Moscú, enviado especial. En el centro de la Plaza Roja de Moscú, sobre un antiguo empedrado cubierto ahora por la nieve y la sal que cada mañana tiran para derretirla, los rusos de todo el país y quizás algún turista kazajo o vietnamita se amontonan en la feria navideña para comprar té con limón, galletitas dulces y probar suerte en la pista de patinaje sobre hielo, todo adornado con pinos navideños y figuras de Ded Moroz, el Papá Noel eslavo cuyo nombre se traduce como "Abuelo de las nieves".
La postal, porque es difícil llamarla de otra forma, podría repetirse en cualquier ciudad de Europa aunque aquí la navidad ortodoxa llegará finalmente un poco después, el 7 de enero de 2019.
Pero alrededor de esta feria que desaparecerá en febrero, cuando el invierno ruso esté en su apogeo, el centro de Moscú empieza mostrar su excepcionalidad. En la cara suroeste de la Plaza Roja se encuentra la inmensa muralla roja del Kremlin, la fortaleza medieval que se ha convertido en símbolo del poder en Rusia por alojar, aún hoy, el asiento de su gobierno: allí funcionan el Senado y las oficinas del presidente, actualmente Vladimir Putin.
Justo al frente, hacia el noreste, se encuentra el centro comercial de lujo Gum, antiguo mercado zarista convertido en tienda departamental soviética antes de encontrar una nueva ocupación en los nuevos tiempos. Y en las restantes dos caras de la Plaza Roja se levantan el Museo de Historia Nacional de Rusia, al noroeste, y finalmente la catedral de San Basilio, eterno tema central de fotografías y souvenirs rusos.
Entre la pared de piedra del Kremlin y la Feria Navideña hay otro edificio, mucho menos imponente en su diseño soviético casi brutalista, que atrae a curiosos y nostálgicos por igual. Para ingresar hay que seguir un estricto código de conducta que bordea el ritual y adoptar un tono sombrío. Es la tumba de Lenin.
El padre de la revolución bolchevique de noviembre 1917 (octubre para el calendario ruso) y fundador de la Unión Soviética, Vladímir Ilich Uliánov Lenin, murió en 1924 por ateroesclerosis, cuando el nuevo país recién emergía de la guerra civil y daba inicio al experimento socialista. Visto como un padre, un líder y un símbolo por los revolucionarios rusos, su cuerpo fue embalsamado pocos días después y rápidamente se construyó la actual tumba, diseñada para que el cadáver pudiera ser exhibido.
Desde entonces se encuentra en el mismo lugar y sigue el mismo régimen de visitas de 10:00 a 13:00 horas. Alrededor de la tumba se han sumado otros muertos, mártires de la revolución que acabó bruscamente en 1991, enterrados junto a la pared del Kremlin con pequeñas placas recordatorias, o dotados de un busto, dependiendo de su rango.
Para visitar la tumba de Lenin hay que primero quitarse todos los elementos metálicos del cuerpo y pasar por un detector de metales, otro ritual ruso que se reproduce en casi cualquier concentración masiva de personas en la ciudad: hay que hacerlo para entrar a las estaciones del subterráneo, o incluso para acceder a Gum.
Aunque desconcertante, esta exhibición permanente de seguridad y control tiene su origen en parte, en la historia y cultura política de Rusia, pero también en una serie de atentados terroristas que el país ha sufrido en las últimas décadas, el último de los cuales ocurrió en San Petersburgo en 2017.
En ese primer control, bajo la nieve y a unos 100 metros del mausoleo, las órdenes las dan tres soldados de no más de 20 años, envueltos en varias capas de ropa negra y con un gorro de piel en la cabeza, ninguno de los cuales habla otro idioma que no sea el ruso pero que, a juzgar por su inclinación a dirigir con ademanes y en silencio, tampoco está claro que hablen la lengua de Pushkin.
