Vivi Tellas: “Soy como una editora biográfica: puedo editar tu vida”

En conversación con Infobae Cultura, la directora teatral, creadora del “biodrama”, reflexiona sobre ese género que cómodamente vacila entre lo documental y la ficción, y nos brinda varias claves sobre sus biografías escénicas más recientes: “Los amigos, un biodrama afro” y “El niño Rieznik”

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La directora Vivi Tellas. Foto: Nicolás Stulberg
La directora Vivi Tellas. Foto: Nicolás Stulberg

Desde hace casi dos décadas, Vivi Tellas viene atesorando en escena fragmentos de vida. Un texto que se reitera, un conato de vestuario, un público incidental: a Tellas le bastan esas premisas para descubrir el teatro en cualquier recodo trivial de la experiencia. Así pudo desplegar esos documentales en vivo y en primera persona que bautizó "biodramas": si hace mucho los mirábamos con desconcierto, hoy proliferan y triunfan, casi a la manera de un mainstream de la experimentación teatral. (Lo atestigua la programación del FIBA 2019, con su sobreabundancia de biografías escénicas, intervenciones urbanas y conferencias performáticas.)

La primera irrupción del género se remonta al año 2002. Después de una versión enrarecida de La casa de Bernarda Alba, con reparto multiestelar y profusión de recursos del teatro convencional, Vivi Tellas dio un giro autorreferencial e intimista con Mi mamá y mi tía, una suerte de antídoto contundente frente al dramón de Lorca. Desde entonces, no cesó de editar sobre el escenario vidas propias y ajenas, mundos próximos y distantes. Algunos hitos de ese recorrido fueron Tres filósofos con bigotes (2004-2006), Cozarinsky y su médico (2005-2006) y Mujeres guía (2008). En Las personas (2014), logró orquestar una suerte de "biodrama institucional", donde aparecían los empleados del Teatro San Martín y, con el proyecto "Museos", llevó el teatro a los museos más recónditos, y viceversa. Curó muchas piezas de otros directores, quienes también exploraron nuevas facetas del procedimiento. Ahora es evidente que estas obras forman un registro documental de la Argentina de las últimas décadas o, mejor, un mosaico a la vez poético y etnográfico de la vida en Buenos Aires.

Fallou Cisse en “Los amigos”, de Vivi Tellas. Foto: Nicolás Goldberg
Fallou Cisse en “Los amigos”, de Vivi Tellas. Foto: Nicolás Goldberg

Este año, en Zelaya, Vivi Tellas estrenó El niño Rieznik. Biodrama del físico Andrés Rieznik y repuso Los amigos, un biodrama afro, que ahora se presenta en el marco del FIBA 2019. El niño Rieznik es un autorretrato de Andrés, doctor en Física y referente argentino de la neurociencia, niño y adulto mago, muy showman, un atleta mental capaz de multiplicar en vivo por tres y cuatro dígitos, y un atleta emocional capaz de dialogar póstumamente con su padre, el dirigente e intelectual trotskista Pablo Rieznik.

Los amigos, por su parte, emociona al poner en escena a Mbagny Sow Fallou Cisse, dos inmigrantes senegaleses que se conocieron en el barrio de Caballito y que, desde entonces, no dejaron de declinar entrañablemente las formas de la amistad. Al tiempo que repasan sus vidas, aventuran hipótesis históricas y sociológicas, discuten sobre religión, le rezan a Alá o pican una pelota de básquet con los ojos vendados. (No omiten recobrar los momentos de felicidad, pero tampoco sus traumas más recientes.)

En conversación con Infobae Cultura, Vivi Tellas subraya la afinidad de sus intereses con la obra de Federico León o con las búsquedas del director suizo Stefan Kaegi, sin ocultar su admiración por las películas del joven cineasta Manuel Abramovich. También repasa sus primeras obras y las más recientes, defiende las virtudes escénicas de la ineficacia y propone, para el espectador de hoy, una reeducación estética en el desconcierto.

– ¿El biodrama y otros géneros afines serían una forma de hacer teatro experimental, sin perder la relación con el público? Digo: planteando una relación más amable con la audiencia, sin frialdad ni hermetismo.

