Ya es un cliché considerar a Roberto Jacoby como un artista "multifacético". Hay quienes califican su obra de "poliédrica", como si se tratara de un sólido geométrico, o quienes indican la naturaleza "polimorfa" del artista, como si Jacoby monopolizara una cualidad que, desde Freud, sabemos que compartimos todos.
De los muchos escorzos que habilita a percibir la muestra que acaba de inaugurarse en el Macro, varios de ellos no se cuentan entre los más previsibles. Luego de la gran exhibición en 2011, en el madrileño Museo Reina Sofía, se planteó la dificultad de alojar, bajo la forma de archivos, una serie de obras que habían existido casi en su totalidad en los límites del sistema del arte: piezas fortuitas –algunas agraciadas, otras deliberadamente precarias– que Jacoby no se privó de exhumar y que, por suerte, ahora los espectadores podemos apreciar.
La muestra Traidores los días que huyeron, curada por Santiago Villanueva y Fernando Farina, propone un amplio inventario de esas creaciones al margen. Aunque releva algunos hitos de la obra del artista (como Darkroom o la series fotográficas del año 2006), sobre todo es hospitalaria con diversas constelaciones de obras semi logradas, aunque casi siempre sugestivas, que encontraron su espacio de exhibición idóneo en las salas de este hermoso museo de cara al río Paraná.
Conviene comenzar de arriba a abajo, sin perjuicio de que el visitante elija su propio recorrido. En la séptima sala se exhiben las obras más antiguas, jocosamente custodiadas por un busto de Carl Marx, remodelado encima de un Papá Noel. Estamos ante un Jacoby "clásico", cultor del arte de salones, en las antípodas del perfil con que solemos asociarlo. Se trata de obras nunca antes exhibidas, productos a veces atractivos del ocio: desde naturalezas muertas que se remontan al año 1958, una escultura o dibujos varios aguijoneados por el "Estímulo de Bellas Artes": si hay uno que tal vez evoque la pornografía de Tom of Finland, otros dejan entrever el talento precoz de Jacoby para aprehender las líneas de fuerza de la gestualidad humana. El propio artista considera estos trabajos una suerte de "lado B" de su obra. Sin embargo, ¿no merecían salir del placard donde dormían desde hace años? (Enaltecidos por el paspartú, los marcos y el bordó intenso con que está pintada la sala donde se exhiben, estos documentos históricos dialogan con una instalación más reciente, con la colaboración de Alejandro Ros, en la que un ataque terrorista parece poner en jaque una vernissage.)
En el piso de abajo nos topamos con uno de los costados menos predecibles de Jacoby: su lánguida incursión en el arte cinético. El artista confiesa que ni él mismo había advertido la existencia de esa faceta en su obra. Nuevamente, son trabajos exhumados de cajas, que él consideraba algo ridículos. Evidencian una factura expeditiva y casera: la mayoría están hechos a mano, pasando un peine por papel carbónico. "No hay que tomarse tanto tiempo para hacer las cosas", dice aludiendo a la trabajosa elaboración de las obras de un Mac Entyre, pero en una frase irónica que también alcanza a la producción de Pablo Siquier y Julio Le Parc. Con todo, hay más de un homenaje en estos papeles de un "cinetismo fácil para tiempos difíciles": sin duda esconden un tributo a las caligrafías libres de León Ferrari y acaso a los borroneos virtuosos de Cy Twombly. Y por vez primera, uno de ellos se expande a escala mural.
Bajando al quinto piso –una sala de yoga y meditación– arribamos a terreno conocido. Podemos ver proyecciones de sus videos y descalzarnos para hojear, distendidos, las variedades de su producción textual, desde la plaquette al libraco. A la espera de un lector incidental, allí reposan Moncada, la novela a cuatro manos que Jacoby escribió con Jorge Di Paola y no menos de cinco poemarios que el artista publicó en los últimos nueve meses. No falta la pedagogía sociológica de Diarios del odio, poemas ensamblados junto a Syd Krochmalny a partir de los comentarios de lectores iracundos que pululan en el anonimato de los foros digitales. (Los fragmentos elegidos –leemos en una nota de los autores– rastrean "aquellos núcleos discursivos donde se produce la deshumanización de sectores enteros de la sociedad argentina". Si bien cuesta encontrar el desenfado de Jacoby en la solemnidad de esa frase, también deberíamos integrar ese tono grave entre sus contradicciones creativas.)
Otro piso explora el perfil musical, ligado a su época de letrista de Virus. Podemos repasar las letras mecanografiadas de canciones, desde "Epocalipsis" hasta "Danza narcótica", entre otras, pero también poemas, como el fassbinderiano "El miedo corroe el alma" o la entrañable hagiografía "San Pablo Suárez, pintor y anacoreta". Y apreciar las fotos de los recitales de Virus en el estadio Obras, a mediados de los años 80. El visitante puede llevarse un afiche que, en lugar de difundir la banda, publicita la cálida algarabía de su público, "adolescente sin edad": las instantáneas se vuelven así un documento, menos sociológico que poético, de la estética de la recepción. En una vitrina se exhibe Tocame el Rok, álbum de canciones en forma de roca en donde confluyó el trabajo de Gabo Ferro, Axel Krygier y Dani Umpi, entre muchos otros. Y en otro disco inédito, producido también junto a Nacho Marciano, el visitante puede escuchar al propio Jacoby interpretando sus temas: para ello, dispone de los coquetos y cómodos sillones sonoros diseñados por Marina de Caro.
