Hay un cierto malestar que nos preocupa
"¿Qué vamos a hacer con ellos?", le pregunté a mi mujer. "¿Nos vamos a quedar así tan tranquilos con esos dos cadáveres atrás…?" Una larga hilera de automóviles me obligó a reducir la marcha. Mi mujer me tranquilizó diciéndome que los muertos estaban bien tapados y que nadie los vería bajo esa lona. Volví a preguntarle qué haríamos con ellos, pero me respondió que no tenía la menor idea. En su voz no había ni un vestigio de preocupación y era eso lo que más me exasperaba, no podía entender cómo se daba el lujo de estar tan tranquila, mientras que yo después de dos horas de viaje, tenía los nervios destrozados.
"¿Y quiénes son?", le insistí, sabiendo que era una idiotez. Ella me contestó que la pregunta estaba de más porque no se había movido de mi lado. Su seguridad me sacaba de las casillas.
"¿Mirá si son los secuestrados que alguien tuvo que sacárselos de encima y la policía anda detrás de ellos?", le dije, "¡van a creer que fuimos nosotros!"
"Estoy en paz con mi conciencia", me contestó.
"¡Pero con la paz de tu conciencia no hacemos nada! ¿Quién va a creernos que paramos en la banquina a cortar plumerillos y aparecieron estos dos así porque sí?", le grité con las ideas revueltas por el miedo.
"¿Es la verdad, no?", me respondió con una voz metálica desprovista de afecto. Me estaba enfureciendo a pesar mío, un sexto sentido me indicaba que perder el control en estos casos solo sirve para complicar las cosas… Además, ahora no te preguntan. ¡Y si lo hacen, ya estás del otro lado…!
"No, no podemos seguir con ellos. ¡Voy a tirarlos al zanjón!", le grité fuera de mí.
"No seas nene, ¿querés?", me respondió. "¡Mirá la cantidad de coches que pasan! ¿Querés suicidarte?"
Tenía razón, no podría haberlo hecho, la rural no era más que una cuenta de un largo rosario. Coches adelante, coches atrás… ¡Imposible pasar desapercibido! Mi mujer se dio vuelta y levantó la lona.
"Qué raro, ¿no? Son dos viejos…", dijo mientras observaba atentamente los rostros desfigurados.
"¡Dejá eso! ¡No entiendo tu morbosidad…!", le dije tirando de la lona para cubrirlos.
"Estoy tratando de pensar algo…", me respondió.
"¡Pensalo sin tocarlos!", le dije fuera de mí.
"Calmate, por favor, que tus nervios no nos ayudan en nada", me ronroneó pasándome la mano por la espalda. Le dije que no podía más, que las manos me temblaban y que tenía palpitaciones.
"¿Querés que maneje?", se ofreció con voz de enfermera. Le contesté que no era necesario, más por machismo que por otra cosa. Trató de acariciarme la nuca, pero al ver un brillo hostil en su mirada la rechacé violentamente, el auto coleó varias veces y los cadáveres rodaron hacia un costado, muy juntos uno del otro. Los ojos semiabiertos del anciano parecían transmitirle un mensaje imperioso a su compañera que, por el traqueteo de la rural, movía la cabeza como asintiendo a sus palabras. Mi mujer se dio vuelta y al ver que los ancianos habían cambiado de posición pegó un grito. Instintivamente giré la cabeza para ver qué pasaba, pero un bocinazo me previno y miré hacia el camino. La distancia que me separaba del camión que iba adelante comenzó a achicarse vertiginosamente. ¡Nos estrellábamos! Clavé los frenos y las gomas de la rural arañaron el pavimento. Los cadáveres impulsados por la inercia se desmoronaron sobre nuestro asiento. Mi mujer se corrió haciéndoles un sitio y los cubrió rápidamente con la lona. Los autos que venían detrás de nosotros se adelantaron ajenos a lo que sucedía.
"¡Movelos para atrás…!", le grité furioso, mientras emprendía la marcha.
"Estoy tratando de hacerlo, pero no tengo fuerzas", me contestó. Sentí una mano que se deslizaba sobre mi muslo.
"Sacá esa mano, ¿querés?", le pedí.
