La mujer fatal, la joven víctima inocente, la secretaria inteligente y poco agraciada son algunas de las figuras más comunes de la mujer en la literatura policial. Sin embargo, como en otros aspectos de la cultura, la perspectiva de género parece replantear las cosas en ese "mundo de machos", según la definición del crítico español Javier Coma, en el que el culto a la acción y la violencia consagró históricamente el predominio masculino. Las mujeres disputan ahora un lugar que parecía inimaginable en la ficción: el de detectives, investigadoras y protagonistas, al fin, de sus propias historias.
En el clásico Diccionario de la novela negra norteamericana (1985), Coma expuso el contexto en que fraguó un machismo exacerbado: en sus orígenes en la década de 1920, el género negro fue escrito por hombres y planteado como entretenimiento para un público masculino, y las representaciones femeninas buscaban complacer las fantasías primarias que se adjudicaban a esos lectores. La narrativa policial fue así realista en todos los aspectos de su visión de la sociedad, menos en su concepción de la mujer.
La mujer fatal, según Coma, compuso el contrapunto del hombre duro que protagonizaba la ficción. El estereotipo cristalizó a través de novelas como El cartero llama dos veces (1934), de James Cain, o El halcón maltés (1930), de Dashiell Hammett, donde mujeres increíblemente perversas y ambiciosas manejaban los hilos ocultos de la historia y llevaban a la perdición a los hombres.
En la novela de enigma, aunque teóricamente destinada a un público menos afecto a la combinación de sexo y violencia, las mujeres también ocuparon un rol secundario. Una excepción fue Miss Marple, el personaje introducido por Agatha Christie en Muerte en la vicaría (1930), una anciana solterona y afable que actúa como detective aficionada.
Para Javier Coma, la aparición de escritoras como Patricia Highsmith y Dorothy Hughes "repercutió sensiblemente en un más realista concepto de los personajes de mujer" y por esa vía el policial tendría un costado feminista: "es la mujer del género quien revela a menudo la representación corrosiva de una arquitectura social cimentada en la sumisión de un sexo a otro". Pero las autoras no piensan lo mismo.
Detectives argentinas
En Perdónalos, Marlowe, porque no saben lo que hacen, un artículo de 1986 recopilado en El libro de los géneros, Elvio E. Gandolfo hizo una crítica de las versiones nacionales de la novela negra en la que cuestionó, entre otros aspectos, la representación estereotipada de las mujeres, presentadas como amas de casa, prostitutas malvadas o bien intencionadas, "muchachas desorientadas apadrinadas por el protagonista o costureritas que dieron el mal paso".
La literatura policial argentina no solo relegó a las mujeres sino que hasta llegó a exculpar, en algún caso, lo que hoy se condena como violencia de género. En La Delfina, un cuento de Manuel Peyrou, el protagonista asesina a su mujer después de encontrarla con otro hombre, pero no es detenido porque "había matado por defender su honra". Si bien el desenlace de la historia revela que el doble asesinato fue un montaje, la justificación de los crímenes de honor se mantiene en pie.
La narrativa policial argentina fue escrita casi exclusivamente por hombres y el lugar de las mujeres no difirió del que tenían en los modelos anglosajones: eran la condición del crimen, o las criminales, según una fórmula de María Inés Krimer.
María Angélica Bosco, pionera entre las escritoras argentinas que se dedicaron al género, recordaba haber llegado a la novela de enigma a partir de una crítica hacia sus pares: "Las mujeres aburren a los lectores contándoles qué malos son los hombres y qué desgraciadas son ellas. La literatura femenina era un gran pañuelo. Yo no quería hacer eso", dijo en una entrevista con Silvina Friera.
En La muerte baja en el ascensor (1954) –donde el instrumento del crimen es un lápiz de labios impregnado con cianuro- Bosco anticipó el police procedural, la versión del género que retrata con realismo los procedimientos y métodos de la policía. Un libro posterior, Muerte en la costa del río (1979), surgió de un caso de la crónica –el asesinato de una joven mujer en el barrio de Flores- después de que un comisario le dijera que no era un asunto del que debía ocuparse: "Sólo falta que venga usted con su imaginación a complicarnos más de lo que estamos, me decía. Inventé entonces la novela". Y su versión del móvil –un conflicto familiar relacionado con un culto esotérico- coincidió con la del caso real.
