Si tuviera que orientar a alguna persona para encontrar a Roberto Cossa dentro del edificio de Argentores, le diría que a la manera de Hansel y Gretel, siga el aroma suave del humo de una pipa.
Cossa es, además de autor de una enorme cantidad de obras de teatro, guiones de cine y televisión a lo largo de más de 50 años de trabajo, un actor central de la vida cultural de la segunda mitad del siglo XX. Ha trabajado en los principales diarios como periodista, hay sido uno de los creadores de Teatro Abierto y es miembro de la Fundación Somigliana que recuperó el Teatro del Pueblo. Fue presidente de Argentores y es uno de los más férreos defensores de la figura del autor.
Participó de los debates centrales de la teatralidad: la salida del amateurismo militante de fines de los años '50 y comienzos de los '60; el debate entre realistas y absurdistas o vanguardistas, con la aparición del Di Tella; y el enfrentamiento con los llamados nuevos dramaturgos (Daulte, Spregelburd, Tantanian, entre otros) durante los años '90.
Si los prejuicios nos hacían imaginar que nos encontraríamos con alguien duro, la charla con Infobae Cultura fue todo lo contrario. Cálida como el sabroso humo de la pipa que no dejó ni un momento. Su dedo lleva la marca de la presión que ejerce sobre el tabaco cada vez que recarga la cazoleta. Sobre este gusto compartido comenzó la charla. Y la primera pregunta fue del propio Cossa "¿Te molesta…?" dijo en alusión a la pipa. Entonces comentamos la autocensura para fumar en los espacios cerrados, aunque sean propios. Y así comenzó la cosa: "En las redacciones no se podía entrar por el humo. Todos fumábamos".
No quiero ponerme nostálgico ni rescatar el pasado, pero el ruido de las máquinas era infernal y si uno entra ahora a una redacción parece un laboratorio científico
–Ya que lo menciona, las redacciones periodísticas fueron como un espacio insoslayable para poder pensar la cultura de varias décadas en Argentina. ¿Qué recuerda usted de aquellos tiempos?
-Tenían una cierta bohemia, códigos particulares, eran grandes redacciones donde sonaban las máquinas de escribir. Además había gente con una gran información y personas de gran cultura. Yo trabajé al lado de González Tuñon, de José Portogallo. No quiero ponerme nostálgico ni rescatar el pasado, pero el ruido de las máquinas era infernal y si uno entra ahora a una redacción parece un laboratorio científico. Para un escritor, que nunca vivía de su trabajo, era una forma de ganarse la vida que, sin ser lo mismo que escribir, estaba bastante cerca. En general los autores de mi generación teníamos otro trabajo, nos ganábamos la vida que no ganábamos con el teatro. Algunos trabajábamos en periodismo, algunos trabajaban en publicidad. Jusid, cuya primera película fue sobre mi obra Tute cabrero, vivía de la publicidad.
–Otra puerta que se abre: ¿cómo fue su relación como autor con el cine?
-En general fue a partir de obras mías que me las pedían para adaptarlas. El caso de Tute cabrero es distinto. Yo la escribí para un concurso de televisión. Salí segundo, pero el único que cobraba guita era el primero. La había escrito para ganarme unos mangos. La tenía por ahí y un día apareció Jusid, que era un pibe, y me dijo que estaban planeando una película con cuatro mediometrajes y se la di. Después no salió ese proyecto y él decidió hacer el largo basado en la obra, que termina estando un poco estirada porque había que superar la hora de duración. Después de eso La Nona me la pidieron, Yepeto me la pidieron. El arreglo, que es un guion que no fue obra de teatro, surge de mi relación con Fernando Ayala y Héctor Olivera, quienes nos llamaron para hacer una suerte de Plata dulce II. Nosotros les dijimos que mucho no nos interesaba y salimos con una idea que tenía Somigliana, cuyo nudo inicial es real: en algún lugar del Gran Buenos Aires pusieron los caños de agua para una vereda y para la de enfrente no. A partir de esa idea hicimos el libro.
–Menciona el conurbano e inmediatamente me viene a la cabeza su primera obra: Nuestro fin de semana.
-Se iban a pasar el fin de semana a San Isidro, como si estuviera muy lejos. Además en una casa chica. Era raro. Si se fueran a Punta del Este vaya y pase…
–¿Cómo fue la transformación que ustedes produjeron en el teatro en ese momento?
-Fue importante pero duró dos años nada más. A los dos años éramos atrasados, naturalistas, realistas fotográficos. Todo eso nos decían. Apareció el Di Tella y ese era el teatro moderno y nosotros no.
