“Callao 1824”: cuando la poesía puede contar la historia

El último libro de la autora argentina Cecilia Romana recrea con belleza poética la historia del infame “Sorteo de Matucana”, ingresando en los sufrimientos, añoranzas y miedos de diferentes personajes históricos

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Por Cecilia Romana

“Callao 1824” (Leviatán), de Cecilia Romana
“Callao 1824” (Leviatán), de Cecilia Romana

Soy poeta. Cuando me preguntan si espero a la musa o qué para escribir, yo digo que traduzco mi vida cuando escribo y mi vida más que nada son la cancha y la lectura. La cancha es la de All Boys, el mundo de los jugadores y la tribuna, la B Metro, eso que pasa una vez por semana y me da letra como para un mes, un año, veinte. Lo que leo es historia argentina. Hace un tiempo ya que no puedo salir de eso: los patriotas, los federales, los unitarios, unos y otros, como un partido entre All Boys y Chicago, vivo la lectura con el corazón y las lágrimas.

Me enteré del Sorteo de Matucana gracias a los Episodios Nacionales de Juan Manuel Espora, un libro de 1888. Espora, nieto de Tomás, el marino que con el almirante Brown defendió al país contra las flotas brasileñas, trazó un itinerario de cuarenta y dos sucesos protagonizados por hombres y mujeres que participaron activamente en las luchas independentistas americanas y en la fundación de una nación que daba sus primeros pasos a principios del siglo XIX.

La anécdota de Matucana es muy triste: luego de que los patriotas americanos se sublevan en El Callao en febrero de 1824, los realistas conducen a ciento cuatro soldados a una prisión de la isla de Esteves en el lago Titicaca. Juan Ramón Estomba, un coronel graduado nacido en Montevideo, y Juan Pedro Luna, coronel tucumano, se fugan de las filas aprovechando un accidente en la quebrada de San Mateo y lanzándose a una acequia logran separarse del grupo. Cuando el general español García Camba nota la ausencia de los dos soldados, decide escarmentar con el resto: otros dos serán fusilados para pagar la huída de Estomba y Luna. La elección se hace mediante un sorteo.

Cuenta Espora, y después supe que Mitre también lo había contado, que los patriotas no estaban de acuerdo con la medida. José Videla Castillo, un coronel mendocino, ofreció su vida que, según testimonios, valía más que la de cualquiera de los que estuvieran allí por su alta graduación militar. Pascual Vivero, un viejo general español, hizo lo propio, pero los realistas se negaron a aceptar el ofrecimiento de los mártires y obligaron a los presos a sacar sus respectivas cédulas del morrión hasta que salieran las dos de color negro.

Cecilia Romana
Cecilia Romana

Videla Castillo y Ramón Lista, abuelo del tristemente recordado explorador de la Patagonia, fueron los primeros en sacar su suerte: a los dos les tocó color blanco.

Mientras los demás esperaban su turno, un joven militar salió de las filas y gritó que era responsable del escape porque sabía de antemano que iba a ocurrir. Su nombre, Domingo Alejo Millán, tucumano, capitán, 27 años. Acto seguido otro soldado se entregó: Manuel Silvestre Prudán, porteño, capitán, 24 años. El resto de los patriotas comenzó a protestar: ¡que siga el sorteo! ¡Que siga! ¡Queremos sacar nuestra suerte! Pero Millán mostró una carta de Estomba que guardaba en su chaqueta y Prudán aseguró que en su maleta de viaje tenía la casaca de Luna.

Prudán y Millán fueron puestos en capilla y fusilados a las pocas horas.
Cuando lo apuntaron con el fusil Millán gritó: "¡Compañeros!, la venganza les encargo ¡Al pecho!… ¡Al pecho!… ¡Viva la patria!". Prudán murió diciendo: "¡Viva Buenos Aires!".

Antes de terminar de leer el capítulo de Espora ya estaba llorando. Llorando por Prudán, por Millán, por mí que jamás sería capaz de hacer una cosa semejante. Me puse a investigar las vidas de estos militares, la geografía del viaje, quiénes eran, qué habían hecho. Todos habían pasado años presos.

Después de los desastres de Vilcapugio y Ayohuma, maltratados, pobres de toda miseria, desarmados y obedientes, estos jóvenes ‒porque todos eran jóvenes, hasta Estomba y Luna‒, fueron trasladados, tomados prisioneros, enviados a pelear una y otra vez y siempre, pero siempre, vivieron en el mismo ambiente: el de los hombres en guerra. ¿Qué se puede decir de sus mujeres, de sus casas, si hasta tuvieron hijos que no conocieron nunca?

Porque no puedo hacer otra cosa que escribir, me puse a escribir sobre Estomba, sobre Luna, Prudán y Millán y como soy poeta, escribí un libro de poemas: Callao 1824. Y si hay verdad en ese libro yo digo que sí, que todo es verdad desde que yo lo escribí, que esos amores y esas penas son reales, porque a través de ellos me pasaron a mí que las escribía. Me metí en cosas de hombres como en el fútbol y digan lo que digan la que va a la cancha soy yo y la que se puso en la piel de esos chicos que a veces ni armas tenían, también soy yo.

En la montaña, en las casamatas de El Callao, en los toldos improvisados y el campo sembrado de cuerpos, estuve con ellos. Me hice carne de sus sufrimientos, de sus añoranzas y sus miedos, escribiendo la historia del otro lado de Espora y Mitre, haciéndola poesía, porque solo convirtiéndola en poesía podía renombrar hechos tan difíciles de pasar, no solo para mí, para cualquiera que tenga un poco ‒un poco aunque sea‒, de sangre en el corazón.

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