A casi 90 años de su nacimiento, una evocación de María Esther de Miguel, brillante “cuentera”, como se definía

Recuperar la lectura de sus novelas sobre Belgrano, Rosas, Urquiza y Solís es placer y revelación

Maria Esther de Miguel

Ronda en las librerías una obra de largo título: Invitados al Paraíso de María Esther de Miguel, escrita por Daniela Churruarín. Homenaje y, de algún modo, el retorno de María Esther a Larroque, su pueblo entrerriano –también el de la autora–, en el que empezó a garabatear historias que entre 1961 (La hora undécima) y 2003 (Ayer, hoy y todavía) llegó a once títulos y la instaló al frente de un boom literario local: la novela histórica.

Aquella mujercita de inolvidables ojos celestes que un día mandó un cuento al diario La Nación con un ruego ("Soy entrerriana, soy fea, soy petisa, soy monja: por favor, ¡publíquenlo!") logró cifras de venta casi imposibles hoy en las listas patrias, donde los tirajes estándar oscilan entre tres mil y cinco mil ejemplares.

Narradora nata, extraña monja laica de la orden Paulina (por entonces la conocí como alumno), incansable sobre las teclas, y en julio del 2003 abatida por un cáncer del que parecía escapar, está reflejada en la última de las entrevistas que le hice: diciembre de 1998.
La que sigue…

"Enrique IV nació con dos dientes, Mirabeau con dos muelas y el infante Melonville con toda la dentadura, razón por la cual el Rey Fernando VII, miren ustedes, le envió de regalo para su bautismo un juego de cubiertos completo y de oro. Así recuerda el hombre que mira la Pampa…"
(De Un dandy en la corte del Rey Alfonso, María Esther de Miguel, Editorial Planeta)
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Y bueno. Esta vez no son caníbales vernáculos que se comen, dedo a dedo, brazo a pierna, a Juan Díaz de Solís, todavía azorado por esa "agua grande" a la que llamó Mar Dulce y que después sería el Río de la Plata. Esta vez no hay mazorqueros degolladores y "salvajes, inmundos unitarios". Esta vez no hay un general Belgrano que paga con su reloj –único y último bien terreno– los ya vanos servicios del médico. Esta vez hay un Fabián Gómez de Anchorena que…

–¿Que qué, María Esther?

–Que nace en Santiago del Estero, que tira manteca al techo en París (y en Londres, y en Madrid), que tiene un título de nobleza, que se codea con Alfonso XII y con Isabel II de España, que vuelve a su país en el 90, que oye los estampidos de la Revolución del Parque, y que se muere pobre y apenas como un anónimo Don Gómez en Santiago, en el pedazo de tierra que lo vio nacer.

Su nueva novela (Un dandy en la corte del Rey Alfonso) tiene tapa dorada. ¿Es un símbolo voluntario o involuntario de su prosperidad literaria?

–No sé…

Pero tal prosperidad es insoslayable. Mire qué títulos: "La escritora argentina que más vende", "El mayor adelanto pagado en estas playas por una novela: 100 mil dólares", etcétera…

–No me abrume. Usted me conoce. Sabe que todavía me siento entrerriana, fea, petisa, pobre, monja… Bueno, pobre no.

Ni que lo diga. El general, el pintor y la dama ronda los 150 mil ejemplares vendidos. Las batallas secretas de Belgrano pasa, largos, los 50 mil, y hasta sus reediciones van más allá de los 10 mil. Mal que bien, mi querida profesora de Historia del Periodismo en el Instituto Grafotécnico se ha convertido en una petisa opulenta…

–Algo me apena: ¡se imagina lo que vendería en los Estados Unidos!

En ese caso, adoraría ser su agente de prensa.

–No soñemos… Pero no se engañe: hoy, el éxito tiene mucho que ver con el fenómeno mediático. Salgo a la calle, y gente desconocida me pregunta "¿Cómo está de la operación? Uno aparece en televisión y ya es un héroe, un ídolo, un tótem.

De paso, ¿cómo está de la operación de…?

–Dígalo. No le tema a la palabra. De cáncer. Sí, tuve cáncer de colon, me operaron el diez de noviembre, salí bien, y según el médico, hay buen pronóstico. El pobre Marco Denevi no tuvo esa suerte: acaba de morirse de cáncer. Pero basta: hablemos de la vida.

Hablemos. ¿Por qué este boom de la novela histórica? ¿Qué busca la gente en esas páginas que explotan de héroes y de villanos? ¿Por qué esa súbita pasión?

–No creo que sea una pasión "súbita", como usted dice. La gente busca en el pasado una explicación para esta mierdita que nos sucede en el presente. En cuanto a mí –y usted lo sabe–, llevo años en esto. En el 65 publiqué Los que comimos a Solís. ¡Mire que historia tenemos! Porque los indios no se comieron un pollo del gallinero de mi mamá: ¡se almorzaron al navegante! ¿Cómo no hacer literatura con semejante historia? Sin embargo…

Sin embargo…

–Le tengo miedo a esta avalancha. Le tengo miedo a los recortes de diarios disfrazados de investigación. Una cosa es trabajar seriamente un género literario, y otra muy distinta es treparse a una moda.

