En cada exilio que emprendió en Chile, Domingo Faustino Sarmiento desplegó sus multifacéticas habilidades que lo destacaron en los campos de la política, la educación, el periodismo y las relaciones exteriores. Pero además dio rienda suelta a sus dotes de don juan. En el primero de sus exilios, siendo un joven veinteañero, enamoró a María Jesús del Canto, una chica de su misma edad, quien le daría una hija, Emilia Faustina Ana. Y en el segundo, en 1845, conquistó a la bella Benita Martínez Pastoriza, casada con el anciano y acaudalado Domingo Castro y Calvo.
El 17 de abril de 1845 Benita tendría un varón, al que llamó Domingo Fidel Castro. Todas las miradas se volvieron hacia Sarmiento, de quien se sospechaba que era el verdadero padre. Las cartas que este escribió a sus amigos transmitiéndoles su alegría por la llegada del bebé lo pusieron en evidencia.
Cuando al año siguiente Castro y Calvo falleció, Sarmiento formalizó su relación con Benita. Se casaron y adoptó a Dominguito, al que quiso con devoción.
Ya a los 4 años el niño sabía leer. La escuela primaria y parte de la secundaria la cursó en Chile; una vez en Buenos Aires, a sus 13 años, continuó sus estudios en el Colegio Eclesiástico, hoy Nacional de Buenos Aires.
Aurelia
No faltó tiempo para que a Sarmiento, un conquistador empedernido, se le cruzase una mujer con la que mantendría un largo romance. Se llamaba Aurelia Vélez, era la hija de Dalmacio Vélez Sarsfield, que se había casado con un primo, que la abandonaría meses después de haberse celebrado el matrimonio.
El flechazo con la joven muchacha y el escándalo familiar desatado corrieron en paralelo. El general Bartolomé Mitre, al tanto de la situación, para alejarlo de Buenos Aires, nombró a Sarmiento auditor de Guerra y luego gobernador de San Juan. Y hacia allí partió con su familia.
En esa provincia, Dominguito ingresó en el cuerpo de escolta y participó de diversos combates con las montoneras del Chacho Peñaloza.
Cuando cayeron en manos de su celosa esposa y de su joven hijo una de las cartas que Sarmiento enviaba a Aurelia, el escándalo apuró los hechos. Aparentemente, Benita también tenía un amante, de quien había quedado embarazada. De todas formas, la relación sentimental con Aurelia Vélez fue la vía que usaría el sanjuanino para separarse de su esposa. Debió haber sido grande el encono, porque en su testamento Sarmiento había excluido a su ex mujer, quien debió acudir a la Justicia para reclamar por la mitad de los bienes.
De todas formas, lo que Sarmiento no pudo evitar fue el rencor guardado por su hijo por las constantes infidelidades de su padre hacia su madre.
A la guerra
Dominguito abandonó sus estudios de Derecho para ingresar en el Ejército. Lo hizo como capitán en el 12 de línea, cuyo jefe era el mayor Lucio V. Mansilla. Cuando estalló la guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay, su madre puso el grito en el cielo. Vanos fueron sus intentos de convencerlo de que no fuera a pelear. En el interior la guerra fue muy impopular —el reclutamiento fue un verdadero dolor de cabeza para los jefes militares—, pero en la Ciudad de Buenos Aires muchos jóvenes de familias conocidas se entusiasmaron con las palabras de Bartolomé Mitre: "En 24 horas en los cuarteles, en 15 días en campaña y en tres meses en Asunción", pronosticando que la guerra sería un mero trámite. Nada más alejado de la realidad. Dominguito, con muchos de sus amigos, se enrolaron en una aventura que se transformaría en una tragedia.
Se conocen dos cartas suyas dirigidas a su madre. En una de ellas, escribió:
"Avanzada de Curuzú, setiembre 20 de 1866
Querida vieja:
Recibí hoy, con mucho gusto, tu carta del 16, y siento que la distancia, más que todo, les esté haciendo pasar horas de mortales angustias, por peligros que nos anticipan. No tengas locos temores, que me asustan sobremanera. Tengo en la conciencia que no me sucederá nada, como hasta ahora no me ha sucedido. Pronto tendremos un ataque a Curupayty, en que nos toca un papel glorioso. El peligro es igual, lo mismo a una vara de los cañones que a diez cuadras, lo mismo adelante que atrás. ¿Debo renunciar a ilustrar mi nombre y hacerme digno de ti, por necios temores? No. Dios ha puesto sobre cada hombre el sello de su destino. No sucumbiré en la guerra, no lo temas. El peligro, ¿qué es? ¿Cuándo no lo hay? Si no fuera por lo que tú sufres y por mi profesión, y por mi camino, yo sería soldado, pero soldado por el combate; por la emoción, por la muerte que destila. ¡Es una gran sensación! Es un placer tremendo; como tal, sus dosis mayores, matan.
Mi batallón será el primero que escale la trinchera. El 17, que íbamos a tomarla, llegamos a dos cuadras, en medio de una serie de tiros que nos hacían y entre las granadas que reventaban en medio de nosotros; sin embargo, no perdimos un solo hombre. Es que tenemos buena estrella. Suerte. El 24, a nosotros se nos vinieron encima cerca de 200. ¿Y qué sucedió? ¡Que los matamos como se matan las hormigas, con el pie! El 12 de línea está adelante, pero no le sucederá lo que al San Juan y al Córdoba.
