Literatura y belleza para tiempos tumultuosos: 3 libros breves e inolvidables

Una guía de lecturas exquisitas e imperdibles que, en lugar de cerrarse en sí mismas, tienen la capacidad de conducirnos a nuevas lecturas y a obras desconocidas

Venía de pasar un fin de semana atípico. Luego de meses de un acelere enfermo, había podido concentrarme y salir de la trampa de mirar el celular cada 45 segundos. El resultado no podría haber sido más satisfactorio, pude leer entre sábado y domingo tres libros, uno detrás del otro, uno más bello que el otro. Fiel a mi espíritu de divulgación -y ya de nuevo con el celular en la mano- decidí tuitear:

blockquote class="twitter-tweet" data-width="550">

Autoayuda en redes: quiero recordarles que leer libros hermosos hace bien y nos da felicidad. A veces lo olvidamos y persistimos en ver y leer otras cosas que tal vez entretienen pero muchas veces solo provocan mal humor, hastío y hasta furia. Hay que leer libros hermosos. Muchos

— Hinde Pomeraniec (@hindelita) August 21, 2018

Y la respuesta no se hizo esperar, varios usuarios se abrazaron al tuit como a una tabla de salvación, una demostración de cuánto necesitamos a veces encontrar una salida para los tiempos tumultuosos, una salida que sabemos que está cerca pero a la que no encontramos por falta de tiempo, por pereza o porque hace rato que no nos permitimos descolgarnos de la tierra, como si pensáramos que por dejar de mirar el celular o, mejor dicho, por dejar de revisar por unas horas las redes y los correos, nos estaremos perdiendo la información de nuestras vidas.

Los usuarios no solo celebraron el llamado a leer y a buscar belleza en la lectura. Comenzaron a pedir recomendaciones y a preguntarme, naturalmente, cuáles eran esos libros que me habían dado una buena dosis de felicidad durante el fin de semana. Esos libros que consiguieron quitarme por largas horas de la obsesión por lo real eran -¡son!- estos:

Palacio de olvido, de Alberto Tabbia. La bestia equilátera

Los lectores siempre soñamos con descubrir historias, prosas, personajes. Disfrutamos del placer de leer a alguien cuya obra conocemos y por cuyos andariveles nos movemos con soltura, algo que nos conduce a encontrar relaciones, secuencias, vínculos que tal vez para un lector reciente del mismo autor se escapan. Pero los amantes de los libros también sabemos lo que se siente cuando al leer a un autor por primera vez estalla la fascinación por un tono o un modo de narrar desconocidos. Exactamente eso, el hallazgo de un mundo nuevo es lo que provoca la lectura de este libro diferente, solitario. Su autor fue un diletante, un aficionado profesional podríamos decir. Un gran conocedor del cine, la literatura y el mundo que lo rodeaba.

En vida, Alberto Tabbia (1929-1997) no publicó ningún libro. Hace unos años se publicaron dos compilaciones de sus críticas de cine y ahora, con prólogo de Luis Chitarroni y la exquisita curaduría de Edgardo Cozarinsky -quien heredó sus escritos- ven la luz estos textos dispersos, una miscelánea deliciosa que ofrece memorias de barrio, relatos de viaje (la descripción de la biblioteca irlandesa de Grace Kelly es maravillosa) y delicados perfiles de personajes célebres (Elvis, Andy Warhol) y no tan célebres, entre quienes están la hija de Brezhnev que tuvo dos maridos artistas de circo, Bernard Boursicot, el francés acusado de entregar secretos de Estado a China empujado por su relación amorosa con una estrella de la ópera de Pekin a la que siempre creyó mujer y con la que además, aseguraba, había tenido un hijo (es la historia en la que se basa la M. Butterfly de Cronemberg, con aquel Jeremy Irons tan encendido como desconcertado) o la impostora Princess Caraboo. Pero además, como para concluir que estamos ante una especie de dichosa extensión del Borges de Bioy, el libro de Tabbia -amigo de Silvina Ocampo y de Wilcock– tiene chismes sobre la vida cultural de su tiempo, lo que le agrega atractivo e interés.

Alberto Tabbia

Tabbia era también amigo de José "Pepe" Bianco, para algunos -quien esto escribe, por ejemplo- uno de los mayores escritores de este país, autor de La pérdida del reino, una novela medular de la literatura argentina que cuenta la historia de Rufo Velázquez, un profesor y escritor frustrado y oveja negra de la familia, quien antes de morir lega sus textos autobiográficos al que será el narrador de la novela. La pérdida del reino es, sobre todo, un relato que disecciona una frivolidad moderna, con madres que terminan sus frases en francés y fortunas a punto de evaporarse.

Secretario de Victoria Ocampo en Sur -con quien tuvo una pelea legendaria al aceptar ir como jurado del premio Casa de las Américas a Cuba-, conversador hermoso, traductor extraordinario de Henry James y narrador de luxe, gracias a Tabbia ahora sabemos también que Bianco, como tantos otros argentinos, guardaba dólares para pelearle a la inflación.