– Interesante pregunta. Nunca lo había pensado así. Sí, el biodrama o estas experiencias que estoy desarrollando tienen una dimensión social muy fuerte y, en ese sentido, una relación con la audiencia. Para mí es fundamental el aspecto social del teatro. Social en sentido amplio: se hace con otros. Nunca hacés teatro vos solo: no hay nada de "la soledad del escritor" o incluso del artista visual (más allá de que ahora haya colectivos o trabajos en grupo, pero en general siguen siendo artes muy solitarias). El teatro y, tal vez, también la música son sociales en el sentido de que se hacen con otros. A mí me interesan mucho las relaciones, y trabajo con eso: qué hay entre las personas. Y lo mismo que ocurre entre las personas que están en escena o en mi grupo de trabajo, en el arte es muy difícil entenderse con los otros: porque, ¿de qué estamos hablando? ¿Quién sabe? Entonces, hasta que sintonizás y empezás a hablar de lo mismo –que tampoco sabés bien qué es– es complejo. Y después, claro, está la relación con la audiencia. Pero tampoco veo el teatro como la identificación, ¿no? Esa idea de identificarse, a la manera de Stanislavski, no me interesa. Soy más brechtiana, cada vez más: distanciamiento, reflexión, pensamiento.

– Sin embargo, los biodramas que dirigiste tienen un rasgo en común. Y es que la escena nunca se repliega o se cierra sobre sí misma: siempre es porosa con el auditorio (algo que no implica necesariamente una interacción). Siempre hay un dirigirse de los intérpretes hacia el público.

– Claro, no hay cuarta pared. Pero a veces, la situación pasa por momentos donde se recrean o se restituyen escenas a través de la dramatización o el reenactment, y ahí sí aparece más el teatro: algo más construido, más armado. Ahí sí aparece lo teatral-teatral

–… como si traspasáramos un segundo umbral.

– Exacto, sí, como otro capa, otro circuito de la teatralidad que aparece en las obras. Porque, como vos decís, hay mucho "a público", pero también se da esta construcción. En muchos casos, son reconstrucciones de partes de la biografía adonde a mí me parece que puede surgir algo teatral. Cuando empiezo a trabajar, estoy siempre buscando teatralidad: no me alcanza con las historias que me cuentan. Lo más importante es que la escena sea lo más genial que yo pueda (risas). Lo que yo pueda, insisto, pero que me dé una idea escénica: soy muy exigente con eso. Si no encuentro escena, no me interesa, pese a que pueda ser un relato atractivo.

El físico Andrés Rieznik en “El niño Rieznik”
El físico Andrés Rieznik en “El niño Rieznik”

– Esa cualidad escénica la buscás en recodos no tradicionales. Vas por la vida con un identificador de teatralidad, con ese medidor que llamás "Umbral Mínimo de Ficción" (UMF). ¿Cuándo surgió ese concepto? ¿Ya en la época de Mi mamá y mi tía?

– Al UMF  lo inventé medio jugando, con los compañeros de mi grupo. Cuando empecé con Mi mamá y mi tía, que fue mi primera obra documental, no sabía muy bien lo que estaba haciendo. La presenté en mi estudio, porque no me animaba a hacerla en el teatro. No entendía cómo podía hacerla en el teatro y cobrar entrada por ver a mi familia (risas)… Entonces fui y sigo descubriendo de qué se trata el trabajo biográfico en escena, o qué es lo que es más escénico: qué personas, qué mundos pueden resultarme atractivos para el teatro. Y creo que el UMF apareció cuando estaba por estrenar Mujeres guía y Disc Jockey en el Teatro Sarmiento: ahí apareció el UMF, como una unidad poética para medir la ficción.

Mbagny Sow y Fallou Cisse en “Los amigos”. Foto: Nicolás Goldberg
Mbagny Sow y Fallou Cisse en “Los amigos”. Foto: Nicolás Goldberg

– ¿Dónde encontraste la mayor resistencia a tus primeros biodramas? ¿En el público? ¿En la crítica?

– No: ¡fueron mis colegas! Viste cómo es la historia del arte, es algo que ocurre todo el tiempo. Cuando creás algo nuevo, son tus propios colegas quienes quieren lincharte. Es curioso, porque uno justamente está haciendo eso todo el tiempo: experimentando.

– Una vez que volvés con esa mirada renovada al mundo del arte, ¿lo seguís encontrando estimulante?