Ten fe en mí y no te anticipes a nada. Pero tú eres incorregible desde que llegué a la Concordia; en año y medio, no haces más que llorarme; tengo la convicción de que hemos de pasar muy buenos días juntos, y nos hemos de reír de todas estas miserias de la vida.
Desde el 13 hemos pasado unas hambrunas jefes. Espero con ansia la encomienda del jamón y la del quepí. Que vengan la ropa y el calzado, sobre todo.
Esta carta te la escribo trepado a un enorme árbol, mirando hacia el enemigo, que tiene sus reales tras unas líneas de monte, no muy lejano. Deseo los combates, los asaltos, que solo después de ellos me tendrán a tu lado. Mil cariños a todos. Tuyo.
Dominguito".
El sábado 22 de septiembre de 1866 tuvo lugar la batalla de Curupayty, donde nueve mil argentinos y ocho mil brasileños al mando del general Mitre tenían la misión de tomar la fortificación paraguaya, que había sido previamente bombardeada por la flota brasileña. Los aliados, convencidos de que la infernal andanada de proyectiles había neutralizado las defensas paraguayas, iniciaron un ataque a bayoneta calada. Pronto se dieron cuenta de que las posiciones paraguayas estaban intactas y que los soldados atacantes eran virtualmente fusilados, al quedar atrapados en el terreno pantanoso que rodeaba a la fortificación guaraní. Morirían más de diez mil soldados. Los muertos paraguayos no llegaron al centenar.
Uno de los que cayó en el ataque fue Dominguito, quien murió desangrado a causa de una esquirla que le afectó el talón de Aquiles. Mansilla diría que había muerto a causa de un disparo en el pecho cuando su unidad se retiraba del campo de batalla.
Tenía 21 años. Entre sus ropas, encontraron esta carta:
"Querida vieja:
La guerra es un juego de azar, puede la fortuna sonreír o abandonar al que se expone al plomo enemigo. Si las visiones, que nadie llama y que ellas solas vienen a adormecer las duras fatigas, dan la seguridad en la vida que ellas pintan; si halagadores presentimientos que atraen para más adelante; si la ambición de un destino brillante, que yo me forjo, son bastantes para dar tranquilidad al ánimo serenado por la santa misión de defender a su patria, yo tengo en mí fe firme y perpetua en mi camino. ¿Qué es la fe? No puedo explicármelo, pero me basta. Mas si lo que tengo por presentimientos son ilusiones destinadas a desvanecerse ante la metralla de Curupayty o de Humaitá, no sientas mi pérdida hasta el punto de sucumbir bajo la pesadumbre del dolor. Morir por su patria es dar a nuestro nombre un brillo que nada borrará; y nunca jamás fue más digna la mujer que cuando con estoica resignación envía a las batallas al hijo de sus entrañas. Las madres argentinas trasmitirán a las generaciones el legado de la abnegación y del sacrificio. Pero dejemos aquí estas líneas que un exceso de cariño me hace suponer ser letras póstumas que te dirijo.
Setiembre 22 de 1866. Son las 10. Las balas de grueso calibre estallan sobre el batallón. ¡Salud, mi madre!".
Sarmiento se desempeñaba como embajador argentino en los Estados Unidos. Quedó muy conmovido por la noticia. Hacía cuatro años que había estado con su hijo por última vez. En 1867 le escribió a Mitre: "La muerte de Dominguito, tan malogrado, ha traído a mi espíritu un incurable descontento. ¡Qué de cadenas de desencantos! Habría vivido en él; mientras que ahora no sé dónde arrojar este pedazo de mi vida que me queda, pues ni aquí ni allá sé qué hacer con ella (…) Escribía una historia de nuestra constitución que tenía ya adelantada. La abandoné con la muerte de Dominguito. Ahora no me siento con ánimo para nada".
Fue en ese país cuando le surgió la idea de escribir sobre su hijo y comenzó a tomar apuntes. A su amiga Mary Mann, quien lo ayudaría en el reclutamiento de las maestras norteamericanas, le diría: "Se haría una novela extraña si le contase todos los incidentes de su vida".
Fue velado en la ciudad de Buenos Aires y su féretro fue depositado provisoriamente en la bóveda de la familia de Florencio Varela, en la Recoleta. Cuando Sarmiento regresó al país, ungido presidente, lo primero que hizo fue ir a la tumba de su hijo, costumbre que mantendría y que solía hacer en secreto. Él mismo diseñó el monumento de la columna trunca que guarda sus restos.
En 1886, editó La vida de Dominguito. In Memoriam del valiente y deplorado capitán Domingo Fidel Sarmiento, muerto en Curupaití a los 20 años de edad. Primero fue publicada como folletín en el diario El Censor a partir del 17 de junio y luego, ese mismo año, apareció como libro. En la introducción, incluyó la frase "Morir por la Patria es vivir".
En la actualidad, la ciudad de Capitán Sarmiento recuerda a un joven que, como él mismo escribiera, le puso el pecho al sello de su destino.