No hay riesgo en su caso. En la última de las 395 páginas de Un dandy… agradece a no menos de medio centenar de personas que la ayudaron.

–Es cierto. Y además me recorrí media Europa buscando las huellas de Fabián Gómez y Anchorena. Que se murió de viejo, de gangrena, sin una pierna, sin dinero, sin hijos, sin escribir un libro. Mire todo lo que hay: los Anchorena (uno de ellos hizo empedrar de lingotes de oro la entrada a su palacio), Isabel II de Borbón (culona y rodeada de amantes), Alfonso XII (coronado a los 17 años y muerto de tuberculosis a los 18)…

Curioso. Ronda usted los setenta años, y cuando habla de sus páginas vibra como una adolescente que acaba de publicar su primer libro. Se enciende.

–Si no hay pasión, ¿qué hay? Nada.

Puede haber oficio.

–¿Qué es el oficio sin pasión? Una cosa muerta. Es saber armar una frase, y punto. Cuando escribo trato de divertirme. Lo solemne y lo seriote no me gustan nada.

¿Quién le enseñó a narrar?

–A mí (y a toda mi generación), William Faulkner. Y después, Borges, que nos enseñó a no hablar demasiado, como hablan y hablan y hablan –para no decir nada– todos esos españoles del siglo pasado, y algunos de hoy. Faulkner es burbujeante, jadeante…

Oiga, María Esther. Así, a quemarropa: ¿Cómo fue su vida en eso del amor?

–Fui… muy afiladora. Pero allá lejos y hace tiempo, en la adolescencia. Después llegó mi conversión religiosa, y después mi marido: Andrés Alfonso Bravo. Lo mío fue… posoperatorio.

Pero hubo novios. ¿Más que novios o menos que novios?

–Recuerdo, allá en Larroque, mi pueblo (el mismo de Yabrán, lamentablemente), un estanciero muy rico al que despedí por muy bruto, a un tal Maneco, y no mucho más.

Junto a Borges en la Feria del Libro

¿Cómo apareció ese cáncer?

–Llegué a una conclusión. Al mundo no lo manejan ni el cerebro ni el corazón: lo maneja el colon irritable. Venía luchando con él, y en Europa, mientras rastreaba los pasos de mi personaje, comí un sándwich, tomé un jugo de tomate helado, y exploté. Análisis, estudios, y el médico que me dice: "Tenés dos tumores: uno bueno y otro malo".

Nada menos que una batalla entre el Bien y el Mal…

–Y otra frase del médico: "No derrames una sola lágrima, María Esther: el tumor maligno está muy acotado y es muy controlable".

¿Qué sintió? ¿Qué se siente?

–Es muy duro. Porque el centro del ser humano está en la panza. Una operación de corazón es limpia. No te conmueve para nada. Pero la panza… Ante cada análisis, temblaba.

La palabra muerte aleteaba como un obsceno pájaro negro, digamos.

–Pero lo tomé con calma. Soy trascendentalista. Me dije: "Si tengo que morirme, bueno: hice mi vida, hice mis cosas, hace dieciocho años zafé de otro cáncer, mi novela ya está lista, y si me muero antes de que aparezca, lo único que pido es que la corrijan bien".

¿Y después de la operación, qué?

–Me pregunté por qué tuve otra chance. Porque el pobrecito Denevi no la tuvo…

–Basta de negrura. ¿En qué la cambió el éxito, el dinero?

–En lo esencial, lo profundo, no me cambió nada. Pude, sí, dejar de trabajar y vivir de la literatura. Tengo casa, coche, y mi casa de Larroque la doné a la municipalidad porque tenerla era un pecado, una falta contra la sociedad: iba un mes por año, y después quedaba cerrada y sin más habitantes que seis perros.

Pero en Larroque está su historia. Victoriano, su padre, el que trabajaba en la usina e iluminaba el pueblo. Perla, su madre, que era judía pero la mandaba a misa… ¿Se acuerda?

–Claro. Y que de chica era díscola, muy mala, caprichosa. Y cuentera: condición esencial para escribir.

María Esther de Miguel

¿Y más tarde?

–¡Otra vez la misma historia! Sí: fui monja paulina, dejé de serlo, y cuando dejé de serlo me instalé en un cuarto sin más tesoros que una máquina de escribir y un colchón.

La novicia rebelde.

–Rebelde, sí. No se olvide que soy de la tierra de Pancho Ramírez, al que jamás le perdonaron que atara su pingo en la Pirámide de Mayo.

Ahora, en este balcón sobre Coronel Díaz, ¿no extraña Larroque? Ese andar en patas, tomar sol, matar hormigas, descular avispas…

–Mi parte haragana, sí. Pero mi otra parte –la escritora–, no. Terminé esta novela, y ya tengo la próxima en la cabeza. No puedo parar.

Hace dos años me dijo que sus novelas eran Flor de Ceibo. Criollitas. No traducidas a otros idiomas. Y más me dijo: "Desde chica me até a un proverbio: 'Si no puedes ser una estrella en el cielo, sé una lámpara en tu casa'" ¿Todavía, después del Premio Nacional y del Premio Planeta, cree lo mismo?

–¿Sabe? Me cansé de ser Flor de Ceibo. Me parece que de la mano de Fabián Gómez y Anchorena… ¡voy a dar el gran salto!

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