Avenida Corrientes, ¿la Kosovo porteña?: recorrido por un ecosistema "cerrado por refacciones"

En la jerga de vendedores, mozos, teatreros y libreros, la avenida que nunca duerme hoy es “Kosovo”: cómo es convivir con el polvo, los taladros, el martilleo y la reducción de las veredas que provoca la Obra para la peatonalización de un tramo, de Callao a Libertad. Además, el último testimonio de los encargados de La Giralda, antes de su cierre, este mes

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Lihue Althabe
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Llegando al 1200 de la avenida Corrientes, converso con Gastón, encargado de un Parking. "No estamos laburando nada, pá. Bajó un 80%". ¿Qué planes tienen? "Ni la más mínima idea, pá. Por ahora, tele, música y limpieza" —señala una escoba y una máquina lustradora—. Hace más de un año que la Obra llegó al lugar, y abrió fisuras en el cemento, instaló el ruido y el polvo, con miras a la peatonalización del tramo que va de Callao a Libertad.

Al 1600, la cuadra está regida por el Paseo La Plaza y El Gato Negro. Hablo con Juan, el encargado, y con Vero, la hija del dueño, de uno de los cafés notables de la Ciudad. Estrategia ante la merma: asociarse, hermanarse. Dice Juan: "Con Cadore (elegida por el público como la "Mejor heladería notable") forjamos una relación. Ellos hacen un gusto con nuestro té chai (especiado, de la India) y nosotros le ponemos al brownie una bochita del helado de ellos".

Hasta hace poco, en El Gato Negro se vendía mucho té importado envasado. Pero se tuvieron que adaptar al momento y preparar sus propios blends. ¡Ah, los tiempos del té chino! Hoy solo la mayoría de las especias son importadas. La vedette es el adobo parrillero, que va a parar a "un chimichurri con menos aceite que el que se vende en otros lugares", dice Juan.

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Un jubilado pide a un mozo: "Dame lo mínimo, que se pueda pagar".

¿Dan algo gratis con el café?, pregunto.

Verónica: "Sí, unos cuadraditos de pasta frola, y a veces pedacitos de budín inglés".

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El viejito dice, de pronto: "¿No me podés dar otro platito?". "Sí —contesta Verónica—. No hay problema". Y después: "Acá siempre se da de cortesía. A mí me pasó de ir a otros lugares y que no te den ni un bizcochito". O una naranjita bañada en chocolate, pero eso fue durante un corto período, mientras existió la Antigua Casa La Gioconda. "Así, por arriba, cuando la Obra empezó nos dijeron que vamos a poder poner mesas afuera", sueña Juan. La demanda del uso del baño se convirtió en un radar del aumento de personas en situación de calle. Pero, desde hace poco tiempo, el guardia ya no los deja entrar. "Si no, los tenés todo el tiempo acá", explica Juan.

Así es la vida

Me deslizo hacia la pizzería Los Inmortales, donde me espera Claudio, otro encargado. ¿Varió el gusto porteño? —rompo el hielo—. "Sí —me contesta—, de una grande de crudo a una de mozzarella; de una de provolone y champiñones a la napolitana. Pero, últimamente, lo poco que hay son turistas. No sé, eh, si la peatonalización nos favorece tanto. Nuestra clientela es de gente grande. ¿Dónde van a estacionar los autos? Se van a tener que ir hasta la Avenida de Mayo".

Hay sol rajante de enero sobre el cemento humeante, en la avenida Corrientes, o "Kosovo" —territorio disputado por Serbia, como le dicen tiernamente los que aquí viven y/o trabajan—. Desde hace más de un año padecen el polvo, el ruido de los taladros, trincheras abiertas por una Obra que avanza rumbo a la peatonalización.   

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A Ruy, el librero de la Lorraine: ¿Cómo era la Corrientes del menemismo? "Laburábamos hasta las 3 am —contesta—. Hoy, hasta las 21. Después de las 20, casi no pasa nada". ¿Y qué se vende? "Galeano —sigue—, Saer, Borges; La pesquisa, Ficciones. Las ventas han caído casi un 40%. La patrona nos está terminando de pagar de a puchos. No le echemos la culpa a las obras. Sí a la situación económica (…)".

