"Las siento en la nuca". Así empieza el libro de Melina Pogorelsky. La que siente es una madre, Alejandra, que está en la clase de natación con su hijo Tobi. Y lo que siente son las otras madres de los otros chicos, que hablan, que chusmean, que murmuran, que juzgan. Lo que siente es el contexto que la abruma y la vuelve un poco paranoica. Parece que ser madre no es como nos cuentan las revistas de moda. Tampoco ser padre. Subacuática —la nouvelle de Pogorelsky que acaba de publicar la editorial Odelia— narra la historia de esta madre, pero también la historia de un padre, de Pablo que, cuando nace Lola, su mujer muere; entonces la paternidad se hace presente de la mano de la viudez. Como dos piezas inseparables.
"No me propuse hablar de maternidad ni hablar de paternidad. Esos temas atravesaron al libro. Yo quería hablar del duelo, de la muerte, de la viudez. Tenía esa hipótesis: qué pasaría con un hombre que se convierte en padre al mismo tiempo que se convierte en viudo. Era una idea que tenía girando en la cabeza y empecé a seguir a este personaje. Yo estaba nadando y este clima de la natación y esta cosa de los pensamientos que van y vienen me armaron a Pablo. Entonces aparece un personaje, en principio secundario, que es Alejandra, que me di cuenta que era muy interesante y que cobraba otra dimensión con la maternidad. Le di ese lugar que terminó armando el total de la novela", cuenta ahora la autora.
Ahora, en un bar de Paternal, Melina Pogorelsky charla con Infobae Cultura con suma distensión. Es precisa en sus palabras. Y sus ojos azules detrás del vidrio de los anteojos acentúan la claridad. "Generalmente no pienso en temas cuando arranco. Pienso en una situación, en una hipótesis, en un personaje. Más que nada voy buscando las voces. Lo que pensé fue una historia sobre el duelo, la muerte y sobrevivir… sobrevivir en contextos de mucho drama, de mucha tristeza y cómo hay que seguir, cómo la vida continúa. La paternidad y la maternidad son los lugares que te obligan a eso también, ¿no? Como que estás hecho pelota pero bueno… tenés que seguir criando a esta bebé, hay que levantarse, ponerle las crocs y todas las cosas domésticas que se cuelan en la tragedia. Eso me interesa".
—¿Te resultó difícil construir un padre, un varón?
—No me quiero hacer la canchera, pero no me fue difícil, no me fue lejano, porque lo construí desde un lugar cercano a las funciones de madre también. Me parece que hay algo en las nuevas paternidades de la clase media de este padre medio progre que viene a ser Pablo… son personajes que yo tengo muy vistos también, que se parecen mucho a mí, a mi círculo, a mis amigos, a mi marido en algunas cosas. No fue construir un padre tan distinto a una madre de hoy en día. La crianza está más participada por ambos. Y porque él tiene una cosa muy materna también. Queda como cumpliendo un lugar de mamá, por esta mamá que no está, pero está.
—Hay algo de mucha intensidad que se narra en la novela que es el miedo a la pérdida de un hijo.
—Sí, ese abismo… ella habla de un vértigo, un abismo que es lo que nos pasa a la mayoría de los padres: esa fragilidad, esa situación de tener un hijo, esa desesperación, un amor que es un abismo, que por momentos lo querés matar. El mayor miedo, desde el embarazo, un embarazo deseado, es el miedo a perderlo. Es un temor que tiene que ver con un amor enorme y con un vértigo que te da tener un hijo o una hija que de repente desborda todo. Y también esos niveles de amor… entonces hay como un temor que no tuviste nunca. Uno viene del miedo a la muerte, que es un miedo personal, pero cuando sos padre cambia todo porque ahí es el temor que le pase algo a él o que te pase algo a vos y que tu hijo se quede solo. La paternidad viene muy asociada al miedo.
—La novela jamás recurre al golpe bajo, sin embargo permanece ahí, en el filo. ¿Cómo es bordear todo el tiempo esa cosa fácil de la sensiblería?
