El centro de la tierra (lectura e infancia) es parte de la colección Lectores de la editorial Ampersand, en la que autores como Alan Pauls, Sylvia Iparraguirre y Sylvia Molloy reflexionan sobre cómo trazaron sus mapas de lecturas. Allí, el escritor, crítico y periodista cultural Jorge Monteleone plasma su biografía como lector retomando los rituales de su infancia pensada como un paraíso que regresa siempre en la lectura. En el libro editado por Ampersand, Monteleone configura las tramas que lo llevan al lector que fue durante su infancia, cuando los libros de Julio Verne, Charles Dickens o Henry Rider Haggard lo hicieron descubrir un refugio en el que la vida podía volverse más intensa.
—¿Cómo pensó su propia biografía como lector?
—Imaginé un libro entero sobre ese tema, que no solo reflexionara sobre la cuestión de la lectura en la primera vez, sino que esa reflexión estuviera marcada por mi experiencia primaria de la lectura, a través de una escena originaria de la infancia, en parte fantaseada, previa a la adquisición del lenguaje; luego por el momento en que aprendo a leer. Pero ese proceso está marcado también por el retorno de la infancia en la escritura, el relato como el retorno de lo inolvidable: ¿cómo hablar de lo perdido? La estructura cíclica del libro fue una respuesta que encontré en la escritura, que me llevaba a un inesperado ejercicio de introspección, a la encrucijada del sentimentalismo y de la distancia. Así apareció ese personaje del pibe del suburbio, ese "Jorgito", nieto de inmigrantes italianos pobres, hijo de padres de clase media baja, que descubría la lectura. Ese chico es un otro yo posible, conjetural como en toda autoficción y a la vez familiar como en todo testimonio, del tipo que soy. Alguien atravesado por la literatura, y que se reencontraba con eso que Bachelard llamaba la rêverie, la "ensoñación", con la fábula y con la escena fabulosa de aquel pibe que descubría una especie de destino y una especie de sentido en la lectura: la apuesta vital por lo imaginario que sería, en cierto modo, un intento de salvación o de refugio contra la locura y contra la violencia.
—¿Cómo fue la decisión de incluir paréntesis que funcionan como notas al pie?
—Cuando comencé a escribir El centro de la tierra imaginaba un desdoblamiento entre el que escribe en el presente y el chico que lee por primera vez. Quería que se desatara en la inadecuación de esos dobles, en la incongruencia de una mirada actual sobre aquellos objetos del pasado, que son como talismanes o fetiches: los mismos libros que leí cuando era chico, las mismas revistas ante mis ojos superpuestos al recuerdo de la experiencia vivida. Había dos tiempos: uno pertenecía al ideal de la lectura en la niñez y la prosa tenía que recrear o sugerir el ambiente del chico. Pero otro tiempo era el del presente, en el que había un cierto saber sobre aquellos materiales, ciertos contextos materiales que aquel chico ignoraba pero no el narrador. Entonces se me ocurrió entrelazar ese tiempo primero como un relato de aire novelesco con otros textos que se abrían en los paréntesis, donde todo lo que había sido narrado tiene su correlato cultural.
—¿Podemos decir que el eje del libro es la infancia?
—Sí, pero a través de la lectura. Pero lo que restituyo en el libro es la idea de que ese paraíso perdido corresponde a la escena originaria de la lectura y se confunde con una ilusión: la de la analogía, la de la correspondencia universal, que considera el mundo como un texto y que las cosas mismas tienen una naturaleza lingüística. El libro conjetura que acaso esos primeros rituales de la infancia en la lectura, ya perdido y sepultado el paraíso de la ilusión, reaparecen momentáneamente cada vez que leemos. Quisiera que el libro lleve a los lectores a su propia infancia y suscite la vivencia de lo perdido.
—¿El título surgió por su abuelo Rosario?
—Así es. Ese abuelo tan querido, Rosario Favazzi, obrero ferroviario, militante político de izquierda, carpintero y labrador de la tierra, de origen campesino, nacido en un pueblito de Sicilia, inmigrante, y padrastro de mi padre, pero que fue para mí el verdadero abuelo paterno. Me regaló en su casa de Morón Viaje al centro de la tierra. Esa donación era un don, que vinculo a la capacidad de supervivencia en la vida material de mi abuelo, a su relación con el trabajo, al aspecto materialista no exento de conciencia social y de una conciencia de clase. Ese hombre estaba, en efecto, centrado, estaba en el centro de la tierra. Pero al regalarme ese libro me regalaba una historia que no solo respondía al afán didáctico de los libros de Verne, sino también a eso que Michel Serres decía de Julio Verne: que era un "maestro en mitología".
—El libro termina con la frase "la lectura es el perdón". ¿Por qué?
—Todo versa sobre la gracia de la lectura pero apenas se mencionan los hechos traumáticos de mi vida, cuando se habla del retorno al paraíso perdido en la lectura de la infancia, aunque hay algo ominoso que ronda los hechos, que está presente tácitamente en la escritura. Mi abuela materna se suicidó y también mi madre. La literatura también es un conjuro y una forma de comprensión y un reencuentro, aunque nunca borrará el dolor. Por eso la lectura es el perdón: mi mamá fue la que me hizo la máxima donación, porque fue ella la que me enseñó a leer.
Fuente: Télam.
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