– Sí, obvio: lo único que básicamente me interesa en la vida es el arte. Pero, sobre todo, me gusta mucho no entender. Que las cosas me desconcierten y no pueda controlarlas… También en mis obras trabajo con eso: el no-control. Trato de ir hacia un lugar donde yo misma no pueda controlar lo que suceda: tengo que esperar, ver qué pasa. Por eso, como espectadora, me gustan las obras que me llevan a lugares poéticos donde no me controlan.

– ¿Un ejemplo?

– Un montón. Por ejemplo, en cine, el último cineasta con el que tengo una relación estética fuerte es Manuel Abramovich. Me parece una genialidad lo que hace. Y también creo que tiene algo de mi trabajo: la relación entre ficción y realidad, el documental intervenido. Él siempre sabe bien qué está pasando: tiene una mirada muy nítida. Pienso en películas como Solar, Soldado, Años Luz. Me siento muy en resonancia con toda su obra.

– Y esa resonancia tiene que ver con que te ubica en un lugar algo incómodo.

– Sí: no me está diciendo qué tengo que sentir. Odio el arte pedagógico, el arte que te dice cómo tenés que reaccionarEn mis obras, nunca sabés qué tenés que hacer. Todo el tiempo hay que tomar decisiones: "En este momento, ¿qué tengo que sentir? Acá, ¿tengo que reírme, no reírme, no sentir nada?" ¡Es muy desconcertante!

“Los amigos”. Foto: Nicolás Goldberg
“Los amigos”. Foto: Nicolás Goldberg

– Eso es muy claro en el caso de Los amigos, donde el comienzo mismo de la obra es difuso. Uno se pregunta, bueno, ¿cuándo empieza esta obra? También se da la situación de pasaje: estás en una situación social, pasás a otro umbral algo voyeurista…

– Es muy extraño ese momento, sí. Porque incluye muchas capas de sentido. Los intérpretes –Sow y Fallou– están ahí en la cocina, que también es medio como un barco, y vos los estás mirando y entrás, y no sabés si van a seguir hablando en africano… En realidad, hablan en wólof. Pero también en francés, que es el idioma de la colonia; y además en español. Me interesan mucho esas capas: lo que pasa en escena con esos sonidos, esas formas de hablar, los acentos, los errores. Yo soy fan de los errores. Básicamente, mi trabajo se ubica siempre en ese borde. La certeza me aburre mucho.

– Sin embargo, no dejás de supervisar y comandar toda esa situación. ¿Cómo se trabajan los aspectos más convencionales de la dirección de actores –la proyección de la voz, el manejo del cuerpo– con personas que vienen de mundos tan diversos, con destrezas muchas veces ajenas al teatro?

– Bueno, según lo que va apareciendo en el trabajo. Como, por ejemplo, en las reconstrucciones de las escenas donde hay teatralidad en la vida misma, el caso de los accidentes… Los intérpretes hacen lo que pueden. Por eso, en ese sentido, yo a veces digo que mi trabajo es muy punk.

– ¿Cómo hay que entender eso?

– Como el músico que no sabe tocar y hace ruido con la guitarra. O simplemente produce una expresión pura, cruda… En Los amigos, por ejemplo, Fallou Cisse lee un pequeño discurso que escribió y para eso encuentra la forma exacta de hacerlo. Porque él vino a la obra con esa idea: él quería decir algo sobre su comunidad en Buenos Aires. Y a mí me encanta trabajar con textos de otros. Yo le dije que escribiera un texto; después lo corregimos, lo trabajamos, hasta que quedamos de acuerdo. Él lo lee con una verdad y un deseo muy sorprendentes. Y entonces yo trabajo con eso, un poco con el deseo del otro, pero también con el cuerpo aleatorio, azaroso, equivocado. Todas esas formas me interesan más que un cuerpo entrenado que te está garantizando, a cada rato, un movimiento certero.

“Los amigos”. Foto: Nicolás Goldberg
“Los amigos”. Foto: Nicolás Goldberg

– Me da la impresión de que estos aspectos le dan a tus obras una fragilidad peculiar, que es también parte de su encanto. ¿Las funciones de un biodrama varían más entre sí que lo que ocurre en el caso de una obra "tradicional"?