–Esa discusión se volvió a repetir 25 años después…
-No tan así, porque esa fue una discusión de los '60. Después en los '70 el autor no existe más. Después el teatro es esto que es hoy, el autor que dirige su obra. En mi época, salvo Gorostiza, nadie dirigía su obra. Uno era solamente escritor. Fueron discusiones intensas pero chiquititas. En la revista Teatro XX que sacaba Kive Staiff, básicamente. Allí se dio una división fuerte por una premiación entre una obra de Gambaro y una obra mía. En ese momento ocurría este tipo de cosas. Nosotros después de ser Gardel pasamos a ser el último guitarrista. En poco tiempo, en apenas dos años.
–Sin embargo cuando uno lee la historia del teatro argentino moderno, la corriente a la que usted perteneció domina la escena teatral durante casi 30 años.
-Seguimos escribiendo y cambiamos. Yo con La Nona dejo el realismo naturalista y empiezo a hacer otro tipo de teatro. Lo mismo con El viejo criado o El avión negro.
–En esos años también había una discusión muy fuerte sobre el teatro independiente –que debía ser amateur y nadie debía cobrar- frente a la aparición de un teatro independiente en el cual los participantes consideraban que había que profesionalizarse
-Era un principismo absurdo, pero era de la época. Ahora eso se acabó. Te diría que Rottemberg está más cerca del teatro independiente que mucha gente del teatro independiente. Eso ya cambió y para mí está bien. Pero aquello hay que entenderlo, era la época. Nosotros cuando hacíamos 8 funciones por semana con Nuestro fin de semana, ya estábamos profesionalizados, pero hasta unos pocos años antes, eso no existía. Nadie cobraba un peso, salvo que trajeran un director importante. El grupo Fray Mocho no ponía el nombre de los actores en el programa, porque decía que eso alentaba el divismo. Cuando digo esto algunos me putean, pero yo creo que el fuerte desarrollo del teatro independiente tuvo que ver con el peronismo. Como teatro opositor al peronismo. Sin decirlo, el PC tenía mucho que ver ahí. Ya en el '60 empezó a cambiar, empezó la televisión, actores que trabajaban ahí y comenzaron a tener la conciencia de vivir de ese trabajo. Si había gente que pagaba para ir al teatro, ¿por qué nadie iba a cobrar nada? El cambio empezó con las cooperativas. Nosotros con Nuestro fin de semana éramos una cooperativa, con el autor llevando el 10% del borderaux. Ahí empezó este fenómeno que tenemos hoy, donde hay dos páginas en los diarios de propuestas teatrales, de los cuales el 80% son teatros independientes, espacios que son increíbles.
–En los muchos años que lleva participando de la escena teatral, fue partícipe de debates centrales en torno al teatro moderno argentino. Amateurs o profesionales, realistas o absurdistas y mucho más acá, en los años '90, un debate fuerte con quienes formaron parte luego de la llamada nueva dramaturgia y el grupo Caraja-jí ¿Cómo fue esa discusión?
-Bueno… En 1995 a Bernardo Carey y a mí nos llamaron del San Martín para hacer un taller con autores jóvenes, para estrenar en el teatro. Yo no tuve nada que ver con la lista de convocados, pero muchos de ellos fueron después autores muy reconocidos, (Javier) Daulte, (Rafael) Spregelburd y varios otros. Lo que pasó, en realidad, es que habría hablado más claro de entrada. Tendríamos que haber tenido más claro cuál era el objetivo y cómo cada uno veía el teatro. Porque ellos ya venían con algunas cuestiones previas, y en el taller se escribían obras que no estaban para subir al escenario. Y había mucha discusión, sobre todo con Spregelburd que era un jovencito que se creía por entonces Jean Vilar (N. de la R: actor y director francés, creador del Festival de Avignon), lo que está bien porque todos fuimos iguales. Nosotros teníamos una mirada más antigua, pero a su vez más profesional.
Así que un día yo le dije a Bernardo que de ahí no iban a salir obras, mientras nosotros cobrábamos para hacer obra que tenía que ser representada. Entonces hablamos con Gené y Perinelli, que trabajaba en este proyecto. Les mandamos los borradores y el mismo teatro dijo que no era para estrenar. Entonces nos fuimos. Los jóvenes que participaban del taller se ofendieron mucho y crearon el grupo Caraja-jí. Pero después pasó. Yo con Daulte me llevo muy bien. Él hizo una donación muy importante para el Teatro del Pueblo, fue muy generoso. Con Spregelburd también tengo una buena relación, ya no hay más problemas. Creo que fue un teléfono roto.
