Por Silvio Santamarina
"¿Y por qué se te ocurrió hacer un libro sobre la guita?" La pregunta suena insistente en mis oídos desde que empecé a confiarle mi proyecto a colegas, parientes y amistades, y resuena tan fuerte a causa del tonito desconfiado o sorprendido con que muchos me han interrogado, como si se tratara de un libro sobre zoofilia o alguna perversión por el estilo, que me convertiría lógicamente en sospechoso. Es como si, al hablar de dinero, nos metiéramos con un tabú. Por eso hice el libro.
Precisamente porque parece ser una obsesión reprimida de los argentinos, es que la temática del dinero cash y sus circuitos reales en la vida cotidiana de pobres y ricos aparece poco y nada en las historias escritas sobre nuestro país, tanto las de divulgación como las más académicas. No lo digo yo. Lo dice, y no es el único, Roberto Cortés Conde, máxima autoridad nacional en historia económica, que en el prólogo de una de sus obras advierte sobre este curioso vacío, que no fue tal en el primer siglo de vida nacional, pero que se ha ido ahondando con las décadas, acaso –la hipótesis es del profesor Cortés Conde, y la comparto- por cierto sesgo ideológico a favor de los estudios de la llamada "economía real", el mundo del trabajo, la producción y el transporte, que aparecen en el inconsciente colectivo como un tema de discusión más noble y positivo que el de los billetes apilados y las "timbas" financieras asociadas al intercambio monetario puro y duro. Puede ser.
Pero resulta sintomático que en la Argentina, y en general en el mundo de habla hispana, casi no haya libros enfocados en la cotidianeidad del dinero en la vida de las personas de carne y hueso, mientras que en el ámbito anglosajón, abundan. En las páginas de Historia de la Guita traté de mostrar cómo se diferencian las posturas de nuestros próceres –tan recatados al hablar de plata- en comparación con los padres de la patria norteamericana, por ejemplo, Benjamin Franklin, quien puso su negocio de imprentero, su vocación cívica y su mentalidad científica al servicio del primer gran experimento monetario implementado para financiar la emancipación de colonias americanas del dominio europeo. Nuestro azaroso homenaje histórico es que Franklin se convirtió –junto con George Washington- en uno de los primeros próceres retratados en los billetes argentinos. Increíble pero real.
Una aclaración oportuna: no escribí un tratado de economía ni de historia económica. Más bien todo lo contrario. Se trata de un llamado a la reflexión acerca de nuestro presente traumático en relación con los billetes –faltantes y sobrantes en los lugares equivocados, como vemos diariamente en los noticieros-, a través de un recorrido por las anécdotas y datos menos conocidos y más sorprendentes de los comienzos de la Argentina, desde el Virreinato hasta la gran crisis monetaria de 1890.
Mi método de investigación fue el que conozco por mi trabajo habitual, el periodístico, solo que esta vez me tocó indagar las fuentes bibliográficas sobre el pasado, para tratar de repensar el presente. Pero mi interés sobre la cuestión, que terminó inspirando el libro, no es de ahora, sino que se remonta a mi infancia, a fines de los años 70, a raíz de una azarosa función cinematográfica en la tele blanco y negro de la casa de mi abuela, con quien solíamos ver un programa que pasaba clásicos del cine nacional.
Se trataba, en este caso de un film relativamente nacional, ya que era protagonizado por Luis Sandrini, pero en su exilio mexicano. La película se llama El Ladrón, y cuenta el dilema moral de un incinerador de billetes -salidos de circulación- que, tentado por la sugestiva ascensorista del banco De la Alameda que quería un tapado caro (y por un orfelinato huérfano de sponsors), se anima a romper las reglas de castidad financiera de la entidad bancaria y se lleva -pegado a la suela de su zapato para esquivar la requisa diaria- un billete de 10 mil pesos, recién rescatado de la hoguera burocrática.
Quizá fue la osada -para 1947- escena erótica en el ascensor, donde la morocha le pasa con un french kiss a Sandrini el chicle para pegar el billete al zapato. O tal vez fue el chiste del aburrido bancario que, en un sótano enrejado, convive día tras día con una fortuna a punto de volverse ceniza, y para burlarse de su paradójica mediocridad prende sus toscanos con papeles de alta denominación. No lo sé exactamente, pero ese juego de identidades cambiantes, de deseos prohibidos, de valores que se esfuman en el aire, todo al ritmo del capitalismo latinoamericano, dejó una marca indeleble en mi memoria. Así empezó todo.
Luego vinieron lecturas más sesudas sobre el tema del ambiguo e inestable valor del dinero: Marx, Simmel, Galbraith y un par más. Pero todo estaba resumido en la peripecia de Sandrini. Y en la historia monetaria que siguió a mi niñez: la hiper alfonsinista, la convertibilidad menemista, el estallido delarruísta, la superdevaluación duhaldista, el despilfarro cleptopopulista K, y el endeudamiento recesivo macrista… la montaña rusa de un país mareado por delirios de grandeza crónicamente desmentidos por la realidad.
Esta condición alucinatoria no es nueva. Ya estaba cifrada en el nombre de nuestra nación, el malentendido originario de nuestros traumas monetarios. El presunto río de plata que, en realidad, no conducía a ninguna fuente de riquezas metálicas inspiró al poeta y párroco Martín del Barco Centenera a bautizarnos, ya en 1602, como argentinos -plateados, siguiendo la etimología latinizante- aún antes de que naciera la patria.
Cuando nos independizamos, le creímos: al principio -tal como historiza José Carlos Chiaramonte-, los porteños nos reconocíamos "argentinos", a diferencia del Interior, que no se sentía tan aludido por el precoz gentilicio. Hasta que, al cabo de unas décadas de atomización política, finalmente nos colgamos todos la argentinidad, esa promesa nominal de ser de plata pura, justo cuando menos plata teníamos. Pero teníamos billetes, de todo tipo y origen, respaldados en nada, o mejor dicho en promesas, públicas y privadas, de que estábamos emitiendo papeles para financiar un gran proyecto de país. Y les creímos, por eso quizá proliferaron tantos falsificadores en nuestras tierras, como espero haya quedado claro en las páginas de mi primer libro.
De eso se trata este relato de relatos que logré, mal o bien, ensamblar: de la fe ciega, de la compulsión por mentir y por ser engañados con promesas tan salvadoras como letales. De la cultura del dinero, pero a la argentina. De la guita.
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