—Lo que me propuse fue estar ahí, en el límite. Hay una cosa de amor total, de miedo y de dejar todo por ese ser pequeño que te necesita, y a la vez hay una cosa agobiante, cansadora, que no te deja espacio para vos, que no te deja más que media hora de natación encontrada después de tres años, la mirada de las otras madres. Hay muchas cosas que vienen con la maternidad, por lo menos en estas épocas, en ciertos contextos, que son un poco desesperantes. Yo no quería que sea ni una madre ni un padre odiosos. Me parece que hay un círculo de mucho amor hacia los hijos, pero también mucho hastío y entrega en la que te perdés.
—¿Creés que hay algo en esta generación de padres que transita ésto?
—Sí, debe tener que ver con esta generación de padres, que tenemos mucha culpa, estamos muy pendientes. Si esta novela sucediera en la generación de mis padres hubiera ocurrido otra cosa. Y más con un padre hombre.
Hace tiempo que Melina Pogorelsky aprendió a tener una relación amigable con ese objeto con el que convive diariamente: la literatura. No es sólo una manera de pensar, también es un método. Escribió muchos libros, todos para niños y adolescentes: ¡Nada de mascotas!, Una ciudad mentirosa y otras poesías de varias cosas, Roque y Bigote, Como una película en pausa y la saga de Los Súper Minis, entre otros. El último es Si te morís, te mato (Norma, 2018), una conversación entre dos amigas que viven de uno y otro lado del Océano Atlántico. Podría decirse que es una sólida autora de literatura infantil y juvenil, de lo que hoy se conoce simplemente como LIJ. Sin embargo, con Subacuática decidió apostar por el público adulto. Es la primera vez que vira hacia este público mayor. Podría pensarse que se trata de un tensionante desafío, aunque ella prefiere desdramatizar.
—¿Cómo fue que decidiste escribir para adultos?
—Para mí el proceso fue muy similar al de mis libros anteriores. No dije: "ahora voy a escribir para adultos" o "esto va a ser distinto". Fue una cuestión de voces y registros. Yo creo que es una novela que pueden leer adolescentes. No me parece que tenga algo que no puedan leer. Pero les puede interesar o no. No sería una novela que yo escribiría para un público juvenil, Igual hay chicos que me dijeron que la querían leer. La historia fue saliendo, y bueno… será para adultos. Fue saliendo naturalmente. El proceso fue muy parecido. Pero tiene características que otros libros no tienen, por ejemplo que es triste. Yo nunca había escrito algo triste. Y también fue más rápida la repercusión. Creo que la historia necesitó esto.
—¿Cómo ingresaste en el terreno de la literatura infantil y juvenil?
—Se dio naturalmente, porque yo era maestra. Ahora no ejerzo. Fui como diez años maestra de primaria. Ahora tengo talleres de escritura para chicos. Cuando empecé a escribir un poco más y me fui especializando en literatura infantil y juvenil ya me interesaba estar más de ese lado: trabajando en talleres de escritura literaria, que es lo que hago ahora. Era lo que yo conocía y la escritura me salía para ese lado: estaba muy en contacto con chicos, muy en contacto con libros para chicos y empecé un taller. Sin embargo cuando era adolescente iba a un taller y escribía para grandes, cuando yo era chica. Entonces lo de literatura infantil me vino muy naturalmente, muy fluidamente porque era lo que yo todo el tiempo estoy leyendo y tengo una cosa como muy directa sobre qué los despierta, que los aburre. A mí me divierte muchísimo escribir para pibes, me gusta ese mundo y me gusta el contacto con ellos sobre todo.
—Más allá del lector, ¿la literatura infantil es muy distinta de la juvenil a la hora de pensar la historia, los personajes?