–En relación con La Nona, ya que la mencionaba, hay allí un encuentro entre personajes de dos registros diferentes. Personajes grotescos con otros que provienen del naturalismo. ¿Cómo trabajó ese encuentro?
-No me di cuenta. Uno no se da cuenta. Al menos yo. Había estado bastante tiempo sin escribir. Estaba muy metido en el periodismo en esos años. Con la vuelta de Perón, el crecimiento de la guerrilla, eran tiempos muy complicados para vivir. Nació así, era en principio un libro para televisión. Yo siempre trabajé con el humor y comencé a hacerlo así. El programa de televisión termina con lo que sería el primer acto de la obra, el casamiento. Lo que sigue, especialmente las muertes, aparecen cuando la pasé al teatro. Son personajes que me gustan, que están en mi imaginario desde siempre. Es muy difícil para mí darme cuenta de cómo es el proceso de construcción.
Y mis últimas dos o tres obras son realistas. Cuestión de principios, que cuenta de la historia del comunista y la relación con su militancia y su hija, parte de temas que a mí siempre me interesaron y de pronto salen y se convierten en las piezas que son.
–La Nona fue una de las obras más "explicadas" del teatro argentino y entre esas interpretaciones se habló de una alegoría sobre la dictadura militar. ¿Cómo lo vivió usted?
-Yo no la escribí pensando en la dictadura, pero algo tiene que ver. Por algo las muertes que aparecen, eso está clavado. Ahora podría ser el Fondo Monetario (risas).
–Ustedes como grupo produjeron Teatro abierto, que es casi un mito en la cultura argentina de los últimos 50 años. Más allá de los debates sobre lo estético, para mucho representó una interpelación al orden. ¿Cómo surgió y cómo armaron Teatro Abierto?
-Fue a raíz del aislamiento de los autores. En los teatros oficiales no se hacían nuestras obras. En los canales de televisión, que eran del Estado, estábamos prohibidos. En el Conservatorio de Arte Dramático (lo que hoy es el UNA), había una interventora que eliminó la cátedra Teatro argentino contemporáneo, que éramos nosotros. Solíamos reunirnos en el bar de Argentores y allí llegaron un día unos chicos jóvenes pidiéndonos obras breves. En ese momento no les prestamos mucha atención, pero eso quedó. Y (Osvaldo) Dragún, que yo siempre digo que era el más delirante de todos, propuso que salgamos 21 autores, con obras de media hora cada uno, 3 por día y durante una semana. Y repetir eso cada semana. Empezó a prender y cuando llegó el momento de sumar directores, lo hicieron entusiastas. Lo mismo los actores. Había necesidad de expresarse.
Eran tiempos difíciles. Incluso algunos actores que si bien no fueron amenazados, fueron advertidos de que si estaban en Teatro Abierto podían perder su trabajo en la televisión. De todos modos, lo que hizo que se hiciera más grande fue la quema del teatro del Picadero. Si lo hubieran dejado pasar, no sé cuánto hubiera trascendido. Quemaron el teatro y nos convirtieron en mártires. A partir de ahí vino la repercusión, la adhesión y la solidaridad. Ciento diez pintores donaron cuadros. Veinte salas se ofrecieron para acoger el ciclo, y nosotros elegimos la más imprevisible que era el Tabarís, donde duplicamos la cantidad de espectadores. A partir de ahí se creó Danza Abierta y Poesía Abierta. Incluso hubo un intento de hacer Cine Abierto. Hubo una especie de explosión del arte y de la gente. Incluso diarios como Clarín criticaron el atentado. Neustadt dijo "murió un sueño". Fue un error político feroz. Había versiones que decían que era un comando de la Marina. Nosotros no supimos de quién, pero está claro que era de la dictadura.
–¿Cómo se pudo mantener el teatro argentino contemporáneo durante la época de la dictadura?
-En las salas independientes. No las tocaron. En alguna pusieron una bomba. Hubo actores que tuvieron que exiliarse, pero en esos teatros pudimos sostenernos. La Nona la estrené en el año 1977, en el momento más duro de la dictadura. Nos tiraron una bomba molotov, que rompió la puerta, chamuscó la alfombra y no pasó más nada. Alguna amenaza… La quisieron prohibir y la salvó un funcionario de la municipalidad de Buenos Aires. El hombre estaba en el tema cultural, era un tipo democrático y sostuvo que eso era un disparate. Pidió que le mandáramos todos los recortes y las reseñas y entonces solo la prohibieron para menores de 14 años.
