Una ciudad es el campo de batalla donde lo nuevo y lo viejo pelean a muerte. Nosotros, humanos en tiempo presente, caminamos sobre un lugar que tiene vida propia, que nos excede. La arquitectura y los espacios forman parte de esa memoria colectiva que se materializa, mejor aún, en los monumentos.
¿Y qué es un monumento? Mucho más que una obra de arte, porque tiene un objetivo, una función. Viene del latín: monumentum, que significa recuerdo. Esculturas que homenajean a personas, momentos, ideas. Las recuerdan para que nunca olvidemos qué fuimos y qué somos. Una conmemoración, eso es un monumento: rescatar del olvido un valor clave de nuestra identidad y conmemorarlo. Mientras caminamos por la ciudad, estos monstruos de piedra están ahí —enormes, fuertes, imponentes— cargando sobre sus hombros la memoria y batallando contra el tiempo y sus inclemencias.
¿Quién se encarga de mantenerlos, de restaurarlos cotidianamente, de curarlos?
En el corazón de la Plaza Sicilia, justo en medio de sus dos lagos y rodeados de árboles están los talleres del MOA (Monumentos y Obras de Arte), perteneciente al Ministerio de Ambiente y Espacio Público del Gobierno de la Ciudad. Son dos galpones colmados de piezas y un patio adelante con estatuas enormes, verdes, grises, blancas, que parecen dispuestas a cobrar vida en cualquier instante: algo esconden esos ojos inmóviles. "En un momento nos llamaron el Hospital de Estatuas. Es que se puede asimilar a una operación de cirugía, por llevarlo a ese tema. De alguna manera curamos las estatuas", dice Jorge Grimaz, coordinador operativo del MOA, con media sonrisa en la boca.
Grimaz es un hombre de rasgos duros, bigote bien recortado, pulóver arremangado, manos de obrero y mirada de artista. Habla con las palabras justas, ni más ni menos. Ingresó a trabajar acá en 1985, hace ya más de 30 años cuando el MOA tenía poco menos de su edad. "El que hacemos es un trabajo artesanal", asegura.
"Hay obras que en una semana están listas y hay otras que pueden llevar meses", agrega y extiende las manos, como mostrando lo que lo rodea. Entre administrativos y operativos, son 25 personas las que trabajan acá. Hacen entre 10 y 15 intervenciones mensuales, "más allá de las que se traen al taller, que son imposibles de restaurar donde están emplazadas, ya sea por el tipo de restauración o por la cantidad de tiempo que requiere". Mientras se pueda, ellos van al monumento y lo arreglan ahí mismo. Montan su taller portátil, a la intemperie, ante la vista de todos. De no poder hacerlo, lo traen a este lugar.
Los motivos por los cuales tienen que echar manos a la obra son estos: "La mayor parte de las veces —cuenta Grimaz— las piezas que se traen es porque le vandalizaron alguna sección, le rompieron alguna parte. A las piezas de mármol las rompen por maldad y a las de bronce les sacan alguna pieza para venderla en el menudeo o en alguna casa de chatarrería. También ocurre que se llevan la pieza para tener un souvenir de alguna escultura emblemática de la Ciudad". Tienen una tarea intensa: entre monumentos, bustos, estatuas, placas y mástiles la Ciudad cuenta con 2.500 piezas.
En tiempos de crisis económicas y sociales, aseguran los especialistas, el vandalismo crece. Un descontento general invade las paredes y los monumentos. Pintadas y roturas. Gritos de auxilio desesperados que se vuelven bronca y autodestrucción contra la ciudad que nos excede: el lugar que nos alberga. Nuestro hábitat.
"Además, el vandalismo aumenta en proporción a la cantidad de obras. En estos años hay mucha mayor cantidad de obras en la ciudad y por eso evidentemente el vandalismo creció. También el mayor acceso a las pinturas en aerosol perjudicó porque tenemos mayor cantidad de graffitis y de pintadas en los monumentos así como en la mayoría de los espacios vacíos, por ejemplo los paredones. En ese sentido, tenemos más trabajo", comenta.