En la cola para entrar casi no hay turistas, quizás por la atracción en sí o tal vez por la época del año, cuando las temperaturas bajo cero ahuyentan cualquier esparcimiento alejado del vodka. Son en su mayoría parejas de la tercera edad que llevan ramos de rosas para la tumba de su jerarca soviético preferido.
En los cinco estados alemanes de la difunta República Democrática, a este fenómeno de personas nacidas y criadas bajo el comunismo que se sienten decepcionados por el giro al capitalismo le llaman "Ostalgie", mezcla de Ost y Nostalgie, "este" y "nostalgia" en alemán.
La Ostalgie es también muy fuerte entre los mayores en Rusia, donde todo comenzó, y en otros territorios que estuvieron detrás de la llamada "cortina de hierro". Los jóvenes son menos entusiastas ante la idea de volver a las privaciones y represiones del mundo comunista de la Guerra Fría, pero no dejan de buscar, también, en el pasado para mirar luego a los problemas del presente y los proyectos del futuro.
A pocos pasos, sin embargo, hay tres hombres de mediana edad que escapan a esta descripción y a los que les han rechazado la entrada: uno de ellos está completamente borracho y tiene nieve y barro en toda su ropa, tras haberse patinado varias veces mientras se aproximaba a la cola.
Cuando los soldados aprueban el ingreso, hay que caminar esos 100 metros justo al lado del muro del Kremlin, el único momento en el que se puede apreciar su inmensidad
Cuando los soldados aprueban el ingreso, hay que caminar esos 100 metros justo al lado del muro del Kremlin, el único momento en el que se puede apreciar su inmensidad. Después de todo, la pared, como la de cualquier fortaleza medieval, tenía fines defensivos y los moscovitas han estado bajo un eterno asedio casi desde que la ciudad fue fundada en el siglo XII.
Primero fueron los mongoles quienes trataron de ocupar Moscú, en vano, y terminaron quemándola; luego le tocó el turno a polacos y lituanos; durante la Ilustración lo intentó Napoleon Bonaparte y en nuestra era fueron los nazis, llegando a 30 kilómetros de la ciudad en el invierno de 1941.
En particular estas dos últimas invasiones lideradas por Francia y Alemania se han convertido, de alguna manera, en los mitos fundantes de la Rusia contemporánea, y la ciudad de Moscú está repleta de referencias a una y otra, con museos dedicados a ambas guerras que en el imaginario popular se ganaron porque la nieve derrotó categóricamente a los ejércitos invasores y no por la obstinación de la defensa rusa.
El museo construido hace dos décadas y para honrar la defensa de Rusia de 1941 y la toma de Berlín, en 1945, se impone sobre la "colina de la victoria" en el parque Pobedy, al este de Moscú y sobre la avenida Kutuzovsky (en honor al general Mikhail Kutuzov, héroe de la guerra contra Francia, y en la misma ruta que los conquistadores solían tomar para llegar a la ciudad desde el oeste.
El monumento principal en el centro del edificio en forma de herradura muestra la voluntad por honrar el pasado soviético pero, al mismo tiempo, de conjugarlo con una larga tradición rusa. Representa a un símbolo cristiano ortodoxo, San Jorge matando al dragón, que hubiera sido difícil de digerir por los soviéticos.
El dragón es en este contexto la invasión nazi o, más ampliamente, la amenaza fascista, y el monumento detrás de él muestra en bajo relieve los nombres de las batallas y ciudades de la guerra: Kiev, Sebastopol, Stalingrado (hoy Volgogrado), entre otras.
Dentro del museo, repleto los domingos de escolares vestidos con camisas blancas y pañuelos azules, se pueden ver uniformes, armas y mapas, típicos materiales de un memorial bélico, pero destaca por sobre todo una representación interactiva de la batalla de Berlín, cuando el ejército rojo finalmente ocupó la capital alemana en 1945. En medio del sonido de las explosiones y las arengas en ruso, es posible recorrer las escalofriantes ruinas de la ciudad como si fueran aquellos últimos días de abril, y caminar por una reconstrucción de las escalinatas del Reichstag, todo el tiempo rodeado de estatuas de cera de soldados soviéticos armados con el subfusil PPSh-41, un arma que rivaliza con el AK-47 como símbolo y que se puede encontrar en cualquier estatua moscovita sobre la guerra y en los museos se vende, en madera y a escala adaptada a brazos infantiles, como juguete.
