Música para el fin del tiempo: un recuerdo de Olivier Messiaen en su 110° aniversario

Por Eugenio Monjeau

Olivier Messiaen

Es famosa la definición que da Borges de la música en el "Segundo poema de los dones": misteriosa forma del tiempo. La necesidad de que exista el tiempo para que exista la música parece ser más evidente respecto de ella que de cualquiera de las otras artes. Si pensáramos que estamos en un museo viendo un cuadro (o una escultura) y, como pasa en las películas, se detuviera el tiempo a nuestro alrededor y todo y todos quedaran petrificados, el cuadro (o la escultura) seguiría estando delante de nuestros ojos, cómo seguiría rodeándonos el edificio (otra obra de arte) que aloja al museo.

Incluso en una obra de teatro o en el cine estaríamos al menos viendo las expresiones inmóviles de los actores y el aspecto de los decorados. Pero si estuviéramos, en ese momento en el que el tiempo se detiene, escuchando un cuarteto de cuerdas, una sinfonía o una banda de rock, la experiencia artística cesaría de inmediato. El experimento mental puede ser un poco tirado de los pelos pero muestra efectivamente que no puede haber música sin tiempo.

Visto de otro modo, si uno piensa en algunas músicas indígenas o, por mencionar tribus más modernas, en algunos tipos de música electrónica, verá que puede haber música en la que la melodía o la armonía, por ejemplo, no existan como problemas, pero no se nos van a ocurrir ejemplos musicales en los que el tiempo (es decir, el ritmo) no exista. Daniel Barenboim suele referirse a este tema, que lo obsesiona: "Si toco algo hoy, observo algo que no hay visto hasta ahora. Y mañana tengo que empezar de cero porque el sonido es efímero. Tengo el privilegio de saber un poco más pero empezar de cero. Algo que no suele pasar en otras facetas de la vida. Es un entusiasmo constante. La música está dentro del mundo y fuera del mundo al mismo tiempo y eso es la gran belleza de la música".

Hoy cumpliría 110 años el compositor que posiblemente más haya pensado sobre este tema y uno de los más grandes artistas que hayan vivido en el siglo XX: Olivier Messiaen. Messiaen nació el 10 de diciembre de 1908 en Avignon y murió en 1992 en Clichy. Criado en el seno de una familia literaria, mostró desde temprano aptitudes artísticas (musicales en particular), pero también religiosas. De niño se la pasaba leyendo y recitando obras de teatro (su padre era traductor de Shakespeare al francés), cantando, tocando el piano (que aprendió solo), pero hubo un suceso en particular que, al menos en su recuerdo, lo marcó más que ninguna otra cosa: como regalo en su cumpleaños número 10, su maestro de armonía, Jean de Gibon, le regaló la partitura de la ópera Pelléas et Mélisande de Claude Debussy. Habían puesto, en palabras de Messiaen, una bomba en las manos de un niño.

Flyer original del día del estreno de la obra en un campo de concentración

Estudió, cantó y tocó la partitura hasta volverla una parte de él. A los 11 años entró al Conservatorio de París, en el cual, a lo largo de un breve tiempo, cosecharía premios de piano, órgano, armonía y composición. Sus héroes eran Debussy, Mozart, Berlioz, Wagner, Ravel, y tenía un vínculo intenso con varios de los músicos de su época. En 1936 fundó, junto con André Jolivet y otros compositores, el grupo "La joven Francia", para la exploración de nuevas tendencias en el ámbito de la música contemporánea.

Fue un pionero absoluto en el llamado "serialismo integral", que se volvería uno de los paradigmas de la composición musical en los años posteriores. Pero a su fervor musical, en nada exento de experimentación, le sumó también desde pequeño otro fervor, que inicialmente puede sorprendernos como contradictorio con su espíritu vanguardista: Messiaen era un católico muy devoto, y la obra de toda su vida está de algún u otro modo relacionada con esa devoción. En esto me recuerda a Georges Lemaître, uno de los más grandes astrónomos del siglo XX y sacerdote católico al mismo tiempo (sobre la figura de Lemaître recomiendo este hilo de Twitter de Alejandro Gangi).

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UN PUENTE ENTRE LA TEORÍA Y LAS OBSERVACIONES

“Yo no soy un ilustre astrónomo, ni un famoso matemático, pero conozco mucha matemática para un astrónomo y no poca astronomía para un matemático.”
-Georges Lemaître

(largamos hilo)#IAU2018 #HubbleLemaitre law #cosmologia https://t.co/dCFDKBTSKD

— Alejandro Gangui (@algangui) November 6, 2018

Messiaen fue el organista de la iglesia de la Trinidad de París desde 1931 y conservó el puesto hasta su muerte. A la figura de Messiaen la completa algo que sería injusto llamar "afición", porque ocupaba en su vida tanto tiempo y tanta atención casi como la religiosidad: la ornitología. Messiaen era un fanático del canto de los pájaros, y en sus múltiples viajes alrededor del mundo grabó y transcribió los cantos de una infinidad de especies. Ocupa un lugar especial en la historia de la ornitología (y de la música) por haber sido, en palabras del musicólogo Paul Griffiths, "un ornitólogo más competente que cualquier otro compositor, y un observador musical del canto de los pájaros más competente que cualquier otro ornitólogo". Para Messiaen el canto de los pájaros encarnaba algo ciertamente vinculado con la religión: la perfección de la Naturaleza y de la Creación.