–Usted cuenta que tiraron una molotov que apenas chamuscó una alfombra y alguna otra amenaza y lo tomamos normalmente, no nos espantamos pensando en aquel momento.
-Era natural en ese momento para nosotros. Claro, eran cosas mínimas. Era una suerte que tiraran nada más que una molotov. Fijate que en Teatro Abierto nos quemaron el Picadero. Fue una pesadilla. Fueron tiempos muy jodidos.
–Pero en ese lugar los creadores y los artistas sostenían una batalla bien dura. Tal vez hoy no reflexionamos sobre esa batalla cotidiana.
-También los recitales de música fueron también parte de esa batalla. Lo mismo que algunas revistas como Humor. Son síntomas que se van dando por la necesidad de sobrevivir y resistir como uno pueda.
–Hablaba de la salida del realismo con La Nona (1977) y cierto retorno con su obra Cuestión de principios (2009), con casi 60 años de escribir teatro. ¿Cómo contaría sus cambios y sus búsquedas?
-Yo no dejo de ser un periodista. Vivo muy de lo que pasa. Estoy vinculado con la ciudad, con el país. Con esta clase media de Buenos Aires, por sobre todo. De acuerdo a como venía esta relación, escribía. Cuando escribí Nuestro fin de semana, estaba Illia. La Nona la escribí con la dictadura. Otra obra mía que está muy vinculada con la realidad es Daños colaterales. Siempre quería escribir algo sobre el terrorismo de estado, pero no encontraba la manera. Hasta que un día empecé a escribir a partir de algunos personajes, pero no terminaba de encontrarle la vuelta. Después me di cuenta de que tenía que tomar personajes propios de la dictadura y pude escribirla. A mí los temas me caen. Empiezo con dos personajes, uno que generalmente tiene mi edad. Con eso tengo un pequeño primer núcleo que, si insiste e insiste, me pongo a escribir. Después vienen la estrategia y el oficio.
Soy parte de una generación que fracasó totalmente. En los años ’60 discutíamos cuántos años faltaban para que llegara la revolución, y aquí estamos, no muy bien
–En su carrera, lo político dentro de lo teatral es muy importante, tanto en debates, construcciones como Teatro Abierto, la recuperación del Teatro del Pueblo o en Argentores.
-Soy una persona algo gregaria y trato de aportar desde mi manera de ver el teatro o el país. Soy parte de una generación que fracasó totalmente. En los años '60 discutíamos cuántos años faltaban para que llegara la revolución, y aquí estamos, no muy bien. Muchas cosas vinieron de afuera. En Teatro Abierto éramos un grupo. Argentores estuvo a punto de ser intervenida y la salvamos con un grupo grande de autores. Yo me integré desde la parte cultural, cuando (Alberto) Migré estaba al frente. Él comenzó con la normalización de la entidad. Después me propusieron ser presidente y yo continué con ese trabajo. Hoy es una entidad seria y confiable. La principal tarea de la entidad es defender el derecho de los autores.
–Sin embargo, hoy Argentores está expandida más allá de esa cuestión casi administrativa. Tiene una presencia cultural amplia y debate cuestiones como la censura en distintos medios.
-Ese sí es un dato de este tiempo. Argentores siempre fue una entidad cerrada y porteña. Nosotros la empezamos a abrir y a imponernos una tarea cultural muy importante. Lo social ya estaba muy bien manejado. Lo cultural no. Además logramos un contacto importante con las provincias. Ahora no sé qué podrá pasar con los tiempos que vivimos, pero creo que la vamos a poder seguir ampliando.
El autor desapareció de la radio, en la televisión hay equipos grandes y nunca se sabe quién escribe cada cosa
Yo siempre estuve preocupado especialmente por el rol del autor. Ese es un tema cultural. No es que alguien nos quiere joder particularmente. El autor desapareció de la radio, en la televisión hay equipos grandes y nunca se sabe quién escribe cada cosa. En el cine los directores generalmente escriben sus guiones. En teatro el estrellato es del director. Pero nosotros estamos vivos y seguiremos reivindicando el lugar del autor.
–¿Cómo fue la experiencia de recuperar el Teatro del Pueblo?
