo que tenía cierta coherencia estilística, varias editoriales me lo demandaron, me preguntaron si no quería publicarlo. Cuando terminamos la película, en la fiesta de fin de rodaje los productores hicieron una edición pirata del libro y los repartieron a todos. Nunca lo pensé como algo muy en serio.
—Fue entonces una herramienta que lo ayudó a trabajar…
—Sí, lo cierto es que en la mitad del rodaje me di cuenta de que no era una herramienta verdaderamente útil para el rodaje, pero ya me sentía comprometido con lo que había empezado.
—Deslizó que no es una novela. ¿Qué es, entonces?
—Es muy graciosa la pregunta, porque también en teatro escribo unos géneros que no existen, en los bordes de lo que se puede y lo que no, pero no doy ninguna explicación. El teatro es así. Y ahora me resulta muy curioso que por pasarme a la narrativa tenga que dar una explicación que nadie sabe dar. Por suerte en la colección en la que salió publicado, Apostillas, coexisten ensayos y reflexiones de inspiración poética, así que me parecía atinado publicarlo ahí. Yo creo que es poesía, que lo que organiza el relato es más la búsqueda de un lenguaje preciso y delirante, un pensamiento de lo impreciso más vinculado a la poesía que a la narrativa. Lo que pasa es que también es deudor de una gran novela, Zama de Di Benedetto, con lo cual también parecería un epílogo a esa novela. Tiene intertexto muchas con otras cosas, también con la película. Como diario de rodaje también es fiel. Lo que yo describo es exactamente lo que pasaba en cada jornada.
—¿Le gustaría escribir narrativa?
—Nunca escribí narrativa. Siento que mi especificidad está en la dramaturgia, no siento la necesidad de salir de allí. Y la dramaturgia es una forma de arte muy completa. Muchas veces escribo dramaturgia y siento que estoy escribiendo poesía también. El procedimiento de la poesía está presente en cualquier forma de escritura. No saldría a publicar un libro de poemas porque creo que nadie me va a leer, pero no es que no escriba poesía. Y en el caso de la narrativa, mis obras son tremendamente narrativas. Hay incluso quienes piensan que podrían ser grandes adaptaciones cinematográficas porque contienen mucho relato. Entonces no siento esa ansiedad de pasarme del otro lado, del lado de los escritores reconocidos, porque para muchos de los novelistas los dramaturgos somos escritores con capacidades diferentes. Y yo adoro esas capacidades diferentes.
—¿Por qué piensa que sucede esto?
—Porque la dramaturgia siempre ha tenido una relación conflictiva con la literatura con mayúscula. Es una literatura contrahecha y comprimida. Tenés que asumir el punto de vista de cada uno de los personajes, pero solo lo que dicen. Ni siquiera es permitido el monólogo interior u otras formas libres de la literatura. Entonces hay muy poco despliegue en general para ciertos tipos de prácticas libertarias que la narrativa se toma. Pasa en el teatro y mucho más extremamente en el guión de cine, que es mucho más constrictivo porque tiene que durar una cantidad de tiempo. Cada especificidad de estas hace que los grandes escritores piensen que los dramaturgos o los guionistas nos hemos volcado a una definición técnica de un problema y no a la verdadera creación. Yo creo que no es así. Creo que lo que hay que aprender para escribir una obra de teatro es profundamente artístico y no solamente técnico. Por eso soy dramaturgo a mucha honra. Pero la discusión es eterna.
—¿Cómo recibió la propuesta de trabajar en una película como Zama, sabiendo que hubo intentos de adaptación anteriores que no prosperaron?
—Soy un fanático de las películas de Lucrecia, me gustan mucho y además me fueron gustando cada vez más. De La ciénaga a La mujer sin cabeza, que es la que más me gustó, ya me tenían comprado de antemano. Cuando me llamó la directora de casting para la película, en principio me habían llamado para otro papel, para el papel del gobernador que hace Veronese. Y era un proyecto que me daba muchas ganas de hacerlo pero que me involucraba dos o tres días de rodaje en Chascomús. Por algún motivo durante el proyecto de casting me preguntaron varias cosas: si tenía más disponibilidad, si sabía nadar, si podía subirme o caerme de un caballo y cuando me di cuenta de que lo que querían era ofrecerme un personaje más grande naturalmente les dije que sí a todo. Lucrecia me mostró la adaptación y me sorprendió mucho gratamente que ella en vez de tratar de traducir Zama es como si hubiera sintonizado Zama en su radio portátil y hubiera escrito otra cosa. En una de nuestras primeras charlas me dijo: "Me parece que todo el mundo está esperando ver cómo fracasamos en una nueva adaptación de Zama. No lo hagamos, hagamos otra cosa".