La preocupación por la necesidad de la existencia del tiempo, el sentimiento religioso, el amor por los pájaros y su canto, el vanguardismo musical: todo esto aparece en primer plano en la que posiblemente sea la obra más famosa e interpretada de Messiaen, y una de las piezas más bellas de todos los tiempos: su Cuarteto para el fin del tiempo. Las circunstancias de creación de la obra no están absolutamente claras pero esto es lo que sabemos.

En el año 1940 Messiaen, soldado francés, fue detenido junto con algunos de sus compañeros e internado en un campo de concentración nazi para prisioneros de guerra. En el viaje al campo y allí mismo trabó relación con algunos músicos profesionales que formaban parte del grupo de detenidos: el clarinetista Henri Aloka, el violinista Jean le Boulaire y el violonchelista Étienne Pasquier.

Con la ayuda de uno de los guardias del campo, Karl-Albert Brüll (que muchos años después iría a visitar a Messiaen; la respuesta fue una notita en la que Messiaen le avisaba que no lo iba a recibir), consiguió papel pentagramado, lápices y, luego, los instrumentos para aquellos músicos (salvo Aloka, que jamás soltó su clarinete en toda la guerra, ni siquiera cuando se escapó saltando de un tren que lo llevaba a las cámaras de gas).

El 15 de enero se estrenó en el campo de prisioneros de Görlitz, Alemania, el Cuarteto para el fin del tiempo de Olivier Messiaen. Se cuenta que el concierto tuvo lugar a la intemperie, con Messiaen tocando un piano destartalado y Aloka, Le Boulaire y Pasquier en sus respectivos instrumentos. El músico había pasado mucho tiempo trabajando en la obra con sus intérpretes, para nada acostumbrados a la música experimental que ahora tenían que estudiar y estrenar, como si los desafíos musicales e interpretativos se hubieran vuelto algo más importante que los que la situación imponía para la propia existencia (Messiaen diría que el trabajo tan intenso en las partituras le había permitido de algún modo escindirse de sí mismo y dejar de ser un prisionero en un lugar en el que todo el mundo lo era).

No sabemos cómo terminó sonando la obra; no importa demasiado. El compositor dijo que los soldados del campo que se habían reunido para la ocasión constituyeron el público más atento y cautivado que jamás había tenido.

Aunque algunos quisieron interpretar "el fin del tiempo" como "el fin del tiempo de detención", Messiaen dijo en más de una oportunidad que ese no era el tema del cuarteto, sino el fin del tiempo como tal, es decir, el momento de la Eternidad que llega luego del Juicio Final y el Apocalipsis (en el que hasta el tiempo se detiene), pero también el fin del tiempo musical tal como se lo había entendido hasta entonces en la historia de la música.

Messiaen escribió que los estudios del ritmo podían ayudar a comprender la naturaleza metafísica del tiempo. En esta obra, siguiendo una idea parecida, emplea la disolución del tiempo musical para inducirnos en un estado de atemporalidad absoluta. Esa disolución del tiempo se alcanza de dos maneras. Una, empleando ritmos absolutamente extraños, chocantes, terriblemente irregulares, que de algún modo desnaturalizan la idea misma del ritmo como algo que tiene que darle una estructura a la experiencia musical (el caso más distante a esto sería la música electrónica con un beat constante). La otra manera en la que Messiaen diluye el tiempo es más cercana a la experiencia mística que buscaba inducir con su música, y se escucha muy especialmente en el quinto y el octavo movimientos del Cuarteto.

El quinto movimiento es la "Alabanza a la Eternidad de Jesús" y es para violonchelo y piano, sin el clarinete ni el violín. El octavo y final es la "Alabanza a la Inmortalidad de Jesús" y es para violín y piano, sin el clarinete ni el violonchelo. Para ambos, Messiaen indica un tempo "infinitamente lento" y les indica a los intérpretes que sean implacables con esto y se abstengan de hacerlo más rápido, para no violentar la naturaleza ni el objetivo trascendental de la música. En ambos movimientos la música termina realmente desintegrándose y, si es una (misteriosa) forma del tiempo, también se desintegra el tiempo mismo. El movimiento para violín y piano es (en el contexto de una obra integralmente hermosa) una de las experiencias más movilizantes que se pueden tener en una sala de concierto.

Los lectores tendrán la oportunidad de experimentar esto en carne propia este viernes 14 de diciembre, a las 21, en la Usina del Arte (Agustín Caffarena 1) y con entrada gratuita, en la que el violonchelista Victor Julien-Lafèrriere (francés como Messiaen), el violinista Artem Kolesov (ruso-estadounidense), el clarinetista Juan Ferrer (español) y el pianista Juan Martín Miceli (Argentina) se darán cita para hacer una versión seguramente inolvidable de esta obra, como homenaje al compositor en su 110° aniversario.

Difícilmente pueda pensarse algo mejor para hacer, sobre todo si se tienen en cuenta las palabras que Odo Marquard le dedicó también a la relación entre la música y el tiempo: Para Séneca (en De brevitate vitae) la mejor de todas las posibles formas de llenar el tiempo era la filosofía que atiende a lo intemporal; en la época moderna (caracterizada por la valoración positiva de lo temporal) la mejor de todas las posibles formas de llenar el tiempo es la música (por eso precisamente en la época moderna la música se erige en el ejemplo central de los análisis filosóficos del tiempo). Dado que (para el hombre mortal) el tiempo es finito, se vuelve infinitamente precioso: si su uso más precioso es la música, toda tarea de la vida humana (más allá de las tareas relacionadas con la inmediata supervivencia) que no sea música está sometida a una presión legitimadora: ¿por qué -nos preguntamos- podemos realizar esta tarea, si no es música?