Recostado en la silla del palco, con el brazo izquierdo apoyado en la baranda dorada y la mano derecha sobre la boca para disimular los bostezos, espera con paciencia que caiga el telón…
Cuando eso sucede, los cuatro amigos que lo acompañan, que no han cesado de reírse a lo largo de la comedia, aplauden con frenesí.
Y él, gran dandy porteño, príncipe de los clubes privados, los desafía:
–¿Esto les parece cómico? Pues lo que es yo, me he aburrido como una ostra…
–Sí, como si fueras capaz de hacer algo mejor…
–¡Y cómo! Apuesto lo que quieran que en ocho días puedo escribir algo muy superior!
Sus amigos aceptan.
Y él, Gregorio de Laferrère, nacido en el Buenos Aires de 1867, riquísimo por parte de Alfonso, su padre, poderoso hacendado, y aristócrata por su madre, Mercedes Pereda, echa mano a la pluma…
Ocho días después entrega a sus amigos –no sin sorna– una comedia en tres actos: ¡Jettatore! Pero no mueve un peón de su tablero por representarla. La juzga una humorada que apenas le sirve para ganar la apuesta…
Sin embargo, un amigo le insiste: hay que hacerla llegar a Gerónimo Podestá, que en ese momento actúa en el Teatro de la Comedia. Resignado, Gregorio la envía por un mensajero… y sin revelar su nombre.
Podestá la rechaza "por irrepresentable". Pero unos meses después otro amigo, Mariano de Vedia, repite el rito… ¡y el 30 de mayo de 1904 la estrena la compañía Podestá!
Con bombos y platillos. Noche de lujo. En el palco principal, Julio Argentino Roca, presidente de la Nación. Y la platea, colmada por un público no tradicional: una colección de apellidos high society. La Guía Azul en pleno…
El bon vivant había puesto en marcha dos motores: un talento oculto y una aguda capacidad de observación de las tonterías, frivolidades y dramas de las familias porteñas. Sobre todo, de aquellas que vivían de apariencias…
¡Jettatore! ancla en la ridícula –pero tenaz y perniciosa– costumbre de adjudicar a ciertas personas, por estúpida broma o por venganza, poderes magnéticos que acarrean mala suerte. Mufas, como todavía se los llama…
Su protagonista es Don Lucas. Un arquetipo con lamentable réplica y sus antídotos: cuernos con los dedos, tocar fierro, tocarse ciertas partes del humano cuerpo…
Apenas un año después, ya lanzado al ruedo de las musas Talía y Melpómene, el caballero Laferrère estrena en el Teatro Argentino la más eficaz de sus piezas, y una de las que aun –cada tanto– retornan a la escena: Locos de verano. Cierto es que sus personajes y situaciones mueven a risa, pero el autor usa ese velo traslúcido para exhibir la decadencia de una familia porteña con veleidades de más…, que acaba en menos, y –dato no menor y muy criticado por la ceguera nacionalista– salvado por un pariente que retorna de los Estados Unidos, y entre crítica, compasión, dureza y sentido práctico, los enfrenta a su peor espejo y los pone en vereda. Cae entonces el telón sobre el cuarteto de dramaturgos fracasados, la inconciencia de Don Ramón, apenas un habitué a las sesiones del Congreso pero mimetizado como uno de sus miembros, y todas las pavadas, distracciones y frivolidades de cada uno en su mundo (como ostras), eludiendo la realidad: la pobreza que poco a poco los lleva a vivir en peores casas y acosados por deudas.
Don Ramón, adulón del oficialismo, vuelve indignado del Congreso:
–Nos han suprimido el té. Pero… ¡cuidado, gobierno! Como hombre les perdono mi cárcel y cadenas, pero como argentino, ¡las de mi patria no!
Pieza coral en tres actos, es de una perfección esférica. Nada falta, nada sobra. Y el paso del tiempo –¡fue estrenada hace ciento trece años!– no le ha hecho mella… si se la ve y la juzga ubicándola en tiempo y espacio.
Apenas pasados dos años desde el primer e impensado éxito, en mayo de 1906, siempre en el Teatro Argentino, se abre el telón sobre Bajo la garra. Que alude como tema central a la maledicencia, la calumnia, canallesco hobby de ciertos círculos sociales (en especial, de clubistas), que inventa pócimas venenosas contra la honra de hombres y mujeres.
Eso sucede en Bajo la garra. Un clubista hace correr el clásico chisme: la mujer de un distinguido socio tiene un amante. El miserable dicho corre sin cesar, es cada vez más grave, y termina en tragedia. Según la crítica de entonces, "la obra adquiere densidad psicológica y seriedad dramática a medida en que progresa la acción".
