Dicen que Uderzo estaba dibujando el capítulo de "Ásterix en Bélgica" cuando supo de la muerte de Goscinny: en el cuadrito en el que estaba trabajando agregó una nube negrísima y desde ahí hasta el final, hizo que lloviera todo el tiempo. No hay palabras para expresar el dolor.
Hoy, como si el día hubiera estado esperando, comenzó a llover cuando se supo que había muerto Hebe Uhart.
Escribo "había muerto Hebe Uhart" y me parece falso, artificioso. Ella lo habría corregido. O le habría restado importancia. Alguna vez en una entrevista, me dijo que trataba de no pensar en la muerte y que no le preocupaba en absoluto el futuro de sus libros cuando dejara este mundo: "¿Para qué me sirve la posteridad si no la voy a ver? Me sirve lo que veo, lo que percibo". No sé cómo era en la vida cotidiana, pero la imagino así: pragmática, sin vueltas, sin ganas de perderse en melancolías estériles.
Autora de más de veinte libros, entre los que se destacan Camilo asciende, Guiando a la hiedra, Del cielo a casa, desde hace varios años había abandonado la ficción para dedicarse enteramente a la crónica. Algunos de sus libros más recientes son Viajera crónica, Visto y oído, De la Patagonia a México, Animales.
Fue maestra, profesora universitaria, escritora; recibió una multitud de premios y distinciones. En los últimos tiempos era la figura destacada de ferias y festivales. Recibió el premio Konex (dos veces), el premio al mejor libro argentino de la Fundación El Libro, el premio del Fondo Nacional de las Artes, el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas.
Escribía en unos cuadernos disparatados —recuerdo la tapa de uno que tenía la publicidad de una carnicería— con letra redonda. Para ella, la literatura era una artesanía. Era una militante anti solemne. En la biblioteca de su casa no estaban sus libros ni las distinciones. Tenía sí una escultura que un indio le había regalado en uno de sus viajes: era uno de sus objetos más preciados.
Respetada por todos los escritores, tenía grandes amigos como Fogwill, Elvio Gandolfo, Damián Ríos, Silvina Friera, Eduardo Muslip. Liliana Villanueva la retrata como la gran maestra de autores en ese libro fabuloso e imprescindible para cualquiera que quiera escribir, Las clases de Hebe Uhart.
Hebe era una mujer encantadora. Contaba una historia y se interrumpía con unas carcajadas silenciosas y uno se contagiaba de esa risa sin saber bien por qué. Así son sus textos: uno percibe que la historia es mucho más grande de lo narrado. Siempre hiperquinética, con una mirada huidiza y el gesto de atención desatenta. Pero miraba todo. Y escuchaba como nadie: esa es una de las grandes enseñanzas de Hebe Uhart. No basta con saber mirar para escribir: hay que saber escuchar. En sus crónicas por el país y el continente, lo diferente está en el lenguaje antes que en el paisaje.
La última vez que nos vimos fue en la Feria del Libro de Rosario. Estaba hablando con la intendenta y me vio de lejos. "¡Qué hacés vos acá!", me gritó. "Vengo a verte a vos", le contesté. Era la invitada de honor, junto con Angélica Gorodischer. Me hizo un gesto con la mano, como diciendo para qué se toman tantas molestias. Hace unas semanas la editorial Adriana Hidalgo, donde venía publicando desde hace mucho, sacó el volumen con sus novelas reunidas y arreglamos una entrevista que, debido a su enfermedad, se fue postergando hasta hoy. Tengo la esperanza de que, si existe esa otra vida, nos volvamos a encontrar. Sé qué le voy a decir cuando se sorprenda como aquella vez Rosario. "Vengo a verte a vos, Hebe".
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