Es lindo ver a Samanta Schweblin en Buenos Aires porque se la ve poco aunque se la lee mucho. Su literatura pasa de mano en mano en la Argentina y en el mundo se traduce incansablemente: sus textos ya tienen sentido en casi treinta lenguas y eso, se sabe, es una enormidad. Si sus cuentos ya habían hecho de Schweblin un nombre propio de la literatura argentina, su novela Distancia de rescate la hizo llegar más allá en términos de alcance de audiencias pero también de repercusión y prestigio. De hecho, con el título de Fever Dream, la novela llegó a ser uno de los títulos de la shortlist del prestigioso Man Booker. Ese concepto, distancia de rescate, logró ponerle palabras a un sentimiento por el que atraviesa todo padre o madre: es el cordón invisible que se tensa o se relaja en función de los peligros a los imaginamos que está expuesto un hijo.
En estos días Samanta Schweblin llegó para participar de la décima edición del FILBA y para presentar su nueva novela, Kentukis (Random House) un relato coral en el cual la tecnología es central pero sobre todo para advertirnos dónde estamos parados como humanidad frente a ella. Varios personajes, varias ciudades, familias, parejas, relaciones desiguales y un punto en común: los kentukis, unos animales de peluche que pueden ser tanto mascotas que calman la sed de compañía como siniestras bestias acosadoras, todo en función de quién está detrás del kentuki, que no es autónomo sino que es manejado a distancia por otro ser humano, en cualquier lugar del planeta.
Los kentukis, unos animales de peluche que pueden ser tanto mascotas que calman la sed de compañía como siniestras bestias acosadoras
Una vez más Samanta Schweblin crea un universo inquietante que genera además un lenguaje propio y conceptos nuevos, que no existían, pero sobre los que tal vez muchos habían -habíamos- pensado, sobre todo cuando nos sentimos espiados, observados, perseguidos por las redes sociales y no solo por la adicción que generan sino también por situaciones irregulares como la aparición de publicidades o noticias que destellan de pronto en las pantallas de nuestros dispositivos minutos después de haber hablado de ese producto, esa ciudad, esa persona…
Lo que sigue es la transcripción de la conversación que mantuvimos en el estudio de Infobae TV, después de compartir un cafecito y una charla sin micrófono ni cámaras y durante la cual la escritora que desde hace años vive en Berlín habló del largo verano europeo que acaba de terminar, de la impresión que le causaron los canguros en Australia y de su empecinada reticencia para aprender alemán: asegura que con el vocabulario básico que maneja le alcanza para sobrevivir. El resto es literatura en castellano…
— ¿Qué son los kentukis?
— Bueno, los kentukis son una mezcla entre una app y un dispositivo nuevo que lo que permite es el acceso remoto de un ciudadano a la vida privada de otro. Con todos los peligros y las libertades que eso puede tener.
— ¿Por qué se te ocurrió pensarlos como peluches?
— Bueno, vos sabés que lo primero que se me ocurrió casi que en una situación desopilante es el objeto. Y de hecho me parecía algo muy gracioso, nunca pensé que ese objeto podía pasar a la literatura, eso pasó después. El peluche genera un poco esta relación entre amo y mascota que tienen los kentukis. Es decir, creo que entre la tecnología y las mascotas hay algunas cosas en común. Son dos bichos neutrales, no son ni buenos ni malos, son lo que son, el problema es cómo nos reflejamos en ellos. El uso que hacemos de ellos.
— Sí, a lo largo de la novela eso se va viendo, y sobre todo se expresa sobre el final: hasta dónde se puede llegar.
— Absolutamente, porque también tenemos esta idea de la tecnología como este gran monstruo que nos dominará y nos hará daño y será violento, cuando en realidad no hay nada más inerte que la tecnología. O sea, en realidad toda esa monstruosidad que ponemos en lo tecnológico tiene más que ver con quién está del otro lado de esa tecnología, digamos, con la parte humana de toda esa tecnología. Y justamente es un libro que si bien habla de nuestras relaciones con lo tecnológico no es un libro sobre tecnologías, de hecho no hay tecnología en el texto, es un libro sobre las conexiones humanas. Sobre las relaciones de personas con personas.