"¿Qué mano?", me respondió asombrada. Miré la mano y era la del anciano. Reprimiendo una arcada, la tiré con fuerzas hacia el otro lado. La mano salió despedida en dirección a mi mujer y rebotó contra su mejilla. Primero empalideció y luego un rubor violeta comenzó a inundarle la cara. Se acarició la mejilla y en sus ojos asomaron dos gruesos lagrimones.
"¡Lo hiciste a propósito!", me dijo indignada.
"No soporto que me toque…", le contesté a modo de excusa.
"¡Cobarde, lo hiciste para humillarme…!", me gritó. Traté de explicarle lo más tranquilo que pude que sólo trataba de apartarla. ¡Pero era imposible! Cuando una mujer se pone histérica y chilla como una gata, uno no pude hacer nada. Insistió en que le pegara directamente, pero no le contesté porque era inútil. Cuando se calmó, se pasó a la parte trasera de la rural y comenzó a tirar de los cuerpos para volverlos a su posición inicial. El esfuerzo la obligaba a respirar como una asmática y mil gotas de sudor le corrían por la cara en dirección al pecho. Tenía los dientes apretados y de su garganta salían sonidos primitivos. En su cuello las venas tejían una red que por momentos amenazaba con romperse. Ya casi estaba terminando cuando desde un coche que se nos adelantaba le gritaron algo. Mi mujer se bajó el vestido y los fulminó con la mirada. Acomodó nuevamente la lona sobre los cuerpos y se pasó al asiento delantero. Me miró de reojo como esperando mi aprobación, pero yo manejaba con los ojos clavados en la ruta, abrió la guantera y prendió febrilmente un cigarrillo. Aun sin mirarla, me podía imaginar su cara descompuesta por el miedo, como la de una nena que se despierta en la oscuridad de la noche después de haber sufrido una pesadilla. Su pecho se agitó, pero se mordió los labios para no darme el gusto. Pensé que había llegado el momento y que no tenía más sentido remar contra la corriente.
"¿Cuánto dinero tenemos?", le pregunté.
"Saqué todo lo que había en el banco", me contestó con un susurro.
"Tiene que alcanzar para sacarnos a estos dos de encima", le dije tratando de resignarme.
"¿Y cómo lo vamos a hacer?", me preguntó ella interesada.
"Como todo el mundo. ¡Pagamos y listo…!"
Doblé frente a un cartel que decía centro de disposición final 1 KM. El camino era bastante ancho y una arboleda que se extendía a ambos costados juntaba sus copas formando la nave de una catedral. Unos minutos después nos deteníamos frente a un portón. El sol agonizó junto a un cantero y una luna apresurada asomó en el horizonte. De una caseta salió un guardia que se acercó desperezándose. Una espesa niebla comenzó a cubrirnos. El hombre nos entregó un número y abrió el portón para que entráramos. Cuando pasamos a su lado nos hizo señas para que estacionáramos unos metros más adelante. Una larga fila de autos nos precedía perdiéndose tras una loma; había algunos estacionados debajo de los árboles y otros diseminados en las formas más caprichosas. La niebla se volvió más compacta y los vidrios se empañaron impidiéndonos ver.
Recliné el asiento y cerré los ojos tratando de relajarme. Tenía la misma sensación que aquella vez que entramos en un hotel y nos hicieron esperar más de una hora, rodeados por otros coches donde las parejas, a fuerza de disimular, hacían más evidente su fastidio. Mi mujer se recostó en mi hombro y empezó a hablarme llena de ternura. Me decía que lo peor había pasado y que solo teníamos que esperar. Una sonrisa se escapó de mis labios y la atraje hacia mí para besarla. Su boca se abrió indefensa y una corriente cálida nos inundó. Cuando ella cedía a mi impulso y nos hundíamos en un pozo de suspiros, de respiraciones entrecortadas, de salivas compartidas, de palabras incoherentes, y todo empezaba a girar vertiginosamente, se prendió una luz en mi cerebro y aparecieron los ancianos sentados frente a un espejo. El viejo empezó a hacerle en la nuca una trenza de piel a la mujer. El rostro de ella se fue estirando hasta que en sus labios apareció una sonrisa. El viejo observó el cambio con satisfacción y siguió trenzando febrilmente, pero la sonrisa se transformó en mueca y la piel se estiró como chicle; y cuando el viejo volvió a mirar la cara de la anciana, esta parecía una bolsa de basura donde se transparentaban los músculos, las venas, lo agujeros… No pude soportarlo.
