Adelanto exclusivo: el esperado nuevo libro del bestseller israelí Yuval Noah Harari

En "21 lecciones para el siglo XXI" (Debate), el joven historiador y profesor, autor de "Homo Deus", admirado por Barack Obama y Bill Gates entre muchos otros, reflexiona sobre algunos de los fenómenos más apremiantes de nuestro tiempo. Posverdad, reaparición de los nacionalismos y la amenaza del terrorismo, bajo su óptica erudita y lúcida

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Yuval Noah Harari, retratado por
Yuval Noah Harari, retratado por Infobae durante su última visita al país en 2016(Foto: Nicolás Stulberg)

Los humanos pensamos en relatos más que en hechos, números o ecuaciones, y cuanto más sencillo es el relato, mejor. Cada persona, grupo y nación tiene sus propias fábulas y mitos. Pero durante el siglo xx las élites globales en Nueva York, Londres, Berlín y Moscú formularon tres grandes relatos que pretendían explicar todo el pasado y predecir el futuro del mundo: el relato fascista, el relato comunista y el relato liberal. La Segunda Guerra Mundial dejó fuera de combate el relato fascista, y desde finales de la década de 1940 hasta finales de la de 1980 el mundo se convirtió en un campo de batalla entre solo dos relatos: el comunista y el liberal. Después, el relato comunista se vino abajo, y el liberal siguió siendo la guía dominante para el pasado humano y el manual indispensable para el futuro del planeta o esto es lo que le parecía a la élite global.

El relato liberal celebra el valor y el poder de la libertad. Afirma que durante miles de años la humanidad vivió bajo regímenes opresores que otorgaban al pueblo pocos derechos políticos, pocas oportunidades económicas o pocas libertades personales, y que restringían en gran manera los movimientos de individuos, ideas y bienes. Pero el pueblo luchó por su libertad, y paso a paso esta fue ganando terreno. Regímenes democráticos reemplazaron a dictaduras brutales. La libre empresa superó las restricciones económicas. Las personas aprendieron a pensar por sí mismas y a seguir a su corazón, en lugar de obedecer ciegamente a sacerdotes intolerantes y a tradiciones rígidas. Carreteras abiertas, puentes resistentes y aeropuertos atestados sustituyeron muros, fosos y vallas de alambre de espino.

El relato liberal reconoce que no todo va bien en el mundo, y que todavía quedan muchos obstáculos por superar. Gran parte de nuestro planeta está dominado por tiranos, e incluso en los países más liberales muchos ciudadanos padecen pobreza, violencia y opresión. Pero al menos sabemos qué tenemos que hacer a fin de superar estos problemas: conceder más libertad a la gente. Necesitamos proteger los derechos humanos, conceder el voto a todo el mundo, establecer mercados libres y permitir que individuos, ideas y bienes se muevan por todo el planeta con tanta facilidad como sea posible. Según esta panacea liberal (que, con variaciones mínimas, aceptaron tanto George W. Bush como Barack Obama), si continuamos liberalizando y globalizando nuestros sistemas políticos y económicos, generaremos paz y prosperidad para todos.

Los países que se apunten a esta marcha imparable del progreso se verán recompensados muy pronto con la paz y la prosperidad. Los países que intenten resistirse a lo inevitable sufrirán las consecuencias, hasta que también ellos vean la luz, abran sus fronteras y liberalicen sus sociedades, su política y sus mercados. Puede que tome tiempo, pero al final incluso Corea del Norte, Irak y El Salvador se parecerán a Dinamarca o a Iowa.

En las décadas de 1990 y 2000 este relato se convirtió en un mantra global. Muchos gobiernos, desde Brasil a la India, adoptaron fórmulas liberales en un intento de incorporarse a la marcha inexorable de la historia. Los que no lo consiguieron parecían fósiles de una época obsoleta. En 1997, el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, reprendió confidencialmente al gobierno chino diciéndole que su negativa a liberalizar la política china lo situaba «en el lado equivocado de la historia»

Sin embargo, desde la crisis financiera global de 2008, personas de todo el mundo se sienten cada vez más decepcionadas del relato liberal. Muros y barras de control de acceso vuelven a estar de moda. La resistencia a la inmigración y a los acuerdos comerciales aumenta. Gobiernos en apariencia democráticos socavan la independencia del sistema judicial, restringen la libertad de prensa y califican de traición cualquier tipo de oposición. Los caudillos de países como Turquía y Rusia experimentan con nuevos tipos de democracias intolerantes y dictaduras absolutas. Hoy en día, son pocos los que declararían de forma confidencial que el Partido Comunista chino se halla en el lado equivocado de la historia.