– Bueno, la repetición es uno de los grandes temas del teatro: los secretos, las intrigas de por qué se repite el teatro. Hay variación entre una función y otra, claro. Yo trato de mantener viva la escena, y de que los intérpretes no se aburran. Los actores de profesión tienen que hacer muchas cosas porque, en la repetición, si no sabés qué hacer, qué buscar, si no tenés una técnica, empezás a aburrirte. Siempre tenés que tener nuevos intereses para que la escena se mantenga fresca y viva. Entonces, con mis intérpretes, que no son actores, ni tienen técnica, siempre tengo que revisar algún detalle.  O introducir algún pequeño cambio. O traer más historia, ir completando la escena… "Ese día que vos te estabas ahogando, ¿fuiste solo a la playa?" O sea, trato de abrir cada vez más el momento, para que tengan más elementos. Y también para que puedan disfrutarlo y volver a pasar por ahí: para que, de alguna manera, eso se vuelva otra vez nuevo en cada repetición.

– También los actores profesionales están en una situación parecida.

– Sí, los actores también tiene ese problema de la repetición. Pero tienen técnicas para eso. Y a la vez, por lo general no están hablando de su propia vida. Aunque no sé qué sería más difícil: porque acá están hablando otra vez de sus propias experiencias o distanciándose de ella. Esto se ve mucho en Los amigos, cuando ellos hablan de las fotos de su familia de Senegal. Para mí, uno de los momentos más impactantes es cuando aparece la foto del cordero. Me conmueve, me parece que ahí se condensa mucha historia del mundo: a mí me encanta cuando la historia privada toca la historia de todos.

“Los amigos”. Foto: Nicolás Goldberg
“Los amigos”. Foto: Nicolás Goldberg

– Otra cosa recurrente en tus obras es una batería de objetos, que de alguna manera cifran momentos de una vida, pero también organizan muy pautadamente una dramaturgia. ¿Cómo lo pensás?

 – Bueno, lo pienso mucho así: como objetos que hacen avanzar la historia en el tiempo. En el trabajo, nosotros los llamamos "evidencias". Hay una especie de ficción detrás del trabajo: es como si tuvieses que dar cuenta de tu vida. Es una fantasía: tenés que comprobar que estuviste ahí, que eso efectivamente te pasó.

– ¿Evidencia forense?

 – Exacto, algo así, como un fantasma de eso. En realidad, es algo que no existe. Nadie te está pidiendo: "Che, mostrame tal o cual cosa". Pero hay una exigencia en el mundo, también, de: "Bueno, a ver, cómo vas a corroborar lo que decís". Pero, a la vez, como es teatro, yo juego mucho con eso, y a veces hago intervenciones totalmente ficcionales, que no son para nada verdad. Pero me sirven para la dramaturgia. Yo ya estoy haciendo teatro: no me importa si es verdad o no es verdad. Entonces, a veces necesito cosas para que se arme lo que yo quiero, cosas que no están o que no tenemos aún. Son intervenciones de la ficción que, paradójicamente, hacen que la situación se vuelva más real. (Por otra parte, desde siempre busqué salir de lo binario: me aburren mucho los opuestos, los extremos, la idea de que sólo hay dos cosas: no/sí , dramático/no-dramático, ficción/non-fiction… Por eso siempre busqué estar en otro lugar, o al menos ver los degradés, las posibilidades, otros tonos.) Pero me quedó algo pendiente del principio de la charla: lo que decíamos sobre el público, la audiencia…

– Me parecía, decía, que habías encontrado una manera de hacer un teatro experimental –infatigablemente experimental–, sin que eso te apartara de una relación hospitalaria con el público.

– Sí, bueno, yo creo que ése es el momento un poco para el arte en general. Como si dijéramos: "Che, está muy mal el mundo. ¿Cómo vamos a hacer con el arte para incluirlo en ese estado de reflexión social?" Pasó algo, no sé si vos también lo notás: como que, antes, el arte estaba más desconectado…

– Y vivía de esa tensión, o de ese antagonismo.

 – Exacto. Y ahora me parece  que lo que está pasando en el mundo es tan grave que no se puede seguir con eso… Esto se ve mucho en las artes visuales: hay una puesta en relación con la naturaleza, la ciudad, lo social, la injusticia, el abuso. No lo digo en términos de teatro político, sino en el tratamiento de los temas.

Fotografía del archivo familiar de Andres Rieznik
Fotografía del archivo familiar de Andres Rieznik

– En ese sentido, hoy en día se da una mayor fluidez entre teatro y artes visuales, actor y performer, dramaturgo y curador. De hecho, tuviste un rol pionero en términos de curaduría teatral al frente del Teatro Sarmiento y en el Centro Cultural Rojas.