Laferrère, que en una noche de aburrimiento, y acaso por mera diversión, prometió mejorar lo visto en el escenario, logró –estreno a estreno– un teatro de ideas, de sátira de costumbres (castigat ridendo mores), de alta talla, pero sin discursos soporíferos. Sin renunciar al ritmo de comedia, de vodevil, de los golpes eléctricos que mantienen vivo y despierto al espectador.
En 1908 llega Las de Barranco. Tal vez la de tema más denso: pobreza, soledad, vacío, hipocresía, degradación.
Doña María Barranco, viuda de un capitán del ejército, sobrevive a duras penas, y casi de la caridad ajena. Pero esa caridad tiene víctimas: Carmen, Pepa y Manuela, sus tres jóvenes hijas, a las que pone como carnada para que festejante tras festejante aporte su diezmo: ropa, zapatos, sombreros, lo que cuadre. Casi una velada prostitución… Carmen, la más bella, codiciada y lúcida, se resiste. Y estalla entonces Doña María:
–Te equivocás, pretenciosa ridícula. ¡Sos el retrato de tu pobre padre! ¡El capitán Barranco no se vende! ¡El capitán Barranco no se humilla! ¡El capitán Barranco cumplirá con su deber! Y el capitán Barranco, entre miserias y privaciones, terminó en un hospital… porque no había en su casa recursos para atenderlo. Pero la viuda del capitán Barranco es otra cosa. No vive de ilusiones. Sabe que tiene tres hijas que mantener, tres zánganas, ¡a cuál más inútil!, que se lo pasan preocupadas de moños y composturas, mientras la pobre madre tiene que buscarse como Dios le ayude el mendrugo diario que han de llevarse a la boca para no morirse de hambre. ¡Por eso también, la viuda del capitán Barranco sabe lo que tiene que hacer!
Una fuerza dramática estremecedora. Un Laferrère cada vez más grande…
Su cuarta obra estrenada llega en abril de 1915 al Teatro Moderno, compañía de Pablo Rosales: Los invisibles. Un hombre apasionado por el espiritismo –ridículo fetiche muy en boca entonces– se precipita a la ruina, da por muerto a un cuñado, y cuando toda la familia se prueba el luto… ¡el muerto vuelve vivito y coleando!
Laferrère se educó en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Fue diputado nacional por la capital e intendente de Morón. Fundó el Conservatorio Lavardén: primera escuela de actuación en el país. El 4 de mayo de 1911, con Pedro Luro y Honorio Luque, fundaron la ciudad Gregorio de Laferrère, La Matanza, a 24 kilómetros del Obelisco. Según la famosa actriz Blanca Podestá, "tanto le gustaba el teatro, que noche a noche y sala a sala veía cuanto se ponía en escena. Era elegantísimo, siempre de punta en blanco, y muy buen mozo: de piel un poco oscura, apuesto, enarcadas las guías del bigote breve, y muy simpático". En 1889, a sus 22 años, viajó a Francia con su familia y conoció la obra de Molière y el vodevil: sus influencias más poderosas. Murió el 30 de noviembre de 1913. Tenía apenas 46 años.
Pero no hay mejor manera de despedirlo que este relato de Vicente Martínez Cuitiño en su libro El café de los Inmortales. Según él, una tarde de 1891, políticos oficialistas y agentes de policía lo esperaban en la puerta de la Municipalidad de Morón para detenerlo, pues había opuesto resistencia armada contra el fraude electoral. De pronto, de un cupé, vieron bajar "a un grave señor de lento andar y actitudes imponentes. Las luengas barbas, los ahumados lentes, la negra levita ceñida al cuerpo, el lustroso y alto sombrero de copa, impresionaron vivamente a los mastines humanos de la casa. En vez de vedarle el paso, derramáronse en hiperbólicos saludos frente al desconocido. Una vez adentro, abrió un pesado libro, echó una firma, se quitó las gafas, desprendióse la barba artificial que lo desfiguraba, y apareció el rostro sonriente de don Gregorio de Laferrère".
Mucho antes de su primer estreno como autor… el gran bon vivant llevaba ya en su espíritu de duende la semilla del teatro. Que, según Borges, "es un arte que consiste en un hombre que juega a ser otro hombre, frente a un grupo que juega a tomarlo por ese otro hombre".
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Volver a la obra de Pepe Bianco (o descubrirla) es un placer con mucha luz y ningún desengaño