El 5 de marzo de 1953 murió en Moscú Iosif Stalin. El 16 de septiembre de 1955 una dictadura cívica militar derrocó al gobierno de Juan Domingo Perón. El 23 de octubre de 1956 la Unión Soviética invadió Hungría. En el triángulo formado por estas tres fechas se puede tejer la explicación de la importancia que tuvo la cultura comunista, y cómo ésta moldeó la cultura argentina "a secas" en la segunda mitad del siglo pasado. Es el final de un periodo abierto en 1945 por el término de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo del gobierno peronista.
Así lo cree Adriana Petra, investigadora del CONICET, docente de la UNSAM y autora del libro Intelectuales y cultura comunista (editado por Fondo de Cultura Económica), que busca rellenar ese espacio indagando por qué detrás de una formación que en términos políticos y electorales tuvo poca trascendencia para la historia argentina, existió sin embargo una hegemonía en el campo de la cultura que dejó su huella hasta nuestros días.
En palabras de la autora, el Partido Comunista Argentino (PCA) fue, a la vez que un partido caracterizado -y cuestionado- por ser jerárquico, dogmático, monolítico e incapaz de leer la realidad, un eje casi ineludible del espacio cultural de las izquierdas. "Me resultó curiosa esta paradoja. ¿Cómo un partido con tan pocos atributos tenía una presencia tan importante en el espacio de las izquierdas políticas hasta bien entrada la década del '60? Eso me llevó a empezar la investigación", explicó Petra a Infobae Cultura.
Después de esquivar la historia estrictamente política y social del PCA, Petra comenzó a tejer lo que ella llamó "una historia intelectual" del partido y su periferia, en una construcción que apostó a que fuera más antropológica. O como ella la llamó, el comunismo como una forma de "estar en el mundo".
"Los partidos como el Comunista eran un lugar donde se tejían amistades, relaciones, formas de ver la realidad. Era una especie de familia de la cultura, y un espacio donde también había una voluntad de autarquía al respecto de las prácticas burguesas", afirmó Petra. En su libro también repasa elementos culturales en el sentido más estricto, como revistas, publicaciones y grupos de intercambio.
"Culturalmente, el comunismo ocupó un espacio de interlocución; lejos de una especie de ghetto o mundo aparte, ocupó un lugar central del espacio público", agregó.
Antifascismo, peronismo y Revolución Libertadora
Casi como un ciclo vital, la historia del comunismo puede ser leída a través de hitos que lo condicionaron y modificaron su base social. Uno de esos hitos tiene que ver con el surgimiento, en la década del '30, del antifascimo, una cultura y una sensibilidad "muy importante y muy extensa en nuestro país", explica Petra.
"El antiperonismo en Argentina se nutrió de ese espacio, tomó de allí sus insumos. O, en otras palabras, el peronismo fue leído con los lentes del antifascismo". Así fue durante buena parte de la década del década del 40 y hasta entrados los 60 aunque tempranamente algunos intelectuales comunistas, como Rodolfo Puiggros y Elías Castelnuevo, por ejemplo, comenzaron a repensar ese vínculo para más tarde acercarse al peronismo. Muchos empezaron a romper con el Partido Comunista, y otros tantos fueron expulsados.
"El comunismo rápidamente se diferenció de los aspectos más burdos o 'gorilas' del antiperonismo, aunque su caracterización más temprana fue la de nazifascismo. Después siguió siendo antiperonista, tal vez no tanto como el Partido Socialista, aunque hubo muchos vaivenes", describió la autora.
En el año 1952, ocurrió, sin embargo, el más extraño y confuso de dichos vaivenes. Se trata del mayor acercamiento del PC con el peronismo, aparentemente motivado por lo que podría haber sido un error o, más probablemente, una traición. Sucedió durante uno de los viajes de Victorio Codovilla -máxima autoridad del partido- a la entonces Unión Soviética con motivo del XIX Congreso. Su secretario de Organización, Juan José Real, aprovechó su ausencia para ponerse al frente de un cambio de táctica: una suerte de peronización del comunismo. El episodio duró apenas unos meses hasta que fue desactivado, expulsados los responsables y encauzado el partido.
"El hecho tuvo consecuencias gravosas, sobre todo para los intelectuales vinculados al partido, debido a que el antiperonismo era, de alguna manera, su capital político. Era la década del 50, el nazismo -que era lo que había unido a sus enemigos- ya había sido derrotado y surgían cada vez más cuestionamientos al comunismo. En plena Guerra Fría, las críticas al experimento soviético se acumulaban", relató Petra. Y agregó: "Acechados por la realidad del estalinismo, lo único que hasta entonces había sido un verdadero pilar de su identidad cultural en el espacio liberal-democrático al que habían elegido pertenecer, -el antiperonismo- comenzaba a resquebrajarse".