José “Pepe” Bianco

"Te voy a explicar. Como todo el mundo en la Argentina, compro dólares para esquivar la inflación. ¿Dónde guardarlos? A la mucama no le tengo mucha confianza y a mí me visitan escritores que se llevan libros de mi biblioteca, así que… ¿viste en mi escritorio unos estantes muy altos, donde tengo las obras completas de Voltaire, en una edición en muchos volúmenes que era de mi padre? Apenas si les pasan el plumero, así que allí los guardo, entre las páginas. Semanas o meses más tarde, cuando necesito venderlos, me subo a una escalerita y nunca me acuerdo en qué tomo los guardé. Mirando uno y otro me pongo a releer cosas que leí hace mucho y otras que no conocía. ¡Y a veces pasan las horas, me duele la cintura de estar ahí encaramado y me olvido de los dólares. Así que el único mérito es el de las devaluaciones".

………………………………..

Autorretrato en el estudio, de Giorgio Agamben. Adriana Hidalgo editora

No quiero engañarlos: no integro la cofradía Agamben, lo he leído poco, como he leído en general poca filosofía. Afortunadamente fui a la escuela y a la universidad, en donde sí leí obras y autores clásicos y también autores considerados difíciles por obediencia a los programas; nombres y títulos a quienes seguramente no hubiera llegado por las mías. Pero resulta que algo en este reciente libro pequeño y enorme a un tiempo, me persuadió más que otros del mismo autor y por supuesto sé qué es: es el título, la idea que subyace en el título.

En medio del imperio del yo, el gran filósofo que fue alumno de Heidegger y que propuso una reescritura de la infancia, la subjetividad y el discurso, se vuelca a contar quién es, prueba a hacer una especie de autobiografía y elige hacerlo a partir de los objetos que lo acompañan en su estudio o, mejor, en sus diferentes estudios. Se trata de una suerte de memoria intelectual de un coleccionista, ensayadas a partir de aquellas fotos, libros, cartas, notas, postales, piezas de arte y miniaturas que comparten el espacio en el cual el gran intelectual romano nacido en 1942 piensa, lee y escribe. Las fotos son las que conducen a las historias de vida de sus maestros (como Heidegger) o de sus amistades.

Cada uno de ellos y cada uno de los objetos son vehículo de reflexiones y recuerdos. "Madurar es dejarse cocer por la vida, dejarse caer -como un fruto- sin mirar dónde", desliza en un momento, para luego pasar a reflexionar sobre la edad, el cuerpo y el alma: "No sé con exactitud cuál es la edad de mi alma, pero sin duda no debe ser mayor, en cualquier caso no más de nueve años, a juzgar por cómo me parece reconocerla en mis recuerdos de aquella edad, que por esto han permanecido tan vivos y eficaces. Cada año que pasa la brecha entre la edad que consta en mi documento de identidad y la de mi alma aumenta".

Giorgio Agamben

El libro de Agamben es un paseo exquisito por la historia de la cultura europea y del pensamiento del siglo XX, básicamente. Produce placer, curiosidad y también, en algunos lectores, una emoción incontenible. Es lo que me ocurrió durante las páginas en las que el filósofo vuelve a contar el modo en que a a la manera de un detective, logró dar con textos originales de Walter Benjamin que habían sido entregados a la Biblioteca Nacional de París, que Benjamin había visitado mucho y en el que confiaba al punto de haber depositado allí su Libro de los pasajes. "Con temor y temblor, pero también con una alegría incontenible, una mañana de junio de 1981, vi a la conservadora poner sobre mi mesa cinco gruesos sobres amarillos, repletos de manuscritos que iban desde la Infancia en Berlín hacia 1900 de la década del 30 hasta el libro sobre Baudelaire en el que Benjamin estuvo trabajando en sus últimos años", antes de suicidarse en la frontera en Port Bou, en la frontera entre Francia y España, un lugar por el que es imposible pasar sin sentir el peso de su vida y de su muerte.

Agamben se siente en deuda con Benjamin y asegura que es el único autor cuya obra deseó continuar. Dice que le debe "la capacidad de extraer y arrancar por la fuerza de su contexto histórico aquello que me interesa para volver a darle vida y hacerlo obrar en el presente" y que "al igual que él, también nosotros escribimos para una humanidad que ya no espera nada y de la cual nada esperamos".

Walter Benjamin

La pasión por una obra, por una figura, la dedicación a un pensamiento, puede leerse en la frase que sigue, acaso una de las más hermosas y potentes que recuerdo haber leído sobre este sentimiento. "Cuando, en las noches de verano, contemplo el firmamento, Benjamin es para mí, ahora, una estrella con la que hablo en voz baja, y ya no una guía o un modelo sino una especie de genius o ángel al cual le he encomendado mi vida. A veces, si lo llamo, se acuerda, distraídamente, de cuidarla."

……………………………………………………..