—Después de haber visto el resultado, ¿cómo piensa la película en relación con la novela?
—Para mí Zama es una gran novela, una de las grandes novelas latinoamericanas. Tuvo la mala suerte de ser de la misma época de Rayuela de Cortázar. Si no, hubiera ocupado ese lugar tranquilamente como novela latinoamericana. La película va por otro lado, va por la audacia de traducir ese universo a un universo contemporáneo y femenino. Es un gran enunciado acerca de la caída del patriarcado, es una película afeminada deliberadamente. Lucrecia en vez de ensayar las escenas de acción nos mandaba a los hombres a aprender a bailar el minué. Estaba muy preocupada por que no fuera una película de héroes a caballo, sino más bien una versión muy personal con la radio sintonizada en Zama. Para mí son dos objetos artísticos completamente diferentes. Lo cierto es que en lo personal ese guión que me ofrecieron y por el cual yo acepté hacer la película no es lo que finalmente quedó en el montaje. Mis escenas se cortaron casi en un 90 por ciento, yo casi no estoy en la película. Lo aclaro porque es muy vanidoso publicar una novela de una película en la que casi no aparezco.
—¿Cuándo supo que tendría menos protagonismo?
—Cuando la fui a ver estrenada, pero esto pasa todo el tiempo en cine…
—¿Tan así?
—No, tanto no. A ver, es una película con un único protagonista absoluto, que es Zama. Y era posible, leyendo el guión, imaginarlo. Mi personaje se vuelve muy locuaz en todo el final de la película. De hecho Zama prácticamente ya no habla en el tercer acto. Y casi todo el texto lo lleva adelante Parrilla, y es bastante probable que se hayan dado cuenta de que era raro hacer aparecer un pseudo protagonista en el final de la película mientras que el protagonista se quedaba callado o mudo o prácticamente no opinaba sobre lo que pasaba. En principio mi personaje tenía infinidad de monólogos o situaciones mucho más dialogadas que han desaparecido. Realmente viendo la película me dio la sensación de que lo que hago yo ahí lo podría haber hecho cualquiera, es un extra arriba de un caballo. No tiene mucho carácter lo que a mí me toca hacer. Al mismo tiempo, es una película coherente con las normas que se planteó. Los actores sufrimos estos pequeños desamores permanentemente.
—¿Qué siente respecto a eso?
—Lo que yo sienta no es importante. El cine es así, la decisión final la toma un director en una mesa de edición y el actor no es consultado ni consultable respecto de eso. A mí me dio pena porque me pareció que tenía mucho más para dar a la película, pero evidentemente la película no lo necesitaba. Está todo bien, no pasa nada.
—Por la naturaleza de la película, y lo que se lee en la novela, queda claro que se filmó en condiciones muy adversas.
—Fueron muy adversas. Me parece que es también nos insufló a todos una energía mística. Era como salir a filmar una de Herzog. En principio era muy divertido porque además Lucrecia tiene un gran sentido del humor, dentro de la adversidad la vi hacer cosas geniales. Por ejemplo, estuvimos esperando mucho tiempo a que dejara de llover porque se necesitaba una locación para las tolderías. Hay una gran escena que es la de la orgía, de la matanza, donde no se sabe que si a los indios los matan, los villanos o qué. El agua no bajaba y no había lugar seco donde poner cuatro carpas para hacer la locación de la toldería, que es una locación antropológicamente mítica dentro del relato, por lo menos del de Di Benedetto. La toldería no aparecía y no se podía hacer. Se fue postergando y cuando nos teníamos que ir recuerdo que durante un desayuno en el salón del hotel Lucrecia dice: "La vamos a filmar acá". Era un salón para un cumpleaños de 15, con cortinas rosas, madera, una puerta vaivén y dijo: "Cuando el signo se resiste tanto a tu voluntad, no hay que corregirlo, hay que cambiar de signo". Lo cierto es que se ve poco en la película. La fotografía era mucho más audaz, se veían hasta las cocinas. Era extraordinario que de pronto vieras una puerta vaivén en 1799 en el Chaco boreal. Era muy adverso todo y la adversidad tiñó todas las decisiones estéticas de la película, cosa que es genial.