¿Y el Jacobi político? Los curadores parecen compartir la idea de que la manera más sabia de festejar ese hito del encuentro entre arte y política que fue Tucumán Arde, cincuenta años más tarde, consiste en ignorarlo. Pero en algún recodo de la sala azul, dedicada a la música, puede verse el borrador mecanografiado de otro manifiesto de la época. El Arte ha muerto, de hecho, fue firmado en Rosario, en julio de 1968. Allí se anuncia que, en adelante, el arte será bien fácil, "así lo hace cualquiera". Y podemos leer esta predicción perspicaz: "Me imagino a los coleccionistas comprando las copias más caras que los originales. Comprando chistes caros (a veces chistes malos)". Se vaticina que todo, de allí en más, será copia, cita, expropiación, plagio, versión, afano, "mejicaneada". De la muerte del arte, en cualquier caso, se desprende una conclusión socarrona: "¡Viva la joda!"
El tercer piso retoma, sin redundar en aspectos consabidos, el hilo conceptual de la obra de Jacoby. Conviven allí desde una acuarela que ironiza sobre la obra de la exitosa artista brasileña Adriana Varejâo hasta los proyectos monumentales del escultor imaginario Konstantin Semiolog, cuya falta de concreción nadie lamenta. También se muestra un cuadro en colaboración con Pablo Suárez, que previsiblemente no ganó el Premio Chandon en 1987, y que ni siquiera llegó a entrar en la selección. Uno de los videos que filmaba Gustavo Bruzzone en las inauguraciones dialoga con parte de la serie Interior de artista, que exhibe la muy literal ropa interior que llevaba cada artista en cuestión a la hora de contribuir con la obra. Y muy cerca, puede verse una réplica encargada a Florencia Rodríguez Giles de la Hoja de parra hembra, la única obra de Duchamp que puede reproducirse libremente: una pieza que, a su vez, Jacoby y Fernanda Laguna donaron al Museo de Calcos de la Cárcova.
Mención aparte merece una conferencia performática en la que el artista desoye las instrucciones demasiado esquemáticas de su anfitrión –nada menos que Paul B. Preciado– y plantea su propio juego: bajo el heterónimo de Berta Jacobs, encarna a una "psicopedagoga de profesión y curadora por vocación", que analiza algunas obras recientes del propio Jacoby, despliega más de un "objeto sonoro", filosofa medio en broma medio en serio sobre el lenguaje de género, y propone un experimento sobre la vaguedad figurativa que aflora toda vez que nos ponemos a dibujar una vagina.
Otro piso aloja la gestualidad afantochada con que Roberto Jacoby decidió autorretratarse en dos frisos fotográficos de 2016. Ese fantástico catálogo de muecas y mohínes –instantáneas precisas de una dimensión histriónica que las excede– retoma el lema magrittiano "No soy un clown", que dio título a la muestra en la galería Belleza y felicidad allá por el año 2001. A este cronista, estas fotos le recuerdan la mímica del cine mudo en la época del expresionismo alemán: nos invitan a contemplar a Jacoby como si fuera una especie de Emil Jannings local. Lo indudable es que esta obra incluye el guiño culto, esta vez a los gestos hiperbólicos que aún asombran en los bustos del artista bávaro Franz Xaver Messerschmidt, y que las poses faciales de Jacoby remedan a veces con asombrosa fidelidad.
Finalmente, en el primer piso se exhiben registros de dos versiones de una obra emblemática del último Jacoby: Darkroom (2002, 2005). Allí los performers, provistos de máscaras con reminiscencias de las de Oskar Schlemmer, ejecutan un teatro de encuentros a ciegas. Se trata de coreografías libres o austeras, donde los intérpretes apelan a una magra utilería y respetan la explícita prescripción del artista de no embellecer los movimientos con ademanes de danza. Pero esa dramaturgia está concebida para ser visualizado por un solo espectador cada vez, a través de una cámara infrarroja, que a su vez registra, sin que él lo sepa, su fragmentaria experiencia voyeurista. (Hacia el final de su prólogo a El deseo nace del derrumbe, insoslayable enciclopedia del universo Jacoby, Ana Longoni presenta un inventario de las interpretaciones –y sobreinterpretaciones– de esta obra peculiar.)
Aunque deplore la huida del tiempo, la muestra Traidores los días que huyeron está exenta de nostalgia: por el contrario, apunta a un futuro necesariamente precario, aunque nada desolador. Es también juvenilista, no porque ilustre la renuencia del artista a madurar, sino más bien a recalcitrarse. Y, aunque muy prolija, es una exposición de una deliberada incoherencia estética. "Esta muestra elige otro camino, un Jacoby que confunde en su intento de definirlo", sostienen Farina y Villanueva. Sin sobrecarga teórica, el minucioso guión curatorial nos da instrucciones precisas para extraviarnos en la carrera artística de Roberto Jacoby, que en buena medida se entrevera con la del arte argentino a secas de las últimas décadas. También ahonda el surco de las conversaciones, algo erráticas pero enjundiosas, que el artista sostuvo hace unos años con José Fernández Vega, y que repasan medio siglo en la historia de las artes visuales argentinas. Así esta muestra deja en claro cuán productivo resulta seguir desordenando esa cronología, según una caprichosa dialéctica entre lo memorable y lo insignificante.
* Traidores los días que huyeron es una exhibición de obras en gran medida inéditas de Roberto Jacoby, curada por Santiago Villanueva y Fernando Farina. Puede visitarse hasta el 4 de noviembre en el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario (Bv. Oroño y el río Paraná), de martes a domingo, de 11 a 19, con entrada libre y gratuita.
* Algunos de los libros para profundizar en el mundo Jacoby son: Extravíos de vanguardia. Del Di Tella al siglo XXI (conversaciones con José Fernández Vega, Edhasa, 2017) y El deseo nace del derrumbe. Acciones, conceptos, escritos (edición a cargo de Ana Longoni, Adriana Hidalgo, 2018).
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