— Sí, y que va más allá de las conexiones en las redes sociales.
— Las refleja, tiene mucho que ver con eso de una manera más simbólica, pero en el fondo es un libro con historias. De hecho es un libro muy contemporáneo, no es un libro que yo pienso como ciencia ficción o como un libro que habla del futuro…
— No, eso es lo más inquietante, que cuenta el presente.
— Claro, porque es hoy por hoy. Digamos, en términos tecnológicos no hay nada nuevo, no hay nada inventado en el libro, es lo que es hoy la tecnología.
— Sí, pero por eso te digo que me parece que es como lo más inquietante porque hay un punto donde uno incluso se puede llegar a preguntar ¿pero esto ya existe? Porque en realidad esa contemporaneidad también está dada por los conflictos que aparecen en distintos lugares del mundo. No sé si lo pensaste así o fue la idea de los kentukis lo que te permitió desplazarte por tantos lugares del mundo. ¿Qué fue primero?
— Un poco y un poco, se dio todo junto. El primer borrador ya disparó muchísimas cosas y muchísimas decisiones que tomé de manera intuitiva. ¿Pero sabés qué pasa con eso, y con esto de pensar el mundo globalizado y los seres humanos? Este mundo está conformado por muchísimas culturas, algunas muy nuevas, algunas muy antiguas, con distintas idiosincrasias. Somos iguales y somos muy distintos al mismo tiempo. Pero si hay algo que me parece que une a todas esas culturas y a todos esos mundos es el momento y la manera en la que nos relacionamos con la tecnología. La tecnología empezó al mismo tiempo para todos, con las mismas reglas, con los mismos emoticones, con los mismos modos, con los mismos límites y faltas de límites. Es lo único en lo que todas las culturas tienen un mismo lenguaje.
— Sí. Lo que se ve también es el modo diferente en que, a lo mejor por una cuestión de edad, nos manejamos. En la novela eso se ve claramente en el personaje de Emilia, una mujer grande, que cree que hace un uso mucho más cuidadoso mientras para los más chicos aparecen los riesgos o aparecen los riesgos para los padres. Estamos hablando de peluches, mezcla de apps y dispositivos. Muñecos que tienen ojos y alguien en otro lugar del mundo desde su computadora ve a través de esos ojos…
— Exactamente. Quiere decir que por ejemplo si nosotros hoy decimos ser kentukis, la IP de nuestra computadora queda asignada a un peluche que se compró una señora en Bagdad, por ejemplo. Y nosotros podemos circular por esa familia, por esa casa, y ver lo que sucede en esa casa. Y quedamos para siempre asignados a ese lugar, con todas las cosas hermosas y terribles que pueden estar pasando en esa casa. Y bueno, también hay muchas preguntas acerca de los límites morales, legales, emocionales, de lo que uno ve, de lo que uno elige dejar de ver. Y que son además límites que todavía no hemos tomado en nuestra sociedad contemporánea, creo que la tecnología avanza demasiado rápido y nos apabulla muchísimo.
— Mientras estás hablando me estoy acordando de una película, no me acordé cuando lo leí, me estoy acordando ahora, ¿vos viste La muerte en directo, de Tavernier?
— No.
— En esa película, de hace muchos años, Harvey Keitel era el actor, al personaje le incrustaban en los ojos unas camaritas y lo mandaban a hacer periodismo amarillo con gente que estaba por morir. Entonces él estaba con esa gente, la gente no sabía naturalmente que él los estaba filmando. Y llega un momento con situaciones tan dramáticas en donde él empieza a ver y hace que otros vean cosas tan tremendas que quiere arrancarse los ojos.
— Que es un poco lo que le pasa al personaje de Grigor ahora que pienso. Sí, es verdad, tenés razón. Solo que, bueno, en ese caso sí hay algo que no existe en éste mundo, ¿no? En Kentukis todo es absolutamente real, nos podría estar pasando en este mismísimo momento.