"Cuando llegué del Perú —continúa—, amaba la situación cultural de acá. Recuerdo una gran puesta de Las preciosas ridículas, de Molière, con el antiguo Elenco Estable del Teatro San Martín (…) Recuerdo cuando Francella (en 2002) paró y compró una novela pasatista, o cuando Antonio Birabent se llevó varios libros de ensayo político, nada de rock. En una Noche de las librerías, entró a comprar Abel Pintos". En sus estanterías, hay joyitas de la editorial El Lorraine, como la colección de la Historia del pueblo argentino, que dirigió Milcíades Peña.

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Con la instalación de las moles del Novotel y el Ibis (al 1200) y del Broadway Hotel & Suites (al 1100), los turistas brasileños —los que suelen elegir el eje urbano de los teatros— se dejan escuchar por María L., entre las góndolas de Sexually, el sex shop que queda en el primer piso de una galería. "Preguntan por boliches swinger —dice María L.—; van, miran y después se van a dormir". Ella es un radar para detectar el estado actual del deseo en la avenida. María L. dice: "Se están usando mucho las esposas y los inmovilizadores de piernas. Las picanas son las menos, bah, no picanas sino pellizcadores con electricidad para pezones". Por 3400$, 18 voltios directo a la glándula mamaria. En todos los estantes, se ve influencia de 50 sombras de Grey en imágenes de estuches y cajitas: masoquismo leather pasado por el tamiz del romanticismo rosé. "Ojo, eso incorporó muchas mujeres —dice María L.— a un consumo que era mayoritariamente gay".  

Final de un clásico

Se nos ha ido La Giralda.

En enero, su encargado me decía: "Estamos tratando de ponerla a flote entre todos". Sergio había asumido hacía menos de un mes. "Con mi hermano estamos todo el día —me contaba—. Marcelo, el dueño, es mi primo". Finalmente, las persianas de este café notable de la Ciudad bajaron. Los vecinos creen que es para siempre. Simplemente, a principios de febrero dejaron de venir. Se fueron con un extraño y resignado bajo perfil, como por la puerta de atrás. Qué injusto. "Si se junta lo que se tiene que juntar", me había dicho Sergio, sin dejar de lavar en la bacha, "quizás pueda haber continuidad".

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Pero las obras en "Kosovo" se fueron atrasando. "Este tramo —el segundo— se iba a inaugurar en diciembre pasado —decía Sergio—. Esto nos perjudica: cortaron la calle; la gente no puede cruzar para venir. Nuestra venta se redujo muchísimo por la obra; a la gente no le gusta caminar apretada, y cruza". Todavía había un tenue movimiento en el lugar, pero no el bullicio característico del que fuera punto de encuentro de abogados y oficinistas bien porteños. "Mucha gente entra a pedir —se quejaba Sergio—: cada media hora, una persona. Solo algunos son buenos vendedores ambulantes y no insisten. Una vez, alguien ofrecía una linterna con picana. Le pedí que se fuera; no lo podía permitir. Por suerte, no me amenazó con la picana. Pero me amenazaron más de diez veces".

A la noche, cuando se iba caminando con su hermano, "no queda nadie", me decía. Así era, calcado, el final de cada jornada: "A las 21, cerramos; a las 23 terminamos de limpiar, nos vamos para casa. Nos bañamos, comemos. Y a dormir, a despertarse, y volver a empezar (…) En un día bueno —decía Sergio— no entran tantos vendedores, y hay algunas ventas. Se hace pesado cuando no entra nadie y te quedás sin hacer nada. Eso pasa en lunes, martes, miércoles y sábados por la mañana. El resto de los días, dos personas sacamos adelante 70 mesas: es magia".

La hora de la letra

Dice Liliana, la encargada de la librería La Cátedra: "Hace dos años, la liquidación mantiene los valores al costo. Estos ejemplares son libros de saldo; terminaron su ciclo y aquí se ofrecen a menos de la mitad del precio. Pero hoy no encontrás un libro bueno de saldo a 50$. Directamente, no entran. Y, si entran, vuelven a salir. Tengo miedo: el negocio cae a pique. Ya no se pide 'un Borges' estando a 300 o 400$".

