Saludada casi unánimemente por la crítica, Rojo, de Benjamín Naishtat, viene a contestar desde el cine una pregunta legítima: ¿cómo fue posible la Dictadura? ¿Cómo se gestaron las condiciones para que desde el Estado se elimine físicamente a miles de personas, haciendo desaparecer cuerpos y pruebas, y la sociedad lo tolerara? Rojo da una respuesta posible pero insatisfactoria: la violencia estaba enraizada en la misma población civil, que replicaba y prefiguraba, desde antes del golpe, lo que los militares harían en el poder.
Parte del atractivo de la película radica en sus novedades. En primer lugar, habla de un año poco explorado, 1975, en donde ya se desarrollaba el terrorismo de Estado (no otra cosa era la triple A) y los militares esperaban su turno. (La exitosísima El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, ambientaba la acción en el mismo año, desplazando la línea de tiempo de la novela original de Eduardo Sacheri, situada bajo la Dictadura).
Otras novedades de la película tienen que ver con su tono, extraño y sorprendente. Naishtat elude el realismo mimético y gusta de producir escenas misteriosas, con comportamientos apartados de la lógica. En muchos casos, como en la escena en donde el personaje de Darío Grandinetti tiene un conflicto por una mesa en un restaurante, el atractivo que genera es casi hipnótico. En otros, la delgada línea que separa lo inusual de lo ridículo es franqueada demasiado fácilmente.
Ahora bien, esa libertad en el tono habla de la posibilidad de escaparse de la necesidad de la referencia concreta del tiempo y lugar que se pretende retratar. Sin embargo, Naishtat elige, una y otra vez, machacarle al espectador que se trata de una representación de la Argentina pre Dictadura.
"Parece que se viene el golpe", avisa sobre el final uno de los personajes, de manera totalmente extemporánea. La lucha entre la libertad formal y la cárcel de la referencia marcan bastante claramente las posibilidades de la película y sus limitaciones.
El tema de Rojo es prácticamente el mismo que el de un excelente estudio académico de Sebastián Carassai, Los años setenta de la gente común (Siglo XXI editores, 2013). No solo el mismo director lo ha reconocido como material inspirador en una entrevista sino que la repetida mención a la "gente común" y la utilización de una violentísima publicidad de la época, uno de los elementos que toma Carassai para su análisis, habilitan a pensar en la relación entre ambos trabajos. En ambos casos el objeto de estudio es la población de clase media no comprometida políticamente durante la década del 70 y su relación con los hechos de violencia.
Sin embargo, las diferencias son enormes. Desde ya que un trabajo académico evita los juicios de valor y despliega sus saberes en la descripción y el análisis, limitaciones que el cine no tiene por qué tener. Rojo, por el contrario, tiene una mirada terriblemente severa sobre la clase media. Los personajes de la película son mezquinos, violentos, mediocres, superficiales y, en los casos más extremos, anticipan los peores métodos de la Dictadura.
Carassai hace un relevamiento muy cuidadoso a través de varios métodos, que van del análisis de los medios de la época hasta entrevistas personales. Describe un mundo en donde la violencia está naturalizada y aparece regularmente en publicidades de manera aparentemente inocente. De todas maneras, la relación de la clase media, tomada globalmente, con los hechos violentos es de distancia. Carassai asegura que esas capas le dieron la espalda a la violencia revolucionaria y que siempre optaron por caminos graduales y no violentos.
En cuanto a la relación con la violencia desplegada desde el Estado, especialmente desde el golpe de 1976, la interpretación de Carassai es casi opuesta a la de Rojo. "La percepción de su violencia –de lo que se veía de ella, ya que sus aristas más truculentas permanecieron ocultas—estuvieron teñidas por el sentimiento de retorno del Estado. El Leviatán ocupó entonces el lugar del 'supuesto saber'; los ciudadanos le atribuyeron un conocimiento al que no se le exigió correspondencia con la realidad, porque las supersticiones no se basan en la verdad sino en la necesidad de creer. 'Por algo será' fue, ente todo, un modo de decir 'el estado debe saber por qué hace lo que hace'".
Así, según Carassai, las capas medias decidieron tercerizar la violencia, cerrar los ojos a su ilegalidad (la percibida, mucho menor que la real por la eficacia de la censura) en aras de la vuelta del estado, es decir, del orden y algún tipo de legalidad. Lo califica de superstición, ya que está basado en la necesidad de creer y no en la evidencia. Lo que es claro es que no le adjudica una violencia propia a esa clase media mistificada y harta. Toma decisiones en base a la violencia ejercida desde otros aparatos, que le resultan inmodificables.
En Rojo, en cambio, la "gente común" secuestra, desaparece, mata, deja morir, oculta cadáveres. Desde ya que la lectura que se haga de la película no tiene que ser literal pero definitivamente lo que Rojo está diciendo es que la violencia de la Dictadura tenía sus raíces no en el "dejar hacer" esperanzado de las clases medias sino en su propia violencia. No hay un salto cualitativo en la irrupción de los militares. Lo que vendrá, ya estaba.
No sólo la película pone a "gente común" a hacer cosas espantosas, de manera arbitraria y no justificada por la trama, sino que usa varias metáforas para reforzar la idea de la continuidad con la Dictadura. Una de las más burdas es la presencia (extemporánea también) de un acto de magia, desarrollado por Rudy Chernicoff, en la cual "desaparece" a una persona.
Así, la película, que se precia de ser política, hace un análisis en el que se despolitiza la historia. La decisión de Massera y Videla de eliminar a la izquierda y al sindicalismo combativo a través de la muerte clandestina, borrando todas las marcas de esos asesinatos, especialmente sus cuerpos, pierde relevancia histórica según Rojo. El desprecio que la película muestra por la clase media de alguna manera banaliza el horror de la Dictadura, lo hace menos radical. Y los orígenes mismos del horror se diluyen en consideraciones morales y no políticas. Según la película, la clase media es reaccionaria, acomodaticia y proclive al robo y a la violencia, porque sí. No hay ningún elemento político en esa descripción rabiosa.
El cine y su recepción crítica no son fenómenos de las clases altas ni de las bajas: se trata claramente de un arte de las clases medias. ¿Qué hace que una película describa a la clase media de la peor manera posible y que sea celebrada de manera tan especialmente acrítica?
El secreto seguramente está revelado en una frase del historiador francés François Furet, en su extraordinario tratado sobre el comunismo El pasado de una ilusión: el odio del burgués por el burgués. Naishtat en una entrevista lo dice muy claramente: "Es una tesis de la película que la normalidad es algo peligroso". Sin embargo, no es muy difícil entender que fueron las grandes épicas las que sumieron al país –y al mundo- en la violencia: la épica revolucionaria y también la épica de la Patria nacionalista y católica que no aceptaría "ideas foráneas". Fue la vuelta a la "peligrosa" normalidad en diciembre de 1983 lo que celebramos como el renacimiento democrático.
Es justamente en esa cualidad contradictoria que radica la grandeza de la burguesía –hoy leída como clase media-: la de crear las condiciones de su propia crítica. Como una serpiente que se come la cola, la difamada clase media propicia las condiciones de normalidad en las que se puede desarrollar el cine para luego filmar películas que la cuestionan.
*Rojo, de Benjamín Naishtat, 109´, con Darío Grandinetti y Andrea Frigerio, fue estrenada en salas comerciales el último jueves.
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