— Perfectamente. Dijiste que primero pensaste en el dispositivo y después en la literatura. O sea, ¿estás pensando en cambiar de profesión? (Risas)
— No, para nada, y por eso. Me acuerdo que fui a una cena familiar y conté cómo funcionaba. ¿Puede ser que a nadie se le haya ocurrido hacer esto? ¿Hay drones y no hay kentukis? Me parecía insólito que no existiera este dispositivo.
Tiene que ser algo que suene a trucho, que suene a popular, que esté relacionado con algún tipo de animalito, que pueda ser tanto una ciudad de Australia como una comida coreana, que suene a chino, que suene a norteamericano. Dije: es kentukis,
— ¿Y por qué se llaman kentukis?
— La verdad es que cuando escribí el primer borrador, que salió así de una larga sentada -el primer borrador obviamente las primeras diez páginas, no la primera versión de la novela- salió de la nada, simplemente pensé: "¿Cómo se llaman? Kentukis." Te juro, no lo pensé ni un segundo. Dije bueno, si esto después se pone serio me detendré a pensar cómo se llaman realmente. Llegado el caso, me puse a hacer mi lista de qué cosas quería que el nombre abarcara. Dije bueno, para mí tiene que ser algo que suene a trucho, que suene a popular, que esté relacionado con algún tipo de animalito, que pueda ser tanto una ciudad de Australia como una comida coreana, que suene a chino, que suene a norteamericano. Dije: es kentukis, claramente. Así que quedó kentukis. Incuso pensé bueno, a mí me gusta mucho dar a leer mi trabajo mientras voy trabajando, dije lo voy a dar leer, si en algún momento alguien me dice algo, lo vuelvo a pensar. Y realmente a todo el mundo le parecía muy sensato que esto se llame un kentuki.
— ¿Cómo surge la idea de ser amo y o ser kentuki?
— Bueno, es muy relativo quién es amo y quién es esclavo, porque hay uno que es el dueño de ese aparato que circula por su casa.
— Un aparato que se compra como una computadora.
— En un supermercado, sale como un celular, lo ponés, lo tenés que cargar tres horas antes de que el aparato empiece a circular. Y después hay otra persona que queda asignada a ese aparato y que maneja ese aparato desde su casa. Pero quién es amo y quién es esclavo es algo muy relativo porque al que le toca mirar, le toca un poco esa cosa de mascota. No se puede comunicar, el amo le puede hacer cosas, no se puede defender.
— Pero se llama ser.
— Ser, ser kentuki. Pero tiene una cosa como de esclavitud, no sé, te tienen que dar de comer, o sea te tienen que cargar la batería o ahí podés subirte solo. El que es mirado también tiene una suerte de esclavitud, ¿no? Porque se le empiezan a recortar sus libertades. De pronto dijo algo que no debería haber dicho. O pasa algo en su casa que de pronto alguien podría denunciar. Es tener una cámara constantemente siguiéndote por tu casa, el juicio de otro…
— Claro, y ahí es cuando aparecen las infinitas posibilidades que tendría -para el bien y para el mal- tener una cámara en la casa de otro, en la oficina de otro.
— Exactamente. Posibilidades que la novela no agota en lo más mínimo, simplemente sobrevuela un poco en el planteo de lo que es este animal que es casi una excusa en realidad para hablar de las redes sociales y de los medios de comunicación y de hasta dónde tenemos metida la tecnología hoy en día.
— Y hasta dónde nos exponemos. Vos sos una persona muy tímida, no sos precisamente una persona que se esté exponiendo mucho. ¿Es un tema que te preocupa?
— Sí, me angustia. Me angustia mucho el tema de la exposición. Creo que hay mucha responsabilidad detrás de la exposición. Sobre todo en un momento en el que el mundo está en crisis, cuando hay una crisis de la verdad y en quién confiar y en las noticias. O sea, me parece que la palabra exacta o por lo menos la ilusión de que uno encuentra la palabra exacta y el modo para decir lo que uno quiere decir, que es el gran deseo del narrador, eso en la oralidad es algo muy complejo, me inquieta muchísimo, siento que no domino lo que está pasando y que en cualquier momento el lenguaje me va a dar un coletazo letal.