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Dice Humberto, empleado desde hace 20 años en la Edipo: "La situación está muy tranquila. Espero que con esto —la peatonalización— haya más movimiento. Que la gente ande más por la calle".

Dice Maxi, junto a Andrés, en el mostrador de la librería Monk: "Bienvenidos a Kosovo. Taladros y camiones cementeros. Así todo mi horario de trabajo: de 9 a 18. Padeciéndolo desde abril del año pasado. De lunes a sábados. Si pusiéramos música no la escucharías. El taladro es lo más molesto (…)"

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"Reventaron el piso para cambiar las baldosas —sigue Maxi—. Como quedaba un espacio, ladrones se metieron dos veces por el hueco y se llevaron libros". De fondo, el taladro y el martillo nos marcan un ritmo. "No tenemos aire acondicionado —sigue el chico, estudiante de cine—. Al mediodía caigo mucho en Banchero" (donde la estrella es la fugazza). Ambos son típicos chicos de Corrientes, de los que ya no quedan, "muy 80s y 90s"; Maxi ama a la Lugones. "Ahí me deslumbró Happy together (de Wong Kar-wai)", dice. Ahí vio de refilón a su espectadora asidua más notable, Beatriz Sarlo. ¿Un recuerdo feliz? "Caminar con mis novias por Corrientes", se emociona.

Último anochecer en el tumulto

Ya es febrero y empezaron a volver los grupos grandes, los gritos de los chicos, los artistas aficionados. Ahí, cruzando Uruguay, está Jorge Janco —el dibujante—, sentado en su banquito, evaluando perspectivas sobre el lienzo a la vista de todos. En su dibujo de tinta sombreada, se define "el gesto de la avenida —dice—, esa línea imaginaria que une la cúpula verde que se ve ahí con una antigua confitería. Ah —dice quien se dedica a contemplar—, el rulo art nouveau de la arcada del Teatro Metropolitan en diálogo con las modernas torres vidriadas". Durante sus primeras noches en la ciudad, hace años, este artista jujeño dormía en un cyber coreano de Lavalle y la 9 de julio, a 1$ la hora, de 1 a 5. Luego, al Mc Donald's, a seguir pintando. Hoy, al hotel sencillo en el que logró hospedarse.

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Ahora, muere la tarde de calor y en la bombonería La Pasta Frola todo son promos de San Valentín, desde chauchitas de naranja a los corazones de la marca Turista, a no más de 320$. Entre Talcahuano y Libertad, mucho caos. La Obra arma allí un núcleo denso de intervención, y el paso se complica demasiado. Se escuchan quejas del ala sur, ya que la peatonalización se previó asimétrica. Cuando esté terminada, los peatones tendrán más espacio caminable en las veredas del ala Norte, lo cual es considerado un privilegio por algunos de los de enfrente.

Ante la vidriera de Güerrín —la pizzería emblemática—, una sensación de atemporalidad. Es el encuentro con múltiples fotos exhibidas de un encargado junto a una idea totalitaria de farándula: de Francella a Palito, de Alterio al Gordo Porcel, de Flor de la V a Messi, intemporales, esenciales, en una misma vidriera, junto a ejemplares de nuestras grandes tortas en lo que parece ser una arqueología reciente del gusto goloso porteño, de los '70 hasta acá: desde la isla flotante a la selva negra, del merengue relleno al lemon pie.

Lihue Althabe
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Cierro días de una ola de calor viendo una comedia musical que proclama desde su título: ¡Viva la vida! Articulada en torno a las canciones de Palito Ortega, la obra está pasada por el dejo camp de la mirada de Valeria Ambrosio, su directora. Ella retoma los antiguos estereotipos televisivos del brillo naif de los '60 de El club del clan a las comedias familiares que protagonizaban los mismos actores de este elenco, en los '80: Nora Cárpena, Alberto Martín, Jorge Martínez, Mercedes Carreras (…). Cierto argumento simplificado remeda las tramas bobas de los Carreras, pero todo cobra una nueva belleza bajo la luz más ocre de su filtro vintage. Entre las miradas vidriadas de actores y gran parte del público de las primeras filas, se plasma —en este rincón de la avenida Corrientes— "esa felicidad de estar triste", según definió Víctor Hugo a la melancolía.

 

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