El nervio óptico, de María Gainza, Anagrama

A veces envidio mucho a los que aún no leyeron un libro que sé que es maravilloso. Es una envidia retrospectiva, como envidiar el momento en que alguien se enamora. Me explico: descubrir un libro que nos conmueve es algo único, una sensación que no se parece a ninguna otra y que suele quedar grabada en la memoria, al punto de recordar el tiempo y el espacio de esa lectura tanto como su argumento. Es, sí, una epifanía, una revelación. Pero a veces los libros me pasan de largo; aunque sepa que hay un libro que me espera, se me escurre y esa lectura queda entonces suspendida. Eso me pasó con la primera edición de El nervio óptico, que vaya a saber hoy por qué, circuló en su momento sin que me acercara al texto, del que lo desconocía todo.

Afortunadamente para mí, hubo editores que pensaron que el libro de María Gainza seguía teniendo vida. El nervio óptico es y no es una novela; es y no es un ensayo. Es y no es un conjunto de crónicas en primera persona. Es, como cada uno de los grandes libros contemporáneos, un género en sí mismo o la inauguración de un género. En palabras de Lucrecio -como me recordaba en estos días José Emilio Burucúa, el más generoso de nuestros eruditos- este libro es "un camino libre de huellas".

María Gainza

María Gainza es periodista cultural y crítica de arte. Por su origen, conoce los modos de vida y los gustos de la clase alta. Su libro es una suerte de gran galería de arte guiada por el gusto, el amor y el conocimiento: "En la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva se juega todo en el arte (…) Mi instinto de supervivencia me lleva siempre a los museos, como la gente en la guerra corría a los refugios subterráneos". Son once capítulos que enhebran la historia de una mujer o de varias mujeres que pueden ser una sola. Ella, la narradora, decidió abrirse de su clase y vive con dificultades y zozobra mientras conserva la memoria y el olfato de una niña rica: "la primera mitad de tu vida fuiste rica, la segunda, pobre. No alarmantemente pobre, sino más bien seca". Lo que no se pierde, es el modo de mostrarse ante los demás, las reglas de etiqueta elemental enseñadas por su madre: "Frente a los demás uno debe mostrarse en control. Mirá cómo se deslizan esos patos por el agua, tan serenos y elegantes, mientras por debajo patalean como condenados".

Cada uno de los capítulos narra un episodio de la vida de la narradora en un ida y vuelta en el tiempo que lleva al lector de las narices. A veces la historia en realidad se cuelga de otra vida: alguna amistad, algún familiar, una anécdota congelada. A la vez, cada capítulo es la historia de una obra o de un artista -en una línea de tiempo ecléctica y apasionada, que va desde unos caballos de Tolouse Lautrec a la guerra de Cándido López, de las deformidades del Greco a las marinas de Courbet y de las ambiciones desmesuradas de Foujita hasta los dilemas morales de Rothko con el capitalismo pero siempre, siempre, lo que se cuenta es la historia de una mirada.

En uno de los capítulos (que tal vez podrían leerse en orden aleatorio, al modo Rayuela) la narradora cree ver en un cuadro de Schiavoni, un artista argentino maldito, una imagen de ella en su infancia: "Estoy convencida de que es mi retrato: la chica de la silla con la mirada fija, el sombrero dominical, el vestido lila desvaído, el abrigo dos talles más grandes".

La niña sentada, de Schiavoni

La descripción de los cuadros o las piezas se da muchas veces a partir de un ángulo, nunca se retrata una totalidad; la narradora siempre llega a la obra por un conocimiento previo, como si la historia universal del arte formara parte de su álbum de familia. Los museos y las obras son espacios íntimos y cercanos; las historias de los artistas son como cuentos narrados a la hora del sueño. Hay un entretejido perfecto de amor, locura, enfermedad y muerte en las obras y en los creadores y también en la "autobiografía" dispersa de la narradora. Hay narrador en primera, hay narrador en segunda. Hay, además, un lenguaje exquisito: no es solo la forma de contar sino también la forma de decir.

Obra de Mark Rothko

"Frente a Rothko, una busca frases salidas de un sermón dominical pero no encuentra más que eufemismos. Lo que uno querría decir en realidad es 'puta madre'"

"Hay un momento muy claro, hay un día y una hora, cuando se está cerca de alguien que empieza a enloquecer y de repente uno se convierte en voyeur"

"Sobre un platito de vidrio había unas masas secas que hacían honor a su nombre"

"Me sonrió, tenía los dientes marrones y la mandíbula se le iba hacia el costado como si tuviera vida propia"

"Mirar la pintura del Greco es pelearse con una mismo. (…) Es el tipo de artista que amamos de adolescentes, cuando la pintura es todavía cosa nueva y la fuga de la imaginación el privilegio del novato"

"Era muy temprano, hacía solo un rato los árboles habían soltado la noche"

"Envejecer es una fiaca, pero aún así me da curiosidad. (…) Ahora que he visto lo que fui, quiero ver lo que seré"

El nervio óptico es una condensación de la historia del arte y es también un relato que consolida historias y reflexiones. Es la pregunta por la belleza y son las preguntas por la vida y por la muerte. En su delicado conjunto es, para fortuna de los lectores, la más exquisita literatura de caballete.

SEGUÍ LEYENDO: