Por Martín Prieto
En un programa de televisión que no compite por lo que queda del rating –y en el que sin embargo también se come, o se hace que se come- uno de los comensales es el comentarista político Martín Rodríguez. Como tal, anotó más de una vez en sus análisis y columnas de opinión, que el kirchnerismo y el macrismo son "hijos del 2001": nacidos de la misma matriz. Cabe agregar a esa certera descripción, que él mismo, como analista político, es producto, también, de ese impulso social. Que se manifiesta en cierto estilo descontracturado, libre, aun, de la histórica rigidez de la semiótica de la vestimenta de quienes "hacen" televisión como conductores, panelistas o invitados.
No parece que a Rodríguez lo vista nadie. O en todo caso, lo viste el mismo que lo viste en su casa, cuando va al supermercado, o lleva a los chicos a la escuela. No es, por cierto, el no uso de corbata del presidente y de sus acólitos (que, finalmente, es tan resonante como una carísima corbata de seda). Es unos pantalones que van más o menos bien, una camisa, un pullóver con pelotitas de lana, unas medias que tal vez, si uno mira el detalle, se hayan estirado por las lavadas y el talón sobresalga un poco del talón del zapato o de la zapatilla. El estilo discursivo de Martín Rodríguez en la televisión va en esa misma línea. Libre de convenciones. De cualquiera convención. Lo que lo convierte en un analista, además de inteligente, desconcertante. En tanto nunca forma parte de una de las dos mitades en las que se dividen conceptualmente las pantallas políticas de la televisión. Derecha-izquierda. Liberalismo-populismo. Etcétera.
Es, Rodríguez, un pensador interpelado por los problemas y por sus circunstancias. Y es, en ese punto, una incomodidad. Que se manifiesta, también, en su estilo discursivo. Abre una subordinada que no cierra (porque la idea que se va armando en la frase subsidiaria es más interesante o tiene más provecho que la que podría desprenderse volviendo a la frase principal). Interviene diciendo unas palabras que no se escuchan bien. Porque el sonido del canal es defectuoso, pero también porque él, por momentos, habla de manera un poco resbalosa, entrecortada, distraída del medio y de su posible escucha o televidente.
Como una intervención cuyo valor es sobre todo disruptivo. Y Martín Rodríguez es poeta. En 1998, a los 20 años, se presentó al público lector con el sorprendente Agua negra. La precocidad descompensa las periodizaciones. Nacido entrada la década del 70 forma parte de la generación tan bien dibujada en la antología 53/70. Poesía argentina del siglo XXI publicada en Rosario en 2010. Pero su primer libro es contemporáneo a los de quienes en perspectiva histórica podrían ser vistos como sus antecedentes, Alejandro Rubio o Martín Gambarotta, diez años mayores que él. Y, aun, precede al primero de Sergio Raimondi, Poesía civil, contemporáneo de los otros dos.
Rodríguez, en Agua negra, en ese hermoso poema en el que un chico, en medio de una tormenta familiar (los padres a los gritos, la abuela que mira la televisión y tal vez llore) se encierra en el baño y apoya una oreja en el piso para sentir los ruidos de las cañerías pues "todo lo que me gustaba/ empezaba a ser secreto" da un tono. O, más precisamente, encuentra un tono. Intimidad, percepción, delicadeza. Podría haberse quedado con él. Enamorarse, como tantos poetas, de su propia voz.
Pero hay un segundo Rodríguez que, como el kirchnerismo y el macrismo, nace en el 2001. En esas noches delirantes en las que todos veíamos pasar por la televisión nombres de presidentes desconocidos que reemplazaban a otros, también desconocidos.
Maternidad Sardá, de 2005, es entonces el primer libro del nuevo Rodríguez en el que la familia, como sujeto de percepción poética, es reemplazada por la sociedad. En una entrevista de María Laura Romano, dice Rodríguez que Maternidad Sardá es lo más parecido que escribió a "un libro de época". La época es diciembre de 2001, un contexto, dice, "en el cual el límite entre lo público y lo privado se desbordó. El drama social que vivía la Ciudad de Buenos Aires era el problema del ahorrista, y el ahorro es un elemento absolutamente privado, pero que sublima un orden público". En la misma entrevista dice, a su vez, que no cree en "los libros de época". Y es todo un dato que ese primer libro social –en tanto no íntimo- de Rodríguez es del mismo año que Paniagua, un volumen rarísimo puesto en marcha por glosas a Dichos, creencias y costumbres del Litoral, una recopilación de Ricardo Visconti Vallejos. Unos setenta poemas que bordean tales creencias y costumbres litoraleñas para encerrar, en ese aura, la preponderante figura de su padre, a quien le está dedicado el libro: "¿Sabés que tuve un sueño con vos?"
El enfrentamiento entre ambos registros (el que se abría hacia el mundo en Maternidad Sardá, el que se encerraba magistralmente, en ese ultimo poema de Paniagua, en el goce de la intimidad), el persistente pensamiento de Rodríguez acerca de no creer en "la época" como motor de inspiración poética y, aun, en esa misma entrevista, la idea de preservar la autonomía de los espacios y de las prácticas poética y politica y de que la conciencia artística debería preservarse por sobre cualquier condicionamiento político, auguraban la posibilidad de un poeta bifronte. O la de que Maternidad Sardá fuese un exabrupto en terreno poético cuyos asuntos el autor resolvería más tarde en el campo más apropiado –y a su modo, libre- de la militancia y del análisis político en blogs, diarios, revistas, radios.
Pero Ministerio de desarrollo social, su nuevo libro de poemas, conocido parcialemente en edición digital desde 2013, desmiente todo augurio y sospecha. Martín Rodríguez inventa dos personajes: una trabajadora social y un trabajador social que se conocieron en una oficina pública, que parecen los nietos de los personajes de Leónidas Lamborghini y que funcionan como los guías del poeta por los circuitos de la pobreza, la miseria y el dolor.
Para hacerlo, como señala Alejandro Rubio en su contratapa, "estira los dedos de la política y la poesía". Hay, como en los viejos escritores de Boedo, piedad por los personajes. Hay, como en los viejos escritores peronistas, ánimo de redención y de utopía. Y hay, por supuesto, el asunto lo reclamaba, una forma nueva que virtuosamente se parece a la que escuchamos cuando lo vemos cada tanto en la televisión: libertad sintáctica y versicular, asuntos que parecen venir de otra parte o no terminar en ninguna, interrupciones del sentido. Como si el autor hubiese logrado el prodigio de escribir como habla. O de hablar como escribe.
De hecho, hay frase sueltas, micropoemas, que no nos llamaría la atención escuchárselos al mismo Rodríguez en una batalla dialéctica en la televisión y que podrían provenir de una conversación poética y política con Juana Bignozzi: "Cuando se destruye un mundo sin construir nada sólido al lado". O: "No hay ninguna institución/ que en su inercia/ lleva la Clase al paraíso". O: "es más caro un kilo de carne que un kilo de auto". En el libro, en su complejidad, cuya marca más definida es ¿quién habla? encontramos diáfanos momentos de conmovedora lírica miserabilista en los que suenan los ecos de la voz de Raúl González Tuñón: "Saludo al de la cola de la farmacia que acompaña/ a la vecina a la inyección. Salud, condenado de la tierra!/ Al condenado con la condena en suspenso./ Al remisero, al repartidor de tarjetas de prostitutas/ del centro, condenado a la clandestinidad". Y también de compleja actualidad política. ¿Cómo leer hoy el poema "Vendrá el viento de una primavera sin flores…", ese que empieza: "Soy el espíritu del feto/ víctima del Misoprostol/ difundido en el CESAC 89"?
La gran literatura política –y este es un libro que responde a esa tradición- reúne, en sincro, cuatro tiempos: el del acontecimiento sobre el que se monta, el de la composición de la obra, el de su publicación y el de su lectura. Y este es el gran conflicto que rodea a Ministerio de desarrollo social. Que trasunta una ideología utopizante, de algún modo futura. Pero que su tiempo es hoy.
*Ministerio de desarrollo social
Martín Rodríguez
Mansalva, 2018
60 páginas
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