"Es inútil. Las mujeres bonitas siempre van en el otro barco"
(De su novela Los premios)
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Corre el año 1950. La lluvia borronea la ventana del viejo London Bar, tan británico como su nombre, en la esquina de Perú y la avenida de Mayo. Entre un café ya frío y un cenicero que no acepta un pucho más, Julio Florencio Cortázar Descotte, de años 36, cara de niño, gigantón de casi dos metros -injerto de hombre y álamo-, peinado con jopo, a la usanza de esos días, termina de escribir Los premios: su primera novela.
Pero no: primera para las reseñas literarias y las biografías. Porque poco antes ha puesto punto final en El examen. Una alegoría antiperonista que termina con una pesada niebla que sepulta la Plaza de Mayo, el escenario del Líder, el General, el Potro, y de su mujer, el Hada de los Pobres.
En verdad, su segundo intento contra el régimen. El primero fue su cuento Casa tomada, su primer lector fue Borges, y también el hombre que lo publicó en un suplemento literario.
El espaldarazo, como se dice en el mundo de los toros y los toreros…
Julio se atreve a parir El examen, pero no a llevarlo al papel: la censura es feroz, y el castigo puede ser peor. Recién llegará a los estantes nacionales… ¡en 1986!
Y muy poco después, la despedida. El año es 1951. Julio se embarca. Destino: París. Y ya no volverá hasta -aunque sólo de paso- a principios de los 70, y ya enfermo (¿leucemia?), en los días de Alfonsín y la democracia.
Por entonces sabe (y declara) que "soy un animal literario". Nada más cierto: escribe poemas desde los nueve años, "y los sonetos me salen redondos".
Desde luego, para un animal semejante, París es la Meca. Altillo sin ascensor. El mejor tabaco negro del mundo (Gitanes, Gauloises, sin filtro, claro). Gatos furtivos que se cuelan por su ventanuco. Jazz a toda hora (Louis Armstrong, Duke Ellington, Charlie Parker, el trágico saxofonista que inmortaliza en su cuento El perseguidor). Y clásicos: desde Bach hasta Bela Bártok, todo el espinel de la escala.
Pero Buenos Aires no ha muerto en su retina ni en su corazón. Lo tironean la calle Corrientes; la encrucijada de calles del barrio Agronomía, donde vivió; la voz eterna del Morocho del Abasto; el vagabundeo, y sobre todo, el box: una de sus pasiones o acaso locuras.
Tenía apenas nueve años en 1923 cuando, en el Polo Grounds de Nueva York, Luis Ángel Firpo, aquél de la bata a cuadros blancos y negros, sacó del ring en la primera vuelta, de una trompada casi letal, al campeón mundial Jack Dempsey.
Firpo ganó (Jack volvió al ring, ayudado por el público, casi veinte segundos después), "pero le robaron la pelea", recordaba Julio, que jamás se resignó a la derrota: Dempsey lo demolió en el segundo asalto.
A lo largo del tiempo amó a Carlos Monzón y a Nicolino Locche, pero nunca tanto como a Justo Suárez, el Torito de Mataderos, púgil pretérito que murió solo, sin un cobre y tuberculoso, en Córdoba, y perdido además por una rubia casquivana: un tango, en fin, que Julio convirtió en un cuento memorable: Torito.
Escrito en primera persona y desde la misma piel y voz de su ídolo: "Y yo, Torito, dale que dale, dale que dale". Y así, entre dos mundos, "escribiendo porque me da la gana y porque no sé hacer otra cosa", urdió sin duda la literatura más original, más provocativa y más extraña de un hijo del Plata, mucho antes del célebre boom latinoamericano.
En el invierno porteño de 1963 (días de tangueros tradicionales versus Piazzolla, días de militares azules y colorados en pugna), apareció en las librerías -en silencio, sin marketing- la primera edición de Rayuela.
Tapa modesta: el camino entre el Infierno y el Cielo a través de las once casillas dibujadas con tiza en las veredas que los chicos recorrían saltando en una pata.
Extraña explosión: se agotó en menos de un mes. Extraña, porque nunca un escritor se había atrevido a semejante desafío: un libro que podía (¿o debía?) leerse de corrido (página uno a página quinientos), o empezar en la doscientos y pico, o donde al lector se le antojara. Contarla es traicionarla, ¿pero qué importa?
Oliveira es un argentino que vive en París (¿Julio, acaso?). Con La Maga y otros amigos se unen al Club de la Serpiente para discutir largamente sobre la vida y el arte. Vuelve a Buenos Aires y a su novia, pero el recuerdo de La Maga es indeleble. Y después, el caos: recortes de diarios, citas de libros, surrealismo puro, siempre en busca del Cielo.