—¿Influyeron estas condiciones en el trabajo actoral?
—A mi me parece que no, que el trabajo actoral la adversidad lo simplificaba. Si a vos te tienen seis horas arriba de un caballo, la locación está inundada y para ir al baño tenés que hacer cuatro kilómetros entonces preferís hacer directamente en el pantano, cuando de pronto te dicen "acción, estás muy cansado" no hay mucho que actuar. Me parece que el entorno cuando es tan majestuoso presiona sobre tu psiquis de una manera que te instala más cómodamente en lo que tenés que filmar. Pero insisto: a mí no me han tocado acciones dramáticas o de diálogo con un plano-contraplano en la cual necesitás un grado de concentración para recordar con qué mano tomaste la cucharita y en qué momento del texto del otro te pusiste a llorar. En este caso, Lucrecia plantó la cámara y filmó la adversidad. Y nosotros éramos paisaje, éramos objetos de esa adversidad. Yo diría que ayudó a no fingir, lo que se fingía era una época y un lenguaje. Se inventó un castellano artificioso, medio neutro, los porteños teníamos prohibido pronunciar algunas letras, las erres había que hacerlas más suaves, no podíamos pronunciar las eses finales, cosa que al mexicano lo tenía loco. Esa era quizás la dificultad que Lucrecia más observaba, nos grabó durante los ensayos varias veces, pero eso no estaba en relación directa con la adversidad de las condiciones del rodaje. En Formosa y en Empedrado fue de un grado de adversidad que no había ningún sitio para plantear ningún "no me sale" o "no me acuerdo" o "no sé". Realmente requerían un grado de exactitud y de coraje que son festejables en el cine. Yo la pase muy bien, me divertí mucho.
—¿Cómo fue la experiencia de trabajar con indios en el rodaje?
—Fue muy triste, muy extravagante. Íbamos con mucha expectativa: es como de pronto descubrir que este país está construido por muchas naciones que son negadas históricamente. Cuando este país decide unificarse en una república con cierto federalismo, incluye naciones enteras, tobas, qom, mapuche, y se supone que se respetan sus lenguas y demás. Pero el avance del capitalismo y del evangelismo han hecho estragos en estas culturas cuyos valores no van codo a codo con los del progresos, el trabajo y la explotación. Esperábamos encontrar, como los europeos que visitaban la Latinoamérica revolucionada en los '70 y los '80, un grado de resistencia cultural y solo encontramos pavor y retroceso. Los indios que filmaron no se atrevían a aparecer desnudos porque son evangelistas. Y cuando nos invitaron a una fiesta era una fiesta en la iglesia evangélica, que son los únicos que les dieron pelota, o los únicos que construyeron una escuela o un lugar de contención. Como yo que soy un fanático de las lenguas trataba de vincularme a ellos para que me explicaran cómo se escribía lo que estaban diciendo, son lenguas orales, y es imposible entender nada, no hay punto de contacto. A mí eso me fascinaba, y me daba cuenta de que ni siquiera estaban preparados para explicar la lógica de su lenguaje. Sentí que cuando les preguntaba les molestaba, estaban muy reacios a ese diálogo.
—En teatro dirige y también actúa, mientras que en cine trabaja bajo órdenes de otros. ¿Cómo concibe esta relación director-actor?
