Los que tenemos una cierta edad recordamos el impacto que provocó en 1980 la emisión por televisión de la serie Cosmos, un viaje personal, el programa de Carl Sagan, probablemente el más destacado divulgador de ciencia de la historia. Durante una década (hasta que en 1990 se emitió The Civil War, de nuestro favorito, Ken Burns), ostentó el título de programa más visto de la televisión norteamericana. Algunos fanáticos (ejem, sí, yo) hasta conservan el vinilo con la música del programa: una efectiva combinación de Vangelis con compositores clásicos que maridaba perfectamente con la música generada por los planetas y las estrellas en su viaje por el infinito.
En 2014, un admirador y luego discípulo de Sagan, Neil deGrasse Tyson, llevó adelante una actualización de la serie llamada Cosmos: una odisea en el espacio-tiempo que para algunos fanáticos de la primera (ejem, sí, yo) no fue suficientemente satisfactoria. Ese lugar de deslumbramiento maravillado por la infinita complejidad del universo puede ocuparlo ahora una miniserie documental llamada One Strange Rock, producida por NatGeo, la división audiovisual de la National Geographic, producida por Darren Aronofsky y conducida por el actor Will Smith.
La premisa de la miniserie suena forzada: ocho astronautas hablan de la Tierra (esa "extraña roca" del título), aprovechando el privilegio de haberla contemplado desde cientos de kilómetros de distancia, pasando semanas y meses en una estación espacial. Sin embargo, lo forzado se va haciendo natural con el desenvolvimiento de la idea. El planeta Tierra, casi como un organismo vivo, desarrolla una serie de procesos fascinantes: considerar al planeta como una unidad comprobando desde el espacio exterior cómo unos interactúan con otros provoca un efecto inmediato de comprensión. Por otra parte, los astronautas son carismáticos y muy articulados en su discurso.
Sin embargo, como lo ha sido a lo largo de la historia de la National Geographic, la gran estrella de One Strange Rock es la imagen. Como durante décadas nos acostumbró la irresistible revista de tapas amarillas, la fotografía brillante e hiperdefinida de lugares ajenos a nuestra experiencia cotidiana nos maravilla y nos conmueve. El desarrollo tecnológico hace que esos lugares sean mucho más remotos y deslumbrantes que los que mostraba Cosmos, hace casi 40 años atrás: la cámara puede estar en el espacio mirando la tierra en el medio de la inmensidad o en las cavernas más profundas e inaccesibles, pasando por edificios absurdamente altos o la profundidad del mar. Y en todos los casos con la precisa definición de imagen típica de la mítica revista.
De la observación de la Tierra queda claro que dos características la convierten en un planeta totalmente inusual. Uno es la cantidad de agua, que ocupa casi tres cuartas partes de su superficie (debería llamarse "Agua" y no "Tierra"). El otro es el desafío más extraordinario para la ciencia: la existencia de vida.
Con su estilo pedagógico claro y pausado, One Strange Rock deja claro que la existencia de vida en nuestro planeta depende de condiciones tan exactas y precisas que su emergencia no parece ser más que extraordinariamente improbable. Una distancia del sol mayor o menor en unos pocos miles de kilómetros, la incidencia de un choque en el cambio de eje, la aparición de oxígeno en la atmósfera rechazando los rayos ultravioletas. Lo que damos por sentado día a día –nuestra mera existencia que abarca desayunos, obras de arte y frustraciones sentimentales, entre otras millones de cosas—pende de un delgadísimo hilo, coyuntural y muy lejos de ser inevitable.
La serie provoca el mismo desconcierto maravillado que nos genera una noche estrellada en algún lugar alejado de las grandes ciudades y su polución. La idea de insignificancia cósmica combinada con la sorpresa de haber creado de la nada un ser autoconciente que pueda reflexionar sobre su propia insignificancia. Viendo One Strange Rock es difícil no recordar la frase de Immanuel Kant: "Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí".
Sin problemas de producción, la serie puede viajar para ejemplificar a cualquier rincón del mundo, cuanto menos conocido y más exótico mejor. Desde nuestro Calafate a una cueva profunda en Nuevo México, desde las alturas de los Andes a las alturas de un edificio chino cuyos andamios de construcción están enteramente hechos de cañas de bambú. Todo tiene que ver con todo, todo afecta a todo y el equilibrio resultante tiene componentes de violencia y paz, belleza y horror.
El texto que acompaña a esas imágenes alucinantes tiene el mérito de ser preciso y pedagógico. Las ideas se desarrollan con calma y con ejemplos sorprendentes pero nunca se pierde el hilo conductor. Hay un exceso de metáforas cancheras ("la naturaleza es una asesina serial") pero en general el tono es amable y se renuncia a alusiones por fuera de la ciencia. Es decir, no hay referencia a "el milagro de la vida" y Dios es el gran ausente, por más que la inmensidad genere el mismo efecto intimidante que las trincheras.
One Strange Rock pone de nuevo sobre la mesa la evidencia de que la del conocimiento humano es una aventura insuperable. El asombro nunca termina y los secretos a develar se van alejando siempre un poco más, como el horizonte, haciendo inalcanzable el momento final. ¿Quién soy yo? ¿Cómo el desarrollo ciego e indiferente de la naturaleza creó un ser capaz de pensar sobre ella? Continuará.
*One Strange Rock está disponible en la app de NatGeo y Netflix, en diez capítulos de unos 50 minutos de duración cada uno.
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