-Después de la muerte de (Leónidas) Barletta, el Teatro del Pueblo, que venía en cierto declinar artístico, prácticamente se terminó. Quedaban allí unas mujeres que llamábamos las tres viudas, que se juntaban a tomar el té. Entonces en una reunión que estábamos varios de nosotros, Raúl Serrano, que en ese momento estaba ligado al Partido Comunista, nos dijo que el Partido había comprado el teatro y que lo podíamos tomar para manejarlo. Se formó un grupo grande para eso. Un grupo heredero de Teatro Abierto, porque éramos directores y autores de aquella experiencia. Quisimos mantener el nombre de Teatro del Pueblo pero la viuda no quiso y le pusimos Teatro de la Campana, en homenaje al hombre de la Campana de Raúl Larra. Reformamos la sala porque parecía más una sala de conferencia que de teatro. Estuvimos unos pocos años y se desarmó, por esas cosas de los grupos muy asamblearios. Así que cuando se desarmó ese primer grupo del Teatro de la Campana, desde el Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, que era quien disponía del edificio, nos llamaron a quienes éramos parte de la Fundación Somigliana para ver qué podíamos hacer. Refaccionamos la sala otra vez, tal y como están ahora, bien teatrales. Tito Egurza hizo un trabajo fantástico y no cobró un peso.
Ahí empezamos con la Fundación hace ya 20 años. Al principio íbamos a compartir el espacio. Ellos lo iban a usar de lunes a miércoles y nosotros de jueves a domingo. Pusieron unos grupos, pero después dejaron de venir y estuvimos solos hasta el anteaño pasado, en que nos dijeron nuevamente de compartirlo. Pero nosotros ya sentíamos que era nuestro, aunque no lo era. Así que ahora estamos construyendo la nueva sala en Lavalle al 3600, un barrio encantador, muy teatral, muy de boliches. En marzo o abril esperamos poder inaugurar la nueva sede del Teatro del Pueblo.
Escribí La Nona y empecé a poder vivir bien con los derechos. La Nona comía y comía, pero a mí me dio de comer
–En varios tramos de la charla apareció el Partido Comunista: en los orígenes del teatro independiente, en los grupos de los '60, y acá nuevamente en el Teatro de la Campana y el Teatro del Pueblo. Pareciera que el PC fue realmente importante en el teatro.
-En toda la cultura. En el mundo editorial también. Era muy importante. Había artistas muy cercanos, incluso afiliados. Andrés Rivera, Juan Gelman, aunque después algunos de ellos hayan roto. Cuando yo los conocí eran hombres del PC. Constituyeron un movimiento cultural importante. Yo estuve cerca del Partido, pero no me afilié nunca. Yo llegué tarde en relación con otros compañeros. Porque luego empezó la ruptura, el chinoísmo, la revolución cubana. Yo trabajé para diarios del PC, aunque poco tiempo. Después entré en Prensa Latina, donde estuve 10 años. De ahí me fui porque pensaba dejar el periodismo, pero me morí de hambre y de vuelta al ruedo. Entré en La Opinión, El Cronista Comercial y vino el golpe y me fui un tiempo. Escribí La Nona y empecé a poder vivir bien con los derechos. La Nona comía y comía, pero a mí me dio de comer.
–¿Qué tan importante fue la revolución cubana para ustedes?
-Era la revolución soñada en castellano. La primera revolución en castellano. Nos traía la idea de que se abría para América Latina un proceso similar. Sueños que no fueron así.
–¿Y su relación con los peronismos cómo fue?
-Yo me crié en un hogar gorila, y hasta los 21 años que tenía cuando cayó Perón, seguí siendo gorila. Después, como muchos, dejé de serlo, pero nunca fui peronista. No hay caso, no puedo. Hay una frase de Galasso que me gusta: "El evitismo, etapa superior del peronismo". Yo a Evita la recupero, me he vuelto a enamorar de ella. Pero creo que el peronismo, no con todos los peronistas, es el único camino para un gobierno popular con mejoramiento de la condición de los pobres.
–¿Cómo ve estos tiempos de la cultura, tanto estos últimos 3 años como los 12 del kirchnerismo?
-Estamos ante dos maneras diferentes de ver el país y el mundo. Yo a este gobierno no lo soporto. Vivo una pesadilla. Pero lo eligió la mitad del pueblo.
Yo me enganché con el kirchnerismo porque hubo cosas que no me esperaba. Ver militares presos para mí fue increíble. ¿Ver milicos presos en Argentina? A mí me lo decías y no te lo creía. Toda la política de derechos humanos. Culturalmente se avanzó en muchas cosas. Si bien Argentores ya tenía sus derechos, a los actores les dieron SAGAI, a los directores la DAC. Reivindicó el derecho de los artistas a cobrar por sus trabajos. En eso se avanzó. Pero también en las ediciones de libros, la distribución. Por primera vez tuvimos un presidente, en este caso una presidenta, que consumía cultura. En eso era diferente a los demás, que no leen y que le tienen desconfianza a la gente de la cultura.
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