"¡Asquerosa! ¿Qué estamos haciendo?" le grité apartándola de mí. Mi mujer bajó los ojos y se alisó el vestido.
Bajé del auto dando un portazo. Un frío intenso se me coló en la espalda y me hizo bailar como un epiléptico. Me levanté el cuello del saco y caminé a tientas hasta chocar con el coche que estaba por delante. Prendí un fósforo e iluminé el interior. No había nadie. El corazón me dio un vuelco cuando vi en el asiento trasero una pierna de mujer chorreando sangre y una mandíbula. Me retiré instintivamente, quedándome a oscuras. Una luz avanzó hacia mí.
"¿Quién es?", murmuré mientras sentía que mis piernas se iban desparramando.
"Soy yo…", dijo mi mujer con una linterna en la mano. ¡Qué alivio! Recorrimos los demás coches y comprobamos que en todos había restos humanos, pero ni una señal de sus ocupantes. En un coche había dos piernas atadas con un alambre, en otro un cráneo acribillado a balazos, más allá dos manos apretadas por la ventanilla, un poco más lejos un torso aplastado. Debajo de un álamo había una furgoneta con el cadáver de un niño, recostado sobre un muslo, sólo un muslo. Tuve que apagar la luz para detener la ola de asco que descendía por mi estómago. La mano de mi mujer se clavó en mi brazo y con voz excitada me pidió que continuáramos. Vimos rostros desfigurados a soplete, carcomidos por el paso del tiempo, manchados de cal. De repente el silencio de nuestra angustia se quebró y una risa ahogada se escapó de los arbustos. Nos tiramos al suelo y apagamos la luz. Nuevamente la risa y un siseo prolongado, como el de dos niños que se cuentan secretos en la cama. "¡No puede ser!", pensé. Más risas saltaron sobre el camino y formaron una ronda junto a nosotros, otras se treparon a los árboles, columpiándose peligrosamente. El piso tembló, y como las almejas cuando baja la ola, las risas espiaron bajo nuestros pies. Aterrorizados, giramos tomados de la mano tratando de individualizarlas. Pero el sonido creció y el bosque estalló en risas. Se metieron en nuestros oídos y jugaron en nuestras gargantas. De repente un lazo de risas comenzó a ahogarme, las sienes me golpeaban a punto de reventar.
"¿Quién es?", dije con el último hilo de voz que me quedaba, enfocando la linterna hacia los arbustos de donde se habían escuchado las primeras risas. La tensión aflojó y un silencio espeso se desparramó por el sitio. En los arbustos dos sombras se movieron.
"¿Quién es?", volví a gritar, decidido a enfrentarlas. De golpe una carrera alocada. Las sombras se dirigieron hacia nosotros. Al mezclarse con el haz de luz se transformaron en un hombre y una mujer. Estaban desnudos y al vernos se avergonzaron. Levantaron unas ramas del suelo para taparse y agazapados avanzaron hasta un auto rojo; un instante después el coche nos rozó perdiéndose en la noche. Nos quedamos un rato largo petrificados, respirando a veces, con las pupilas dilatadas por el asombro, escuchando el parloteo de nuestras tripas. Después nuestros cerebros se conectaron y empezaron a ordenar lo que habíamos visto.
"¿Qué hacemos ahora?", nos preguntamos al unísono. La luz de la linterna iluminó un cartel que decía: BAR LAS DELICIAS.
"¿Un bar aquí?" ¿Qué sentido tiene?", nos preguntamos sin poder hallar una explicación. Mi mujer empezó a moverse inquieta y a decir que estaba muerta de sed.
"¿Podríamos ir a ver si conseguimos algo?", me dijo.
"¿Estás loca? ¡A esta hora ya debe estar cerrado!", le respondí para sacármela de encima.
"¿Y qué perdemos con probar?", dijo volviendo a la carga.
"¿Y si perdemos el turno?", le dije categóricamente.
"Con que se quede uno alcanza…", dijo, "¡Yo no puedo más!"
"¿Y me vas a dejar solo con los…?", balbuceé.
"¿Sos hombre, no…?", ella me cortó. Quise insistir pero desapareció de mi vista.
SEGUÍ LEYENDO
Adelanto exclusivo de "Una noche en el paraíso", el nuevo libro de cuentos de Lucía Berlin