 – Sí, porque, originalmente, yo tengo una formación como artista visual. Y creo que mi trabajo va mucho hacia las artes visuales en este momento. Todo lo que hago "se cae" un poco del teatro, ¿no?, de la dramaturgia teatral. Se trata de presentaciones, los intérpretes no son actores, son personas, hay inocencia, cuerpos inocentes. Todas ideas que –me parece– están más relacionadas con las artes visuales. Pero también, en el trabajo, soy como una editora biográfica. De tu vida. Puedo editar tu vida. (Risas.)

– Dicho un poco en broma, ¿la mejorás o la empeorás, para los fines del arte?

– Bueno, digamos que la pongo en un lugar poético, sin juzgar. O hago nuevas relaciones, que es lo que hace una curadora. Eso es lo que más me interesa de la curaduría: proponer nuevas relaciones y escribir otra historia.

Mbagny Sow en “Los amigos”. Foto: Nicolás Goldberg
Mbagny Sow en “Los amigos”. Foto: Nicolás Goldberg

– Con todo, a esos trozos de "teatro encontrado" les imprimís una serie de operaciones muy precisas. ¿Cuál es la poética que te avala a manipular esa materia biográfica?

– El límite es que el otro tiene que estar de acuerdo: por ende hay un pacto, un compromiso. Pero, ante todo, siempre quiero evitar que quede algo que esté controlando al espectador. Porque me gusta mucho lograr que el espectador se ría y llore al mismo tiempo. Ése es uno de mis objetivos en las obras: quiero que se junten esas dos emociones o estados, y que el resultado sea un poco violento. Busco un poco de violencia en las obras, no sé si eso se percibe: que sean un poco chocantes. Por distintas razones: no porque necesariamente alguien grite o se ponga violento. Pero hay algo ahí, que me gusta mucho: la ineficacia. Me encanta la ineficacia. Tanto en ciertos momentos de El niño Rieznik como con los chicos de Los amigos hay una falta de eficacia: es algo que está en todas mis obras.

“El niño Rieznik”. Foto: MICSUR OFF (Bogotá, 2016)
“El niño Rieznik”. Foto: MICSUR OFF (Bogotá, 2016)

– Pienso en la llegada de Andrés Rieznik a escena: de pronto, él abre la puerta y entra, pero sin el aplomo del actor, casi trastabillando, como si fuera un espectador más que se hubiera quedado afuera (risas).

– Para mí ahí está en juego lo inestable, ¿no?, el hecho de dejarte llevar por algo muy inestable. Con mucha frecuencia, algo que pasa en mis obras es que no sabés bien si los intérpretes van a llegar al final. Porque parece como que, en cualquier momento, la cosa se desarma, no sé… (Risas.) Uno se pregunta: "¿cómo están manteniendo esto junto?" De hecho, yo trabajo mucho para que eso se sostenga, pero la cosa incierta –ese estado azaroso, lleno de errores, inestable, no garantizado– mantiene cierta frescura. Y a la vez tiene algo de todos nosotros. Porque todos somos medio un desastre, ¡qué le vamos a hacer! Todos hablamos fuera de tono, pedimos mal cuando queremos algo…

– Como Sow y Fallou, nos equivocamos cuando hablamos en una lengua extranjera y muchas en veces en la propia…

 – ¡Somos un desastre! ¿Quién dijo que alguien va a hablar con eficacia, con el tono correcto, con el no-sé-qué? ¡No! A mí me interesa ver la otra parte. Estamos todos en cualquier cosa. Entonces, en ese "cualquier cosa" me parece que surge una emoción muy atractiva. Casi como una piedad… por nosotros: una piedad hacia uno mismo.

Vivi Tellas. Foto: Nicolás Stulberg
Vivi Tellas. Foto: Nicolás Stulberg

* "Los amigos, un biodrama afro", de Vivi Tellas, se presenta los domingos a las 19 y a las 21 en Zelaya (Zelaya 3134); los intérpretes son Mbagny Sow y Fallou Cisse. Dentro del marco del FIBA, "El niño Rieznik. Biodrama del físico Andrés Rieznik" podrá verse el jueves 31 de enero a las 21 y el viernes primero de febrero a las 22, también en Zelaya.

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