Hasta el golpe militar que abrió paso a la Revolución Libertadora, el peronismo había tenido personajes muy cuestionables y conservadores al frente de sus emprendimientos culturales, y los comunistas habían sido fuertemente perseguidos. Por ese motivo el mundo intelectual fue antiperonista hasta que cayó Juan Domingo Perón. Con el Golpe, la interpretación sobre el peronismo muta y esto tiene consecuencias profundas en el campo de influencia del Comunismo. Hay una nueva conciencia de que no se trata de un fenómeno pasajero, y de que, en efecto, se ha convertido en una nueva identidad que interpela a los trabajadores y al mundo popular. El impacto entre los sectores medios y el
mundo letrado, sobre todo en las izquierdas, es enorme.
Obediencia vs libertad creadora, y el sentido de la oportunidad
Con la excepción del mundo del arte -del que Antonio Berni fue una gran figura- el comunismo argentino no posee, en el campo de la intelectualidad, referencias internacionales o, en otras palabras, voceros.
"Lo que yo observé fue que en otras experiencias nacionales sí emergieron ese tipo de figuras. Pablo Neruda es un ejemplo de un poeta de renombre internacional (de hecho gana el Premio Nobel), que construye un espacio propio a partir de su poesía y de su condición de comunista", explica Petra. "Neruda entraba en una sala en París y todo el mundo sabía quién era; y como venía de Chile se convirtió en una referencia Latinoamericana".
En el caso argentino, que tuvo grandes exponentes, como por ejemplo Raúl González Tuñón, no se alcanzó renombre internacional. Según la autora, esto tiene que ver, en parte, con una actitud del partido respecto de sus intelectuales y de cómo manejar ese espacio de la cultura.
"El comunismo es una cultura política muy rígidamente jerarquizada; en Argentina y en todos lados. Esto es así, no se puede ser comunista de otra manera. Entonces, la cuestión con los intelectuales es problemática en culturas políticas como esa. Obliga al intelectual a someterse a una autoridad no intelectual, política; a someterse a una lógica que es distinta a la lógica del mundo de la cultura. Y esto más allá de la idea del intelectual como pensador libre, porque eso es apenas una manera de entender lo que es ser un intelectual, pero puede haber otras. El tema es que aún cuando haya otras, los intelectuales y los artistas se rigen por lógicas dadas por su propio campo, no por otros".
Pero en ese espacio tensionado entre la política y la cultura, cree Petra, hay formas diferentes de gestionar el compromiso partidario y la voluntaria cesión de autonomía que eso implica. "Los grandes nombres, por ser grandes, pueden negociar mejor su autonomía que las figuras menores. Porque en definitiva es casi como un matrimonio por conveniencia. Supongo que, por ejemplo, el Partido Comunista francés, que era un partido profundamente estalinista y dogmático, no le hacía muchas advertencias a Pablo Picasso. Lo que le convenía era tener a Picasso para sus batallas, que fuera a un congreso a hablar y se presentara como un artista comunista".
Por eso, eran los sectores medios y bajos del espacio intelectual los sufrían más el peso de las exigencias del partido, aunque según la autora no era sólo el látigo, sino que también se trataba de un 'sistema de compensaciones': poder publicar, ser traducido en muchos idiomas, poder viajar, entre otras cosas.
Final y vigencia de una experiencia imperfecta
5 de marzo de 1953. Zozobra, desconcierto, pero también homenajes, loas. Todo eso generó la muerte de Iosif Stalin. Solo quedaba conmoción en un mundo que se había organizado en función de una figura que era dueña de todos los atributos. Pero la verdadera eclosión llegó tres años más tarde, al celebrarse el XX Congreso del Partido Comunista.
"Es un shock. Fue la experiencia de 'matar al Padre', explícitamente y desde adentro. Porque en el mundo Stalin ya era una figura muy cuestionada. Pero era la primera vez que el partido asumía los abusos y los crímenes del estalinismo", cuenta Petra. Y sin embargo, también fue una operación exculpatoria. La idea era que Stalin era responsable de los errores, pero todo el resto del sistema seguía sirviendo. Se convirtió en un chivo expiatorio.
Para muchos militantes el XX Congreso abrió una esperanza ya que si el comunismo era un espacio capaz de hacer semejante autocrítica, podía aún renovarse. Sin embargo, cuando apenas habían pasado unos meses, se produjo la invasión de la Unión Soviética a Hungría, y la ilusión se desvaneció. Ese cisma de carácter global se unió aquí con la crisis que abrió el golpe de 1955. En la década siguiente, la centralidad que le cupo al comunismo en la cultura argentina entrará en un ocaso.
"Lo que cae en 1981-1991, sin embargo, es un símbolo que trasciende al socialismo real o al mundo organizado en torno a la URSS, y que habla de algo más amplio, una identidad de izquierda; el colapso de un proyecto que, aunque fallido y criticable, había sido una referencia. El mundo realmente cambia con la caída del muro. Por eso, más allá de los balances amargos sobre el devenir de la Revolución Rusa -de la que se acaban de cumplir 100 años- su vigencia está en aquello que era su promesa, que es la de que el mundo puede -y posiblemente deba- ser modificado".
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