En Tuya (2003), su primera novela, Claudia Piñeiro presentó una reversión del personaje de la detective aficionada. Inés Pereyra, un ama de casa, sigue a su esposo, descubre que provocó la muerte de su secretaria y amante y para conservar el matrimonio y las apariencias se propone ocultar el hecho asesorándose con documentos científicos y textos forenses. En Betibú, (2011), su regreso al policial, la escritora Nurit Iscar es contratada por el diario El Tribuno "para darle un toque non fiction" al relato de un crimen y termina por integrar un equipo de investigación junto a dos periodistas, el veterano Jaime Brena y "el pibe de policiales", en un caso ambientado en un barrio cerrado.
Para la ensayista Yasmin Temelli, el creciente protagonismo de las mujeres en la literatura policial se encuadra en "la crisis de la modernidad y por tanto de la representación del sujeto masculino". Pero tiene sus ambigüedades: la periodista que investiga el abuso de niños y enfrenta al crimen organizado en Morena en rojo (1994), novela de Myriam Laurini, replica "prácticas características de una masculinidad hegemónica" como el recurso a la violencia, el uso de armas y el alcoholismo.
Las mujeres también encarnan el personaje del detective o el investigador, reservado tradicionalmente para los hombres, en novelas escritas por varones. Sergio Olguín creó el personaje de Verónica Rosenthal, una periodista de investigación que aborda episodios con resonancias en la actualidad criminal –en Las extranjeras (2014), segunda parte de la saga, hay un doble crimen que evoca el asesinato de dos turistas francesas en Salta- y en Santería (2008), Leonardo Oyola presentó a Fátima Sánchez, la Víbora Blanca, una vidente enfrentada con otra mujer sobrenatural, la Marabunta.
Flaminia Ocampo propuso una misteriosa investigadora en Cobayos criollos (2015): una mujer de la que nunca se revela el nombre y que llega a Buenos Aires haciéndose pasar por la periodista Elena Asaire para investigar la muerte de una norteamericana relacionada con un laboratorio farmacéutico que desapareció en medio de una fiesta en un lujoso hotel y apareció muerta una semana después en el Río de la Plata.
Elena Asaire es antipática y un tanto freak para los demás. "Mi modesta teoría es que mi profesión me obliga al secreto y que de tanto obligarme al secreto, a ser otra persona, no actúo ni converso con naturalidad", dice. Con reminiscencias de las novelas de Agatha Christie y algún toque de novela negra ("El amor por el dinero es el único amor que siempre retribuye"), la intriga de Cobayos criollos gira en torno a una fantasía femenina: un medicamento para incentivar el placer erótico de las mujeres.
El golpe de gracia contra los estereotipos femeninos en la narrativa policial argentina puede encontrarse en la saga de Ruth Epelbaum, la detective creada por María Inés Krimer a partir de una lectura de la novela negra en clave feminista y de actualidad: la trata de personas en Sangre kosher (2010), las cirugías estéticas y el narcotráfico en Siliconas express (2013) y la explotación laboral de inmigrantes en Sangre fashion (2015).
Epelbaum vive en Villa Crespo y aunque le dicen que "no es trabajo para una mujer" se convierte en detective para investigar la desaparición de una joven. La serie actualiza hitos de la cultura judía en la Argentina, desde las cacerías antisemitas en la Semana Trágica hasta el secuestro de Adolf Eichmann y desde la Zwi Migdal –la mítica organización de rufianes polacos- a los relatos sobre el ghetto de Varsovia, y a la vez explora aspectos oscuros de las figuraciones convencionales de las mujeres, el revés de los modelos de belleza y negocios que se ocultan detrás de esas fachadas.
Las novelas de Krimer abrevan en voces y refranes de la tradición cultural judía, y de allí provienen los recursos de la protagonista como investigadora: "Sólo quería que se conociera la verdad. Pero la verdad era solo una pregunta, un signo de interrogación. El pensamiento judío se basaba en la duda". La trilogía también reformula el tópico de la pareja de personajes –el detective y el auxiliar que lo acompaña y a la vez narra la historia, según el modelo de Sherlock Holmes y Watson– y rodea a la protagonista de un grupo diverso: Gladys, su shikse, especialista en "policiales tramontina" (como llamaba la gran cronista Marta Ferro a los crímenes en contextos de extrema pobreza); Lea, la prima, y Lola, una travesti.
"La idea (de ser detective) no me hacía mucha gracia –reflexiona Epelbaum-. Acá los detectives tenían mala prensa. O eran servicios o eran canas". Ahora también son mujeres.
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