Por fuera, tapado por una densa capa de nieve, el museo exhibe tanques, cañones, aviones y trenes capturados a los alemanes y también los utilizados por las tropas soviéticas, además de un monumento a los millones de perros que participaron del conflicto como medios de transporte, asistentes sanitari0s y bombas antitanque sobre cuatro patas.
Hay, además, una reproducción exacta de un sistema de trincheras que se puede recorrer para sentir lo que sintieron aquellos soldados, una persistente actitud de la Rusia actual, cuya industria cinematográfica se encuentra en medio de un boom de producciones bélicas sobre la Segunda Guerra Mundial.
La Hoz y el Martillo, los soldados de bronce con sus PPSh-41, las arañas de mil luces, las cruces rojas en las torres del Kremlin (que reemplazaron en 1917 al águila bicéfala rusa), estos símbolos soviéticos siguen ahí por toda Moscú y parecen concentrarse aún más en el subterráneo, una atracción utilitaria que opera en lo más profundo del suelo moscovita porque, dicen, están pensados como refugios ante un posible bombardeo nuclear.
El recuerdo y la memoria se completan en las numerosas tiendas de antigüedades soviéticas en toda la ciudad, donde se puede comprar hasta un traje de astronauta similar al usado por Yuri Gagarin, primer hombre en el espacio, hasta ceniceros adornados por las proezas técnicas sesentistas de la URSS, aviones, cohetes y camiones, por apenas un puñado de rublos.
Frente a la muralla del Kremlin las miles de luces en la fachada de Gum contrastan con el mármol negro del mausoleo de Lenin, que parece a primera vista como un puñado de ladrillos apilados. En su puerta hay otro soldado muy joven, con un uniforme negro más elegante y de apariencia más antigua, con su botonera dorada, que el usado por sus colegas en el control de metales peligrosos. Su única indicación a quienes ingresan es llevarse la mano hasta el gorro de piel, indicando que hay que descubrirse la cabeza para saludar a Lenin.
La otra indicación, no explícita, ya había sido comentada por una guía turística unos días atrás. Dentro del mausoleo hay que mantener siempre el avance, no muy rápido ni tampoco muy lento, sin detenerse jamás ante el cadáver, iluminado en el centro de una habitación muy oscura, y haciendo el recorrido a su alrededor. Una pareja joven parece no haber recibido el aviso, porque al enfrentarse al ataúd de vidrio se frenan y apoyan sobre la barrera para ver mejor. Entonces un soldado entra en cólera, deja su puesto y hablando en un ruso frenético les ordena que sigan caminando.
La apariencia de Lenin es la misma que la de un cadáver en un funeral común. Su piel parece real, pero al mismo tiempo de plástico; su postura y expresión parecen las de una persona con vida, pero también como si se tratara de apenas un muñeco. Una vez por mes el cadáver debe ser retirado y desnudado para recibir las tareas de cuidado que lo han mantenido igual desde hace 94 años, los mismos trabajos que se realizan también en Moscú sobre los cadáveres embalsamados de Kim Il sung y Kim Jong il, fallecidos líderes de Corea del Norte exhibidos en Pyongyang.
Toda la visita no dura, ni puede durar, más de 30 segundos, si uno cumple en no detenerse, y de nuevo hay que salir y enfrentarse con la muralla del Kremlin. De este lado del mausoleo pueden verse los bustos de diferentes jerarcas soviéticos, entre ellos Josef Stalin, el amado y odiado líder que elevó la represión política hasta llevarla a su punto más alto de sofisticación y provocó hambrunas con su política agraria, pero que también condujo a la ex Unión Soviética a la victoria sobre la Alemania nazi en 1945.