— En esta novela, como en Distancia de rescate, hay una mirada sobre fenómenos preocupantes, inquietantes, que atraviesan el mundo. En Distancia de rescate tenía que ver con una cuestión más vinculada al medio ambiente y en Kentukis aparece la trata de mujeres, cuestiones que tiene que ver con los vínculos, divorcios, orfandades, aparecen campamentos de refugiados en Sierra Leona… ¿Estás muy pendiente de lo que pasa en general a la humanidad?
— Y sí, absolutamente. Creo que estamos todos un poco expuestos a través de los medios. Incluso en el desentendimiento o en el no saber completamente qué pasa en determinada ciudad o en determinada sociedad. Es como que todos esos males, y esas cosas hermosas también, se reflejan todo el tiempo de una manera rara en las redes. Está todo ahí, lo peor y lo mejor de nuestra sociedad está metido entre imágenes, palabras, sonidos que impactan, y algunas cosas preferís pasar y otras decís no, qué está pasando acá y decidís informarte de otra manera.
— ¿Cuando terminaste de escribir tu libro sentiste que cambió algo de tu mirada en relación a esto? ¿Te quedaste más preocupada? ¿Sentiste que es posible alguna clase de control? Porque en algún momento se desliza eso de que uno puede y debe controlar su relación con la tecnología, y de hecho hay personajes que lo controlan mejor que otros. Cuando terminaste de armar esta cofradía de personajes, ¿sentís que cambió algo en vos?
— En mi proceso creativo en general es al revés, más bien tengo esa sensación emocional, la voy cargando. Hay como una pena, un susto, una angustia muy puntual y de pronto esta historia me permite liberarla. O sea que para mí la emoción está antes. Y la idea es -la historia es casi una excusa-, es un argumento para poder llevar al lector a ese lugar de emoción también. Quiero decir que la emoción no me sorprende, esa emoción particular para mí estaba desde un principio, es la razón por la que escribí este libro.
— Ahora, Samanta, uno lee tu novela y puede imaginarse una película. Pero también puede imaginarse a un señor que diga "qué buena idea, le voy a pedir a Samanta Schweblin que me dejé usar el nombre y creo los peluches". ¿Lo pensaste?
— (Risas) Sí, es lo que te iba a contar de este almuerzo familiar y que después nos pusimos a hablar de otra cosa. Cuando le conté esta historia a mi papá mi papá dijo: "Listo, nos hacemos ricos" (risas). Y yo le dije: "No, pero hay que registrarlo, es un problema, lleva mucho tiempo." Y pobre, me miró con una emoción, me dijo: "Bueno, escribí una novela. Es lo que sabés hacer, hacelo". Y ahí me hizo el click, en realidad, y me senté a escribir la novela.
— ¿Pero cómo habías pensado en eso? ¿Te despertaste un día pensando en eso?
— Mira, las ideas en general son como un choque entre distintos pensamientos y cosas que te preocupan en ese momento. Y se me ocurrió hace dos o tres años atrás, en un viaje que hice acá a Buenos Aires. Viste que en un momento había un boom de imágenes de drones, en el mundo pero también en Buenos Aires. Y a mí me parecía alucinante porque sentía que vivíamos en una ciudad en la que había un montón de circuitos y de espacios que teníamos limitados y con los que habíamos convivido durante décadas. Y de pronto un drone se levantaba y había una mirada casi de moscardón dirigida por manos de un ciudadano normal y corriente que de pronto decías "qué es todo esto, qué es éste parque oculto y cerrado al que no puedo acceder en el medio de mi barrio", o cosas así insólitas ¿no? Y pensé ¿cómo puede ser que exista un drone y no exista un kentuki? Que en ese momento no le pude poner el nombre kentuki. Creo que la idea vino un poco de ese lado. Además, también de muchos años en Berlín, de vivir viajando, casi todas las ciudades -el libro cruza veintipico de ciudades distintas-, son casi todas ciudades que conozco, que he estado, incluso en algunas he vivido, como la residencia de artistas en la que está Adelina, yo viví en esa habitación casi tres meses.
