La mayoría de los retratados son niños. Fallecidos a muy corta edad, son fotografiados en sus cunas o en el regazo de sus madres, en ocasiones incluso flanqueados por sus hermanitos supervivientes. Hay muertos que "posan" con los ojos abiertos y bien maquillados, al punto que a veces cuesta descubrir quién es el vivo de la fotografía.
La costumbre resulta hoy tenebrosa, pero contextualizada tiene su sentido y hasta su lógica. Es natural que desde nuestro presente parezca chocante retratar cadáveres como si fuesen personas vivientes, en tiempos en que nadie retrata a los muertos, salvo la policía o la prensa amarilla, y en que publicar fotos de difuntos es visto como una profanación.
Pero se puede entender esta peculiar costumbre, que tuvo su auge en la época victoriana y se practicó hasta comienzos del siglo XX, haciendo un poco de historia.
Recordemos que Domingo Faustino Sarmiento, presidente de Argentina de 1868 a 1874, fue fotografiado post mortem, en 1888, sentado en una poltrona, como si estuviese dormido. Quien haya creído que esto era una excentricidad más del sanjuanino, debe desengañarse. Sarmiento murió en pleno auge de la foto funeraria y este cliché que le tomaron a pocas horas de su muerte era algo bastante frecuente.
Pero cabe remontarse unas décadas atrás, a los años 30 del siglo XIX.
Antes de la aparición del daguerrotipo, antecedente inmediato de la fotografía, retratarse era cosa de ricos: había que contratar a un artista para que pintara un cuadro y no existían garantías de que el resultado se pareciera realmente al modelo. Con suerte, los poderosos, por cuna o por fortuna, podían aspirar a posar al menos una vez en la vida frente a un artista para inmortalizar su imagen.
El invento de Louis Daguerre, presentado al público en París en el año 1839, lo cambió todo. Permitió a familias de menores recursos conservar un recuerdo de su ser querido fallecido que no había tenido la ocasión de posar en el taller de un artista.
El invento de Louis Daguerre permitió sumar un elemento más a las ceremonias fúnebres. El daguerrotipo, mucho más real incluso que un retrato pintado, representaba un vívido recuerdo para los deudos y ayudaba a pasar el duelo.
El retrato se abarató y se democratizó. El daguerrotipo permitió a muchas familias inmortalizar el rostro del ser querido fallecido. A poco de lanzado este invento, los estudios de fotografía ofrecían sus servicios a domicilio para inmortalizar a la persona fallecida. Las más frecuentes eran las fotografías de bebés y niños de corta edad, en un tiempo en que la mortandad infantil era muy elevada. Ello explica la gran cantidad de retratos de pequeños fallecidos "posando" junto a sus hermanitos supervivientes.
El artificio de disimular la palidez cadavérica y presentarlos "vivos" era una revancha sobre la muerte. El fin no era retratar un cadáver sino inmortalizar la imagen del familiar fallecido tal como era en vida, para conservar un recuerdo imperecedero.
Maquillaje, escenografía, artificios, poses, accesorios… todo se ponía al servicio de la fotografía funeraria para que el montaje resultase lo más realista posible.
Se usaban incluso arneses para fijar el cuerpo a una pose "natural".
El dato curioso de estos daguerrotipos es que con frecuencia el muerto sale más nítido que los vivos. El estado de la técnica en esos comienzos de la fotografía exigía una larga exposición frente a la lente y varios minutos de inmovilidad de la persona que posaba. Y, macabra ironía, en esto el muerto corría con ventaja.
Por lo general, estos daguerrotipos presentaban al difunto acompañado de miembros de su familia y en una escena normal de la vida cotidiana: sentado a la mesa, jugando con sus hermanitos (en caso de ser el muerto un niño), descansando en el regazo de la madre.
En ciertos casos, no resulta fácil distinguirlo en medio de los vivos.
A los bebés en cambio se los solía retratar con los ojos cerrados.
Progresivamente, se fue abandonando la teatralidad, y los deudos optaron por simplemente fotografiar al fallecido en su lecho de muerte o en su ataúd.
Estas fotos funerarias irán desapareciendo a medida que se difundan las máquinas de fotos y el revelado instantáneo, que van a permitir retratar a los niños desde el primer momento de vida.
Pero durante un largo medio siglo, la foto post mortem tuvo una gran vigencia.
En la actualidad, las familias tienen fotos y videos de sus seres queridos desde el primer día de vida, e incluso previamente, a través de la ecografía. Para estas familias decimonónicas, golpeadas por la muerte prematura y demasiado frecuente de sus hijos, sólo quedaba apelar al retrato post-mortem y eso explica el montaje de estos cuadros "vivos": se buscaba conservar una imagen lo más fidedigna posible de la persona tal como era en vida, ya que no se poseía ningún otro retrato.
Para estas puestas en escena, no sólo se apelaba al maquillaje y a la ropa; también se usaban aparatos para sostener el cuerpo en la posición elegida o para mantener los ojos abiertos. El decorado se completaba con los objetos preferidos del difunto.
A veces, simplemente se buscaba dar la sensación de que la persona estaba sumida en un sueño profundo.
Curiosamente, la costumbre de fotografiar al muerto en el ataúd fue algo posterior.
Estas fotografías funerarias son en definitiva un indicio de una actitud frente a la muerte diferente a la que se tiene hoy. Por un lado, la muerte infantil era algo casi acostumbrado; difícilmente una familia evitaba ese trance.
A partir de mediados del siglo XX, la fotografía post mortem pasó a ser resorte casi exclusivo de la ciencia en general y en especial de la medicina y de policía forense. Esto último ha llevado a asociarla al crimen y a convertirla en algo de ribetes siniestros.
Poco a poco, difundir imágenes de un muerto se ha convertido en una práctica condenable. El respeto a los despojos de los muertos es incluso objeto de normativa en algunos códigos: deben ser tratados con respeto y dignidad. Hoy, fotografiarlos es contrario a ese espíritu.
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