A fines del año pasado, una gran muestra que se repartía entre París y Londres reivindicó en clave abstracta la tradición de las "esculturas colgantes". Durante mucho tiempo, el curador Matthieu Poirier había perseguido ese sueño, sin poder concretarlo. Pero finalmente, durante dos semanas de octubre de 2018, pudo verse una enorme exposición en el Palais d´Iéna, donde un conjunto de esculturas flotantes reforzaban la soberbia arquitectura de Auguste Perret. Menos efímera, pero mucho más reducida, otra parte de la exposición podía apreciarse en Olivier Malingue, la exquisita galería londinense en el barrio de Mayfair, en el primer piso de un edificio situado en la New Bond Street, a metros de Sotheby´s. Todas las obras levitaban con elegancia, prescindían de mensajes herméticos y gratificaban al espectador de manera inmediata con sus juegos cromáticos y efectos de luz; incluso parecían enaltecer la arquitectura del entorno, mejorando de un modo no trivial nuestros espacios vitales.
Con afán enciclopédico, Suspensión. Una historia de la escultura abstracta colgante. 1918-2018 reunía más de 50 obras del género, producidas por 33 artistas de 15 nacionalidades. Se trata de una rama de la escultura que ya tiene un siglo y cuya historia fue modelada por las sucesivas vanguardias, así como por el aporte decisivo de artistas latinoamericanos modernos y contemporáneos.
La categoría surgió poco después del nacimiento de la pintura abstracta: a finales de la década de 1910, con obras de Marcel Duchamp, Man Ray y Alexander Rodchenko . En la actualidad, puede encontrarse en la obra prolífica del brasileño Ernesto Neto, en la del argentino Tomás Saraceno, el francés Xavier Veilhan o la surcoreana Haegue Yang, entre muchos otros. En el medio, irrumpió Alexander Calder a partir de la década del 30, junto con Bruno Munari; luego seguiría la explosión de los años 50 con las propuestas de Jesús Rafael Soto, François Morellet, Gego, Julio Le Parc y algunos escultores minimalistas.
Poirier ha curado diversas exposiciones de arte op, lumínico y cinético, entre otras tendencias del arte contemporáneo; organizó retrospectivas de Cruz-Diez y de Soto y, junto a Daria de Beauvais, supervisó la gran muestra de Julio Le Parc en el Palais de Tokyo en 2013. Conviene escuchar sus palabras cuando define los objetos de su predilección. Estáticas o cinéticas –explica–, estas esculturas comparten el hecho de colgar desde un enclave cenital. Según Poirier, "esta nueva tipología estética se relaciona con la espacialización dinámica de la mirada moderna, así como con el cuestionamiento de las modalidades tradicionales de exhibición". Son obras "sensibles a su ambiente inmediato" y, aunque eluden todo impulso narrativo, están ligadas a "la imaginación cosmogónica". Ilustran el deseo de evadir la gravedad o de luchar contra ella: "lo que estas esculturas pierden en masa inerte, lo ganan en transparencia, estructura y a veces incluso en movilidad".
La categoría de Poirier puede abarcar obras muy diversas: desde las esculturas que celebran la levedad y la ingravidez hasta las enormes piezas de hormigón que manipulaba el escultor vasco Eduardo Chillida y que originaron uno de los mejores ensayos estéticos del filósofo Martin Heidegger ("El arte y el espacio", 1969).
Pero, ¿qué afinidades históricas emparentan un móvil de Alexander Rodchenko con una esfera cinética de Julio Le Parc? ¿Qué tienen en común una escultura orgánica de Ernesto Neto, que acentúa la gravedad en un ademán de caída, con un colgante de Tomás Saraceno, que procura burlar la la fuerza gravitatoria mediante un impulso ascendente? Conceptos como el de "escultura colgante abstracta" tienen la dudosa ventaja de englobar lo desemejante a través de una simple caracterización morfológica. Pero la perspectiva ecuménica de Poirier también hace justicia a una tendencia que no hace más que proliferar: esta rama de la escultura atraviesa la historia del arte moderno e inunda el territorio del arte contemporáneo. El aire de familia parece lo suficientemente acusado como para ignorar algunas fechas y un par de abismos estilísticos.