—Yo soy autor y director y sé cuán importante es que el actor se pliegue a tu plan y no se te oponga. Igual creo que el personaje surge entre la fricción de lo que el actor da y lo que le proponés, por eso soy cuidadoso del casting de mis obras. Estoy muy acostumbrado a obedecer en cine muy mansamente porque también le pido a mis actores que obedezcan. Suelo ser un aliado incondicional de los directores, salvo en muy raras ocasiones cuando los directores me preguntan si quiero mejorar algún diálogo, y casi siempre digo que no, porque es muy rara esa responsabilidad de prestado. Este tema tiene que estar claro. A veces el director me pregunta hasta cuándo tengo ganas de ayudarlo en la construcción de los textos y no solo del personaje. La mayoría de las veces no presento ningún problema, más bien preferiría no hacerlo. Mi ejercicio de formación profesional más interesante es flexibilizarme para complacer el deseo del otro. Muchas veces elijo algunas películas que me ofrecen personajes que yo ni loco me escribiría para mí, que me parece que no me van a salir, pero dentro del marco de una película me gusta ese desafío. Estoy contento con el cine porque es muy difícil encasillarme: mientras que en las obras me escribo personajes que están dentro de mi neurosis o mi forma de ser, en cine he hecho cosas muy dispares y me gustan.
—¿Qué fue lo más difícil en la construcción del personaje de Parrilla?
—En la construcción del personaje del personaje todo fue muy placentero. Lucrecia te da unas pautas psicológicas en las que es muy fácil creer, es muy fácil ir por ahí. Por ejemplo, en los ensayos de la película siempre cuento con admiración y sorpresa que una vez me citó con un actor con el que no tenía escenas. No ensayamos escenas de la película, quería que ocurrieran por primera vez ese día. Solo quería que estuviera preparado. Entonces las improvisaciones eran entre personajes que no participaban en las mismas escenas. Hay en eso un mecanismo creativo muy interesante con el que yo no estoy de acuerdo: creo que cuanto más técnicamente se ensaye una escena mas preparado estoy yo para darle una cosa o la contraria. Mientras que si voy así solo voy a mostrar mi sorpresa. Y a veces uno también tiene que controlar la situación o hacer otro tipo de cosas. Esto así me ponía bastante paranoico. Y el hecho de haber escrito la novela era una forma de sentirme preparado para aquello que fuera pasar. Las escenas no se ensayaron. Se leyeron pero no se ensayaron. Luego entendí por qué: las escenas son extremadamente físicas. Hay muchas escenas de toma única y eso es difícil para el actor, porque siempre te sentís un poco frustrado. Porque a veces decís yo la haría de nuevo y el director te dice que no, qué vas a decir.
—Dice que los actores aman el dolor como las personas el placer. ¿Podría explicar esta idea?
—Casi siempre que vas a filmar te toca contar un conflicto, vas a encarnar malas noticias. Son muy pocas las ocasiones en las que filmar es un acto de felicidad para el personaje. Casi siempre las historias están contadas de acuerdo a las adversidades de los personajes. Esto las constituyen relatos más o menos atractivos. Ese padecimiento y ese dolor es intermitente en una filmación. En una obra de teatro es más orgánico, uno sistematiza su ensayo para poder llegar al grado de intensidad que la escena requiere con una cantidad de técnicas que más o menos cada actor usa las que conoce y las que prefiere. En una película es intermitente: a veces te tienen preparado para una escena desgarradora pero hay un problema de luz o tenés que esperar que pase una nube y estás 20 minutos al borde del abismo hasta que te digan. ¿Cómo haces para invocar, para convocar ese dolor? Prendo la cámara y te digo que llores, ¿qué hacés? Las técnicas con las que los actores imaginamos el dolor para no tener que padecerlo en serio es filosófica. En las películas se convierte casi siempre en un objeto a ser defendido frente a un universo técnico que te aplasta. Un continuista te dice: "Llorá por el ojo izquierdo porque en la toma anterior fue por el ojo izquierdo". "No sé cómo me va a salir". "Sabelo, porque nos quedan media hora antes del almuerzo". Y el del catering te viene a preguntar si estás listo o no para que te maten para saber cuando echar los fideos. Todo conspira de manera sistemática contra la comodidad del actor. La tarea del actor es infinitamente difícil. Buscamos ese dolor mientras los demás están tirando cables, nos encerramos donde podemos y estamos sosteniendo lo insostenible para el momento en que toca filmar. Es un plomazo.
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