Tras su muerte en 1953, el cuerpo de Stalin fue llevado al interior del mausoleo y exhibido junto al de Lenin, toda una postura política ante el panteón de dioses soviéticos. Pero todo cambió cuando Nikita Kruschev llegó al poder ese mismo año e inició un proceso de "desestalinización" del país, que incluyó el retiro del cuerpo y su entierro en el exterior de la tumba.
Stalin obtuvo, sin embargo, su propio busto, que acumula ahora más rosas que cualquier otro, en un contexto en el que Rusia parece haberse reconectado con su pasado imperial, tanto zarista como soviético, y se ha lanzado restablecer su status de superpotencia perdido en 1991, cuando la URSS finalmente cayó.
En la última década, en parte potenciado por los aumentos en el precio del petróleo (Rusia es el principal país productor de crudo del mundo, superando a Arabia Saudita y Estados Unidos, y el segundo productor de gas natural, con el cual abastece a casi toda Europa) y en parte por la consolidación de un poder estable en la figura de Putin, el país ha ampliado su participación en conflictos en el extranjero.
Ya sea dentro de las extintas fronteras de la URSS, como en Georgia y Ucrania, o bien en Siria y Corea del Norte, donde Moscú mantiene intereses que vienen de tiempos de la Guerra Fría, o incluso en la lejana Venezuela, la imagen de lujo y consumo actual contrasta con la difícil década de 1990, cuando la comida y los bienes escaseaban y el país se desmoronaba progresivamente.
Quizás por eso la simbología soviética, lejos de ser revisada o retirada, se encuentra una vez más en auge. Rusia aún honra el mausoleo de Lenin y los padres del imperio soviético. Sobre otro costado del Kremlin aún flamea la llama del soldado desconocido en la Gran Guerra Patriótica entre 1941 y 1945, como allí se conoce a la Segunda Guerra Mundial.
Junto a ese monumento hay una serie de placas en conmemoración de las "Ciudades Heroicas de la Unión Soviética", donde ocurrieron importantes batallas y escenas de resistencia al avance nazi. Cuatro de estas ciudades, Kiev, Odesa, Sebastopol y Kerch, están en la actual Ucrania, y las dos últimas fueron anexadas por Rusia en 2014, un hecho que dio inicio a la era reciente de conflicto entre Occidente y Oriente que tuvo su último episodio en noviembre y precisamente en Kerch.
El avance sobre la península de Crimea en 2014, que los rusos ven en parte como una reacción al acercamiento de Ucrania a la OTAN y la Unión Europea, tuvo como respuesta a una serie de sanciones económicas de parte de Estados Unidos y Europa que aún persisten, y ha llevado a Ucrania cada vez más cerca de Occidente y de la OTAN, lo que ha generado tanto un problema como un llamado a la ironía.
“Estados Unidos nos puso sanciones económicas, pero nosotros les pusimos a su presidente”, es un chiste repetido en estos días entre los moscovitas
"Estados Unidos nos puso sanciones económicas, pero nosotros les pusimos a su presidente", es un chiste repetido en estos días entre los moscovitas, en referencia a las investigaciones en curso en Estados Unidos por una posible injerencia de los servicios de inteligencias de Rusia en las elecciones presidenciales de 2016.
En 1939 Winston Churchill, entonces parlamentario británico que en poco tiempo se convertiría en primer ministro, dio un famoso discurso en medio de la confusión de los primeros días de la Segunda Guerra Mundial en la BBC: "No puedo predecir las acciones de Rusia, son un acertijo envuelto en un misterio y dentro de un enigma. Pero quizás haya una clave: el interés nacional ruso".
Al recorrer los últimos 100 metros por fuera del Mausoleo de Lenin una mujer soldado controla el final del recorrido y uno ya está de vuelta en la Plaza Roja, frente a la feria navideña, la GUM, la catedral de San Basilio construida por Iván el Terrible y el río Moscova. Las opciones vuelven a ser comprar una matrioshka para llevar a casa o tomarse un té o quizás un borscht, la clásica sopa de remolacha, mientras la nieve siga cayendo lentamente.
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