—No, porque es lo mismo que pensarlo entre adulto y juvenil o adulto e infantil. Lo que cambia es la edad del lector. Vos la idea que tenés del lector, tenga dos años o 68, es más o menos la misma. Yo tengo un estilo y una idea de lector que tiene que ver con un lector al que no se le da todo completo, que no necesito resolverle todo. Mi escritura tiene un poco eso: dejar blancos, dejar silencios. Incluso en los libros para más chiquitos. Y que el otro reponga, tener en cuenta que el otro complete. Creo que también tiene que ver con mi historia como tallerista considerando al lector autor. Que el pibe pueda ponerse en el lugar de autor y ahora se convierta en escritor. Yo tengo una escritura que deja espacio al otro, que no da todo cerrado, y eso me pasa con chicos chiquititos y me pasa con los adultos. Pero no es distinto. Obviamente que hay temas que interesan más. Que las voces y los tonos estén cerca de lugares de identificación, pero no necesariamente las novelas para adolescentes tienen que ser protagonizadas por adolescentes. Para mí tiene que ser una escritura honesta donde no parezcas un señor grande o una señora grande tratando de hablar como una piba adolescente para que te crea, sino que estás construyendo una ficción que ojalá te guste, y lo mismo para pibes chiquitos y lo mismo para pibes grandes. Si queda muy forzado se nota.
—¿Y la cuestión pedagógica?
—No, a mí no me gusta, no me funciona. No voy a decir que los libros no enseñan nada. De hecho escribí un libro con una amiga que se llama Antimanual, Un libro que no enseña nada y es mentira que ese libro no enseña nada, enseña un montón de cosas. Tiene juegos, tiene humor, se ríe de la escuela, se ríe de los manuales, pero no hay un objetivo de que aprendas nada. No es mi función esa. No creo que sea función de la ficción enseñar o bajar temas. Después sé que los docentes hace unos laburos maravillosos con eso. No solamente al nivel de comprensión de texto, sino de todo lo que puede pasar con un libro. Pero me parece que la función del autor es ofrecer la historia y que guste y que lo que le pase después al lector corre por el lector. Para mí en la escritura se notan mucho los hilos, las cosas hechas a propósito. Cuando hay ciertas cosas que pensás y tenés no hace falta ni decirlas, aparecen. En Si te morís te mato son dos chicas adolescentes y justo releyéndola veo que hablamos del aborto, de enfermedad de transmisión sexual, de las marchas de la educación, pero no estuvo pensado. O sea, es parte del contexto de estos personajes. Obviamente que las autoras pensamos eso, pero si están metidas con fórceps quedan horribles. A mí como lectora no me gusta. Como mamá tampoco me gusta cuando veo los textos que leen los chicos. Trato que como autora no me pase.
La patria es la infancia, dicen, como si fuera un lugar originario donde se despertaron las primeras emociones. La lectura, por ejemplo. Tal vez lo sea. Melina Pogorelsky era muy chica cuando empezó a leer. Quizás por eso el lenguaje se le metió en la cabeza como una obsesión. "Tenía una cosa desesperada por la lectura, por los carteles, por las letras. ¿Viste esos casos de chicos que aprenden a leer solos? Mi hijo menor es así ahora. Yo era igual: '¿esta letra con esta otra qué hace?' —cuenta y ríe entre medio de los recuerdos— Dice mi mamá que un día aparecí y sabía leer. Era eso: jugar con las palabras, imaginar el nombre de un negocio, por qué se llamará así. Entonces mis papás enseguida me empezaron a acercar libros".
La escuela también. Atravesada por la educación pública en el barrio porteño de Almagro, su memoria adquiere ahora un ribete sentimental. "Me acuerdo el primer día de primer grado: la maestra leyendo un libro de Laura Devetach. Fue una ceremonia de inicio. Además, yo soy de la generación de los libros de Elsa Bornemann. Y me la pasaba pensando cosas como '¿esto se puede hacer con palabras?' Es un sentimiento que me partió la cabeza. Son momentos que yo los ubico ahí, en la escuela, en estas autoras, en la infancia", dice, y si bien hoy "hay muchos más autores, muchas más editoriales, editoriales chicas e independientes, ahora tenés mucha opción, lo que hace que quizás también sea un poco más difícil elegir".
Leer, para Melina Pogorelsky, fue como obtener poderes mágicos. Una especie de alquimia. No lo dice con esas palabras, pero en el fondo lo siente. Una herramienta única para desenredar el mundo tal y como se nos presenta. Aunque de golpe prefiere bajar el tono, Desdramatizar. "Y si no te gusta leer tampoco es tan grave. Los papás de los chicos me dicen 'no lee, no lee'. Yo de chica no hacía deporte, así que no pasa nada".
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