Por Alejandro Horowicz
"Si las supremas conquistas de la sociedad se alcanzan más a menudo con la violencia que por medios pacíficos; si el mundo tiende hacia las agitaciones y las catástrofes, si la civilización debe la libertad religiosa a la revolución holandesa, el constitucionalismo a la revolución inglesa, el federalismo republicano a la americana, la igualdad política a la francesa y a sus continuadores ¿qué será de nosotros, dóciles y atentos estudiosos de aquel pasado que nos absorbe a todos?"
Lord Acton
Borges sostiene en alguna parte que las ideas originales de un escritor están sobrevaluadas. A su juicio basta con que exprese de un modo admirable las de su tiempo. Tengo por hábito no tomar a pie juntillas los argumentos axiomáticos de Borges. Se me hace difícil ubicar su obra por tan estrecho andarivel. Sobre todo no se me escapa que el ensayo —que practicara con tanto éxito— impone exigencias de originalidad que el cuento podría soslayar. Algo queda claro: el ensayo requiere un enfoque novedoso, de lo contrario arranca mal.
Ahora bien, ¿los temas del ensayo también deben respetar idéntica norma? Cuando Borges analiza, en la década del 20, las frases fileteadas en las culatas de los carros, la originalidad de tema y tratamiento van de suyo. Para los integrantes de mi generación políticamente comprometidos los temas no eran tan libres. Dos problemas se ubicaron en el centro del podio: el peronismo y la revolución. La irrupción de la clase obrera en la escena nacional el 17 de octubre de 1945 cambió definitivamente lo que se entendía por política en Sudamérica. Y la victoria de Fidel Castro en Cuba nos hizo saber que la revolución no era un acontecimiento exterior, europeo o asiático. En tanto miembro de una generación diezmada, la del 76, confieso sin el menor pudor que ambos temas siguen siendo centrales en mi lectura de los acontecimientos.
Los cuatro peronismos, publicado por primera vez en 1985, y republicado hasta ahora, remite al primer problema; El huracán rojo, de Francia a Rusia 1789 – 1917, que acaba de lanzar Crítica, al segundo.
Se cumplieron 100 años del Octubre Bolchevique, los especialistas tendieron a conjeturar sobre el museo de la revolución, sobre un acontecimiento maldito que intentaron dejar definitivamente atrás. Cuando se preguntaron qué queda de la revolución, respondieron ramplonamente: nada. De ningún modo esa es mi perspectiva. Ni la democracia política, ni la reducción de la jornada laboral o la educación pública de masas, ni la inenarrable transformación tecnológica pueden concebirse por fuera del proceso que arranca antes de 1789, en París, y se prolonga más allá de 1917 por todo el planeta.
Hacer "desaparecer" del mapa conceptual las revoluciones, dando por concluidas las tareas históricas que encararon, no solo vuelve incomprensible nuestra vida cotidiana, sino que impide filiar, por ejemplo, la posibilidad de la feminista que cobra impulso en la Argentina para extenderse sin prisa y sin pausa por el mundo entero. Separar feminismo y socialismo, al igual que reducir uno al otro, no ayuda a entender, y otro tanto sucede cuando el fenomenal crecimiento de China se escinde de la economía planificada. No cabe duda que Pekín encabeza el mercado más grande del mundo, pero esa no es precisamente una economía de mercado. Y ambas cosas no se explican sin el hecho mismo de la revolución.
Las cosas no son tan sencillas, no alcanza con demonizar la revolución —como en la serie rusa sobre Trotsky que distribuye Netflix—, todavía es preciso tomarse el insoslayable trabajo de entenderla. Por tanto conviene considerar otra vez la notable propuesta del conservador Lord Acton que eligí como epígrafe de esta nota.
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