Antinovela tan ardua de escribir como de leer, que sin embargo prendió como un río de pólvora encendido por una tea.
De pronto, todas las adolescentes (o algo más: señoritas y hasta señoras de buen ver y unos treinta años) juraban que "La Maga soy yo. Conocí a Julio en París, y se inspiró en mí".
Las boutiques recién abiertas, y algunos cafés literarios, se llamaban Rocamadour: uno de los nombres clave del libro.
Los oportunistas de siempre -los amigos del campeón- se plegaron sin pudor: "Yo fui muy amigo de Julio… Julio, con otro nombre, me incluyó en un cuento", etcétera.
El único que no se rebajó a esa falsedad fue el gran Abelardo Castillo: "Siempre nos tratamos de usted, y nos llamamos por nuestros apellidos". Noblesse oblige a recordarlo…
El verdadero imprimatur, además de sus traducciones a treinta idiomas, fue de Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Octavio Paz, que coincidieron en un juicio indiscutible: "Es una de las más grandes novelas del siglo XX".
Y pasado más de medio siglo, sigue en las librerías. Por cierto, sin fans: algo muy difícil en estos tiempos intoxicados de mamotretos políticos y dudosos bestsellers aparecidos en verano "para leer en la playa", como rezan ciertas recomendaciones periodísticas. Porque, ¿a quién se le ocurriría leer La metamorfosis (Kafka) o Muerte en Venecia (Thomas Mann) entre sesiones de bronceador y zambullidas?
Cortázar nació en Bélgica por accidente: durante un viaje de sus padres. Se ganó la vida como maestro de escuela pública primaria (su único título) en Bolívar, Saladillo y Chivilcoy: plena y solitaria llanura nacional. Y después, como brillante traductor: nadie volcó como él al castellano la obra de Edgar Allan Poe. Dividió al mundo en buenos (Cronopios) y malos (Famas). Abordó el género fantástico con maestría. Sembró bibliotecas y lectores con títulos insoslayables: Final del Juego, Las Armas Secretas, La Vuelta al Día en Ochenta Mundos, El Libro de Manuel…
Todavía se discute si fue mejor cuentista que novelista, o viceversa: polémica tan ociosa como inútil, porque no hay cuerda que haya tocado con una nota en falso.
Salvo, según muchos críticos, cuando -sin duda por convicción- abrazó la causa de las revoluciones cubana y nicaragüense. Para los amantes de la pureza literaria, fue su peor paso. No por la libre elección: porque los popes de la izquierda lo convirtieron en un tótem rojo, invitado invariable a conferencias, y obligado a confesar su profesión de fe política en decenas de escenarios que nada tenían que ver con la literatura: la misma etapa que, en sus últimos años, acometió Pablo Neruda en sus poemas contra el imperialismo, alejados a años luz de su mejor poesía.
Tres mujeres lo acompañaron desde sus primeros días en París hasta su muerte, el 12 de febrero de 1984, acaso con lluvia sobre la ciudad, como previó su último día el gran poeta César Vallejo: "Me moriré en París con aguacero".
Fueron ellas Aurora Bernárdez, Ugné Karvelis y Carol Dunlop, en las que atisbó a "minas fieles de gran corazón" recurriendo al tango que nunca olvidó.
Tanto no lo olvidó, que remedó -luminoso- este tramo del tango Mano a mano con un toque magistral: "Rechiflao en mi tristeza / hoy te evoco y veo que has sido / en mi pobre vida paria / una buena biblioteca".
Es decir, síntesis perfecta de lo que fue desde su primer poema infantil hasta su última línea: un colosal y feroz animal literario.
Y todo lo demás, todo cuanto estuvo alejado de las teclas, del mágico qwertyuiop, fue pura anécdota.
Desde el Infierno de tiza dibujado en la calle llegó al Cielo sin que el escollo de las once casillas prevaleciera.
Sólo escribiendo, para alegría del vasto mundo.
Sólo saltando sobre infinitas rayuelas en medio planeta y en busca del Cielo.
Porque eso y no otra cosa es Rayuela: un caos ordenado -si el oxímoron fuera posible- de ruptura, de belleza, de asombro, de cajas chinas, y una vasta declaración contra la mediocridad, vencida del único modo posible: con un cóctel de libertad y locura en partes iguales…, mientras un oso deambulas por las cañerías.
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