"La mayoría de los escultores del MOA son licenciados en Arte porque pensá que toda parte faltante, para reponerla, necesitamos de documentación que nos diga cómo estaba esa obra antes de ser dañada. Una vez obtenida la imagen original, en base a esas imágenes se modela tratando de llegar a lo que es la figura original. En base a eso se hacen los moldes y las reproducciones para llevar la obra a como estaba originalmente", dice Grimaz y busca en su mente algunos ejemplos. Los tiene todos a mano.
En el Parque Rivadavia, bajo un arco de mármol inmenso, un caballo oscuro se impone. Arriba, reproducido en bronce, el libertador Simón Bolívar empuña su espada triunfante. Es un monumento que hizo el escultor José Fioravanti y se inauguró en octubre de 1942. "Cada quince o veinte días tenemos un graffiti en el monumento", dice Grimaz y basta con entrar al Street View de Google para comprobarlo: en el pecho del caballo, unas marcas lo arruinan. Entonces van todas las veces que sean necesarias a restaurarlo, a curarlo. "El monumento a Artigas en Plaza Uruguay también. Últimamente está siendo vandalizado muy seguido", agrega.
"Y hay obras que optamos por traerlas a los talleres para preservarlas —continúa con su anecdotario—, como es el caso de la Diana Fugitiva que estaba en Parque Lezama. También: todas las semanas teníamos un graffiti distinto. Y como es una obra de mármol, una piedra blanda, toda intervención produce un desgaste en la piedra. Entonces solicitamos el permiso correspondiente para traerla al taller y preservarla y que no sea tan atacada".
Las soluciones no están tan cerca. Los monumentos tienen que permanecer en la ciudad, es su lugar y es su función: un recuerdo, un homenaje, una conmemoración. Son parte de lo que somos. Son nuestra identidad. "En los lugares que están cerrados, como el Botánico o el Rosedal, en el Jardín de los Poetas, los daños por vandalismo amainaron. Eso no indica que la reja sea la solución. Hay muchos monumentos enrejados que son vandalizados igualmente. Me parece que es una cuestión de educación, una cuestión cultural. Se tiene que dar un poquito más de publicidad al trabajo que cuesta llevar a la originalidad a la obra cada vez que es vandalizada", dice convencido.
Ahora, en el taller del MOA, el sol de la mañana se filtra e ilumina todo. Hay manos que salen de cajas, bustos sin narices, animales de cuyos muñones brotan fierros. Sobre las mesas largas, todo tipo de materiales y herramientas. Unos cuantos trabajadores concentrados en su tarea, en la cirugía no tan milimétrica que el paciente de piedra necesita, forman los pequeños movimientos del lugar. Adelante, en el Patio de Esculturas están las obras ya casi listas para volver a su hogar. Cualquiera puede pasar y verlas, incluso en determinados horarios hay guías que explican el trabajo que se hace acá y el origen de cada una.
"Hay algunas que están en proceso de restauración. Hay otras que ya están restauradas aguardando a ser trasladas a algún lugar designado como para que se luzcan en los espacios públicos", dice y agrega: "La mayoría son antiguas. Las obras antiguas están más frágiles por el tiempo que llevan a la intemperie. Procuramos hacer las restauraciones en el mismo lugar. Por eso no tenemos todas las obras en proceso de restauración acá. Las que tenemos son las que se hacía imposible restaurarlas en el lugar".
Jorge Grimaz saluda con un fuerte apretón de manos y agradece el interés. Su tarea es contra el tiempo, como los monumentos, que batallan diariamente contra los vientos posmodernos de la globalización. Los monumentos se resisten a que la ciudad sea un shopping, un circo de pantallas y marketing y consumo, a que se le borren las marcas identitarias.
Al salir del MOA, las estatuas se pierden entre los árboles y la distancia las vuelve diminutas, casi humanas. Sobre el final, ya casi llegando a la calle Adolfo Berro, en una última mirada al lugar, uno de los monumentos, una mujer de mármol semidesnuda, parece moverse: cierra el puño y lo levanta con determinación. La batalla aún continúa.
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La escultura ligera de Alexander Calder, un juego de asombro y felicidad