— En Oaxaca.
— En Oaxaca. Y también de vivir híper conectada desde Berlín pero absolutamente híper conectada desde la soledad. Que yo soy muy feliz en Berlín, no tengo ningún problema con esa soledad, pero la verdad es que a veces hablo con diez, veinte personas a lo largo de todo el día -le pasará a todo el mundo- y cortaste y estuviste sola todo el día en el living de tu casa.
— Totalmente.
— Es muy raro eso.
— Me pasa cada vez que estoy en una ciudad extraña, que hay una hora que es la hora en que cae la luz del día y de pronto estás caminando y en muchas casas están las ventanas abiertas. No sé qué te pasa a vos, pero yo no puedo dejar de mirar porque me gusta mirar cómo viven en otro lugar. Algo que normalmente como turista no ves. Con el kentuki hay algo de eso también ¿no?
— Muchísimo voyerismo, muchísimo. Y deseo de saber quién es el otro, quién es uno mismo en comparación con el otro. Qué está bien, qué está mal, cuáles son los límites de todo eso.
— Claro, pero ahí no hay nada impostado porque tenés la posibilidad de espiar.
— Sí.
— No es ir a visitar.
— No, es espiar sin que te vean además. Es absolutamente oculto. Y no solo es espiar, porque espiar podemos un poco, es moverte físicamente en el espacio del otro. Tocar al otro por lo menos de una manera muy rudimentaria, golpeándole los piecitos con el muñeco.
— Y no solo espiar ahí sino también salir…
— Algunos logran salir, claro.
— Distancia de rescate comenzó como un cuento, uno más de tus cuentos, y terminó siendo una novela. ¿Kentukis fue siempre una novela?
— Fue siempre una novela. Sí, absolutamente. Ya desde el primer borrador tres de los cinco personajes principales estaban ahí, ya estaba la construcción en capítulos, ya estaba la idea de varias ciudades. La verdad que salió en ese sentido muy redondo desde el principio. En ese borrador ya se olían las soluciones a muchos problemas que iba a tener después. Me sentí muchas veces un poco en el abismo escribiendo esta novela. Por ahí en el abismo es demasiado, pero absolutamente fuera de mi zona de confort ¿no? Porque por primera vez fue una novela, porque Distancia también se podría considerar un cuento largo, ésta es una novela. Fue una novela coral escrita con personajes en tercera, mis personajes en el noventa por ciento de los casos los escribo en primera, son personajes únicos, acá hay múltiples miradas. El tema del género también, qué hago escribiendo sobre tecnología, informándome, hablando con técnicos especialistas. O sea todo era distinto, todo fue distinto con ésta.
— Un desafío.
— Sí, un desafío muy grande. Pero también la verdad es que llegando al final de la novela también me di cuenta de que en realidad estaba hablando o estaba pensando en las mismas cosas que pienso siempre. En los problemas del lenguaje, la incomunicación, la soledad, las relaciones familiares. Al final, uno quizás puede escapar de las grandes preguntas con las que uno carga en los procesos creativos o literarios, pero al final uno nunca puede escapar de la pregunta que lo angustia.
— En Distancia de rescate conseguiste que ese título y ese concepto fuera un concepto que todos aquellos que pasaron por la novela ya tienen incorporado. Esa idea de la distancia que te separa de tu hijo y de poder salvarlo de un riesgo posible. Kentukis también es conceptual. Hay algo con esas ideas, que son las ideas madre y son los títulos de las novelas, y que conceptualmente aparecen como muy vibrantes y como muy fuertes. ¿Sos consciente de eso en el momento que los estás trabajando?