El año 2016, marcado por la votación sobre el Brexit en Gran Bretaña y el acceso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, fue el momento en el que esta marea de desencanto alcanzó a los estados liberales básicos de Europa occidental y de Norteamérica. Mientras que hace unos pocos años norteamericanos y europeos intentaban todavía liberalizar Irak y Libia a punta de pistola, muchas personas en Kentucky y Yorkshire han terminado por considerar que la visión liberal es o bien indeseable o bien inalcanzable. Algunas han descubierto que les gusta el antiguo mundo jerárquico y, simplemente, no quieren renunciar a sus privilegios raciales, nacionales o de género. Otras han llegado a la conclusión (correcta o no) de que la liberalización y la globalización son un enorme chanchullo que empodera a una minúscula élite a costa de las masas.

En 1938, a los humanos se les ofrecían tres relatos globales entre los que elegir, en 1968 solo dos y en 1998 parecía que se imponía un único relato; en 2018 hemos bajado a cero. No es extraño que las élites liberales, que dominaron gran parte del mundo en décadas recientes, se hayan sumido en un estado de conmoción y desorientación. Tener un relato es la situación más tranquilizadora. Todo está perfectamente claro. Que de repente nos quedemos sin ninguno resulta terrorífico. Nada tiene sentido. Un poco a la manera de la élite soviética en la década de 1980, los liberales no comprenden cómo la historia se desvió de su ruta predestinada, y carecen de un prisma alternativo para interpretar la realidad. La desorientación los lleva a pensar en términos apocalípticos, como si el fracaso de la historia para llegar a su previsto final feliz solo pudiera significar que se precipita hacia el Armagedón. Incapaz de realizar una verificación de la realidad, la mente se aferra a situaciones hipotéticas catastróficas. Al igual que una persona que imagine que un fuerte dolor de cabeza implica un tumor cerebral terminal, muchos liberales temen que el Brexit y el ascenso de Donald Trump presagien el fin de la civilización humana.

El crecimiento de la automatización
El crecimiento de la automatización laboral, uno de los ejes del nuevo libro de Harari

La sensación de desorientación y de fatalidad inminente se agrava por el ritmo acelerado de la disrupción tecnológica. Durante la era industrial, el sistema político liberal se moldeó para gestionar un mundo de motores de vapor, refinerías de petróleo y televisores. Le cuesta tratar con las revoluciones en curso en la tecnología de la información y la biotecnología.

Tanto los políticos como los votantes apenas pueden comprender las nuevas tecnologías, y no digamos ya regular su potencial explosivo. Desde la década de 1990, internet ha cambiado el mundo probablemente más que ningún otro factor, pero la revolución internáutica la han dirigido ingenieros más que partidos políticos. ¿Acaso el lector votó sobre internet? El sistema democrático todavía está esforzándose para comprender qué le ha golpeado, y apenas está capacitado para habérselas con los trastornos que se avecinan, como el auge de la Inteligencia Artificial (IA) y la revolución del blockchain.

Ya en la actualidad, los ordenadores han hecho que el sistema financiero sea tan complicado que pocos humanos pueden entenderlo. A medida que la IA mejore, puede que pronto alcancemos un punto en el que ningún humano logre comprender ya las finanzas. ¿Qué consecuencias tendrá para el proceso político? ¿Puede el lector imaginar un gobierno que espere sumiso a que un algoritmo apruebe sus presupuestos o su nueva reforma tributaria?

Mientras tanto, redes de cadenas de bloques entre iguales y criptomonedas como el bitcóin pueden renovar por completo el sistema monetario, de modo que las reformas tributarias radicales sean inevitables. Por ejemplo, podría acabar siendo imposible o irrelevante gravar los dólares, porque la mayoría de las transacciones no implicarán un intercambio claro de moneda nacional, o de ninguna moneda en absoluto. Por tanto, quizá los gobiernos necesiten inventar impuestos totalmente nuevos; tal vez un impuesto sobre la información (que será, al mismo tiempo, el activo más importante en la economía y la única cosa que se intercambie en numerosas transacciones). ¿Conseguirá el sistema político lidiar con la crisis antes de quedarse sin dinero?

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