En la misma época de la muestra Suspensión, por ejemplo, dos artistas ilustraban esta veta de la escultura en los arcos extremos de un siglo y en recodos algo secretos del inabarcable Centro Pompidou. Por un lado, podían verse algunas de las elegantes "construcciones suspendidas" en metal de la polaca Katarzyna Kobro, una figura aún poco conocida del constructivismo de los años 20. Por otro lado, estaba una obra muy reciente que parecía gozar de la predilección de los visitantes. "Thicket", de la compositora y performer israelí Maya Dunietz, es una instalación sonora compuesta por 10.000 auriculares que forman una "nube acústica": bajo esa maraña a la vez sonora y escultórica, el público se recostaba por tiempo indefinido.
En Buenos Aires, más de una muestra ilustraba la tendencia de las "esculturas colgantes", así como obras aisladas de museos y galerías. Por muchos motivos, Alexander Calder: Teatro de encuentros llevaba la delantera en la Fundación Proa, en La Boca. La exhibición, próxima a su cierre, hace honor a la magia de una obra variada y profusa, y presenta una delicada sucesión de ballets en los que cada escultura, en conjunción con el azar, funciona al mismo tiempo como coreógrafo y cuerpo de baile.
Parte del éxito de las esculturas de Calder radica en la naturalidad con que se integran a un espacio arquitectónico, activando mediante un juego de luces y sombras alguna de sus virtudes latentes. (Las piezas del norteamericano nunca faltan en los renders que proyectan grandes firmas como OMA, Atelier Jean Nouvel, Renzo Piano, Diller/Scofidio o Libeskind.) Es un tipo de obra puede reivindicar pureza formal y autonomía estética y, en otras ocasiones, asume dócilmente una función ornamental; muchas veces, ambos aspectos conviven sin contradicción.
Por otra parte, también en Buenos Aires, pocas obras contribuyeron tanto a definir la impronta del CCK como la "Esfera Azul" (2015) de Julio Le Parc: hay que recordar que, tras una votación abierta al público, el artista donó esta pieza al Estado argentino en diciembre de 2016. Otras dos esferas flotantes de Le Parc se instalaron en ámbitos públicos: en 2012, fue la "Sphère Rouge", en la localidad mendocina de Guaymallén, en un Espacio Cultural que lleva el nombre del artista. Y en diciembre del año pasado, el Banco Galicia adquirió la espejeante "Sphère Acier Miroir", que puede contemplarse en el hall de su torre corporativa, en el microcentro porteño.
En plan muy distinto, otro ejemplo de sede corporativa que alberga una instalación suspendida está ligado a la figura de Daniel Joglar, identificable entre otras cosas por la destreza con que compone delicadísimos colgantes de proporciones manipulables. "La carrera del aire", en cambio, es una obra site-specific a gran escala, inaugurada en 2010 en el atrio del edificio del Banco Supervielle.
Pero quedaba mucho por investigar, y así recorrí museos y galerías un poco al azar, un poco con ánimo de inventario. Hubo hallazgos y decepciones. No logré dar, por ejemplo, con ninguno de los colgantes de varillas sonoras que ideó León Ferrari (veta en la que el argentino compitió dignamente con obras similares de Harry Bertoia o Richard Lippold). Tampoco volví a ver sus esculturas de poliuretano: pero al recorrer la nueva disposición de la colección permanente del MALBA, no lamenté –más bien festejé– la desaparición del "Hongo nuclear" de Ferrari. (Durante dos años, esa escultura dialogó en el aire con una de esas obras algo amorfas que Rubén Santantonín bautizó como "Cosas" y que Oscar Bony reconstruyó a fines de la década de 1990.)
Afortunadamente, gracias al nuevo guión que pudo verse a partir de septiembre del año pasado, en el itinerario del MALBA se mantenía una pieza de Gertrud Goldschmidt, artista venezolana de origen alemán, más conocida como Gego. Su colgante –antepasado indispensable de las piezas de Tomás Saraceno– ahora se sitúa próximo a las "Formas voladoras" de Alicia Penalba, en una disposición que acaso subraye la contundencia con que estas mujeres lograron repensar la tradición de la escultura. (En otro rincón, también puede verse un móvil de madera de Carmelo Arden Quin, artista uruguayo del movimiento Madí.)
En el display actual de la colección del MACBA se encuentra una sutil escultura esquinera de la uruguaya Ana Tiscornia, pero también las rigurosas telas cuadriculadas de Lucio Dorr, que penden de tensos cables de acero, o una obra tan singular como "Pesos", de Mariela Scafati: cuadros monocromos dispuestos en el techo de la sala a través de un sistema de sogas y poleas; en este caso, la relación entre pintura, dispositivo escultórico e instalación se vuelve más difusa, como corresponde al arte del siglo XXI. (Una ambigüedad igual de contemporánea, me parece, potenciaba una pieza impactante de la última muestra de Mónica Giron: una enorme cadena de bronce, con inscripciones en el interior de sus eslabones, que hasta hace poco colgó del techo de la galería Barro irradiando todo tipo de sentidos literales y metafóricos.)
En el Bellas Artes, inútilmente busqué un colgante que creía haber visto en la sala dedicada al arte concreto: en cambio, me topé con los fragmentos de un corazón roto, colgando de cintas, de Delia Cancela.
(Esa obra tan pop abría otra narrativa posible: el de las esculturas colgantes figurativas. Recordé que, en el MALBA, en algún lugar también se cernía sobre los visitantes un amenazante pajarraco de mimbre de Antonio Berni… ¿No deberíamos incluir también en esta línea figurativa las ocurrencias hilarantes de Pablo Suárez? En tal caso, irían desde el hombrecito despatarrado en el instante fatal en que cae de un balcón hasta… una milanesa que cuelga de la rama de un árbol –en fuga reciente de la sartén donde amenazaban freírla–, sin olvidar al muchacho desnudo y encaramado en lo alto de un cortinado, huyendo del acoso de una rata.)
Creía haber recorrido en vano la rica oferta del MAMBA sin hallar ninguna pieza pertinente. Pero, después de descalzarme para entrar a una sala alfombrada, encontré reconfortado la muestra de Nicolás Mastracchio, donde pocos y leves elementos suspendidos –una pluma, una hoja otoñal, media cáscara de un maní– bastaban para conjurar munditos de fantasía zen, acariciados por una atmósfera acústica y una luz entre lila y rosada.
Sí, me costaba abandonar ese reino de las esculturas flotantes… Pensé que, en la Argentina, no sería difícil reunir una muestra antológica de esta tendencia. No hay duda de que sobrarían ejemplos de calidad: abstractos o figurativos y, en cualquier caso, de una heterogeneidad radical. Pero tal vez los curadores están demasiado atentos a los nombres de autor, a cronologías y efemérides, a los devaneos teóricos y a un sistema siempre inestable de legitimaciones. ¿Por qué no seguir el ejemplo de Matthieu Poirier y perseguir con modestia la curva caprichosa pero rítmica que traza un motivo formal a través de la historia reciente del arte?
* Suspensión: una historia de la escultura abstracta colgante. 1918-2018, curada por Matthieu Poirier, se exhibió el año pasado en París (Palais de Ièna: Avenue d'Iéna 9) y Londres (galería Olivier Malingue: New Bond Street 143, Piso 1). La muestra Alexander Calder: Teatro de encuentros, curada por Sandra Antelo-Suárez, estará abierta hasta el 13 de enero en la Fundación Proa (Av. Don Pedro de Mendoza 1929). Las esferas colgantes de Le Parc pueden apreciarse en el CCK (Sarmiento 151) y en el lobby de la torre corporativa del Banco Galicia (Perón 430). La instalación de Daniel Joglar se despliega en el atrio del Banco Supervielle (Bartolomé Mitre 434). Zonas reflejas, la muestra de Mónica Giron, pudo verse hasta el 15 de diciembre del año pasado en Barro Arte Contemporáneo (Caboto 531). Las restantes obras aludidas se exhiben en el MNBA (Av. del Libertador 1473), MAMBA (Av. San Juan 350), MACBA (Av. San Juan 328) y MALBA (Av. Pres. Figueroa Alcorta 3415).
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