— No, para nada. Sinceramente, de hecho el concepto de distancia de rescate aparece durante la escritura en un lapsus en la mitad de la novela cuando todo lo demás ya estaba decidido. Casi como si atravesar todo ese recorrido fuera la manera de encontrar esa cerecita, esa cosa hermosa que está oculta y que todavía no podés terminar de ver en el libro. Lo cual está bueno porque si supiera todo acerca de lo que voy a escribir, conociéndome, con lo fácil que me aburro de casi todas las cosas, lo dejaría en la mitad. O sea que siempre está este doble juego: por un lado saber hacia dónde vas y por otro lado no saberlo del todo. Como para mantener también en la propia confección de la tensión del libro esa mirada de lector y de entender cuánto está tirando del hilo la propia historia.
— Al mismo tiempo, escribís sobre cosas que te angustian y decís que de algún modo podés resolver algo de esa angustia en esa escritura, ¡pero se la trasladas al lector! (risas).
— Me lavo las manos (risas).
— Y entonces lo inquietante nos queda de éste lado. ¿Eso te dicen los lectores?
— (Risas) Un poco, sí, un poco. Bueno, es que tampoco sé si uno resuelve las preguntas, pero sí estoy segura de que uno las piensa, te pasan por el cuerpo durante la lectura. Es como una especie de playground que tenemos en el que nos podemos probar a nosotros mismos ante determinadas situaciones. ¿Qué cosa en este mundo te da la libertad de ese ejercicio? Es fenomenal, es extraordinario. Para mí es eso, no significa que te las resuelva, pero te ayuda a pensarlas.
— Distancia de rescate es la novela con la que llegaste hasta ahora más lejos y es una novela que trata sobre cuestiones ambientales pero está el tema de la maternidad. El tema de esa maternidad a la que vos accedes literariamente. Porque uno lo lee y lo primero que dice es "bueno, esta mujer, todo lo que sabe de la maternidad con todos esos hijos que tiene". Y nada de eso: accedes literariamente.
— Sí, así es, así es. Pero bueno, no habrá tema quizás más universal que la maternidad.
— Se te acercan todas las madres y los padres, ¿no? Y seguramente te dicen sí, eso es lo mismo que yo sentí.
— Sí, la gente se emociona mucho con ese libro. Yo creo que cuando uno le puede poner palabras a algo, le puede poner un título, también hay como un acuerdo social de que todos sentimos algo de la misma manera y eso es muy fuerte. Lo que pasó con ese término de distancia de rescate fue muy fuerte.
— ¿Pensás que estar en Berlín, que es centro de tantas cosas, te permite tener una mirada más amplia sobre lo que pasa en el mundo a la vez que una libertad mayor para trabajar con tu lengua nativa?
— Pero que puede ser muy rico para producir.
— A mí me pasó sobre todo con Latinoamérica, me pasó de redescubrir Latinoamérica estando en Berlín.
— Ah, mirá.
— Sí. Pareciera que no, pero somos muy provincianos los argentinos, vivimos muy lejos del resto de Latinoamérica, es enorme nuestro país y está al final… Entonces en Berlín vivo rodeada de una comunidad latinoamericana enorme, muy grande, y entonces claro, mis amigos empezaron a ser colombianos, mexicanos, chilenos, peruanos. Discutís sus políticas, sus libros, su comida, vas con ellos al cine. O sea, realmente empezás a vivir esos otros países de Latinoamérica de una manera mucho más cercana.
— ¿Y pensás que estar donde estás te permite también que tus obras, más allá de que están escritas por una autora argentina y sucedan donde sucedan, tocan nudos que son comunes en este sentido a montones de culturas? ¿Pensás que estar afuera es un poco estar por encima? ¿Es un poco estar en el drone?
— Puede ser. De hecho ahora que me decís esto y lo pienso mis libros siempre fueron sobre Argentina, yo me siento a escribir y me traslado inmediatamente a Buenos Aires, o a provincia de Buenos Aires sobre todo que es donde yo crecí, y de pronto Kentukis es un libro absolutamente global. O sea que este libro sí implica una mirada de mundo y de viaje y de otras culturas nuevas.
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