#CuentosEnInfobae: "Barbarella", de Zulema Lázaro

La ópera prima de la autora recorre la vida de personajes defectuosos, abusados y abusadores, violentos y pervertidos, pero también amorosos, que deambulan en Buenos Aires. Aquí el cuento que da nombre al libro y el prólogo de Julia Saltzmann

Barbarella (milena caserola), de Zulema Lázaro

Prólogo de Julia Saltzmann: Por qué me gustan los cuentos de Zulema Lázaro

Porque surgen de napas profundas y oscuras, no se sabe si estancadas o tumultuosas, y salen a la superficie con una fuerza que no es común.

Porque ante lo sórdido, lo cruel, lo pobre, lo sucio, su autora no desvía la mirada; al contrario, es llamada a su juego, el de describir lo que ve sin concesiones, como si con la persistencia de la mirada puliera lo mirado hasta encontrar, debajo de la mugre, los destellos de una pureza salvaje, del amor, la solidaridad y la compasión. De este modo obliga al lector a mirar también, a ser más curioso y más valiente. Porque siempre importa lo que se hace con el dolor, y ella lo transfigura en el acto de mostrarlo y compartirlo.

La fuerza del deseo, su procacidad y su melancolía, su grotesco, sus derivas en todos los excesos posibles encarna en personajes defectuosos, abusados y abusadores, violentos y pervertidos, pero también amorosos, que deambulan o se arrinconan Zulema Lázaro en una Buenos Aires donde lo marginal ya ha conquistado grandes terrenos. Allí están los travestis, los homeless, los gitanos, los niños maltratados, pero también alguien como el señor Murúa, con su inmenso amor de pequeños gestos, o como Chechu y su ternura.

Y me gustan estos cuentos, sobre todo, porque su narradora, que lo irrespeta casi todo, muestra un respeto total por lo más humano: la lengua, y la suya es muy propia, robusta, torrencial y plena, una lengua del exceso que se usa para contar con placer el lado más oscuro de la vida.

……………………………………………………………

Zulema Lázaro (Alejandra López)

Barbarella

Silvina cumplía veinticuatro años. Los festejaba con su novio y toda la caterva de amigos gays que llevaba a todos lados. Era un bar muy moderno. Silvina era muy moderna, todos en los 90 padecimos de la zoncera de sentirnos modernos. Ella nunca había estado con un chico, tenía en sus espaldas una tradición de novias y de noviazgos larga como pelo de Rapunzel, pero ahora, desde hace nueve meses, se decía "casada"con Mariano Etwan McGregor, flacucho y desgarbado, alumno destacado de un prestigioso pintor que no quiero nombrar.

Vivían en un hotel de San Telmo y jamás olvidaré los días vividos en esa cúpula de amor, un recinto con entrepiso de pino brasileño.

Cuando llegué al cumpleaños yo estaba de paso. Pensaba que luego de bailar Madonna con frenesí por la ketamina que un amigo iba a traer, mi humanidad se desplomaría en los sillones del Dorete.

Mi amigo jamás pasó. Los de la fiesta, aunque recién los conocía, me hicieron la gamba en esa ansiosa espera.

La secuencia no me la acuerdo. Recuerdo que terminé durmiendo con Silvina y Mariano, recuerdo que perdí el tapado de astracán raído y cuello de visón negro herencia de mi tía. Recuerdo besos y contornos diversos, recuerdo jala y jala y amontonamiento de carne con azulejos de baño o entrevero de lomos y madera de guatambú de cama de dos plazas.

Y ahí estaba yo, una chica de barrio, Barbarita de La Paternal, la que había transado con toda la barra brava de Argentinos, que pasó de la birra fría las tardes de verano con los muchachotes a la menesunda sin escalas en la Edge of Communication en el personaje que me inventé de Barbarella. Simplota por las tardes, menesúndica Boliviana engendrada en el bar de Defensa con los Melli. Vampírica anfetosa ahora. Bautizada por una mai en el cruce Varela, desquiciada.

Jugando nació el amor y a la semana estaba perdidamente delirada por Silvina. Pensaba en ella en plena raviolada en familia los domingos. Pensaba en comprarle un vestido rojo que había visto para mí en la Feria de las Pulgas. Su imagen era un loop que se repetía. Estaba obsesionada con ser su gitana raptora y secuestrársela a Marian. Pensaba en amarla por siempre, pensaba y planeaba cada encuentro, que por supuesto superaba a la imaginación. Fantasée con que ella abandonaría a Mariano, pero la cantidad de ropa que tenían juntos en una cajonera me impresionaba una separación por la que había que luchar mucho.

Pasaron los meses, las fiestas, las discos, los juegos, los ritmos. La forma no se podía separar del contenido, la forma era un trío, pero en mi cabeza la forma tenía su nombre y el mío y vislumbraba un binomio prometedor e invencible. Mi tenacidad para no caer dormida era como la de Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó. No podía tener licencia por enfermedad, ustedes no me daban permiso, no dejaban de reclamarme por teléfono porque sin mí no había ustedes. Pero el balance siempre se degenera. El amor lésbico es muy tortuoso. No entendía por qué en agosto comenzaron a ser reticentes a mis visitas. Ya no me invitaban con la misma asiduidad y urgencia de siempre, ya no se alegraban con mis caídas de sorpresa. Pasé de perseguida a perseguidora, comenzaron a no reclamarme, a no solicitarme, a no responder mis llamados. Un día Mariano me atendió y dijo que Silvina se había ido a Salto después de una pelea. Cuando luego de esperar horas y horas frente a su casa, por Estados Unidos, donde funcionaba Museorock, los vi entrar juntos de la mano, se me rompió el corazón como huevo poché.

Las visitas a deshoras, los plantones esperando una migaja del dulce amor con sabor a café con leche que era su boca. Yo insistía. Insistía. Ella se conmovía y me invitaba a pasar, me daba de comer, me bañaba y luego se enganchaba con las chupadas profundas y más profundas. Puso un espéculo y mis labios dejaban de molestarla para meter la lengua. Decía tenés la punta de la nariz fría, tomá, calentala. Una madrugada al apretarme la mano la sentí tan enamorada como aquella noche en que me pidió como regalo de cumpleaños a su novio al soplar las velitas. Mariano ni pintaba, esta gitana solo quería robarte para sí, dulce Sil.

Con un terrón de azúcar hinchándose adentro las chicas sabemos que la vulva deja de ser marrón y se aclara como clara de huevo batida. No te distraigas. Fregamos hasta el filo nuestras conchas padre. Cuando tu teta derecha se cayó sobre mi ojo izquierdo sonó el despertador que te avisaba que tenías que ir al Call Center. Eran cuatro horas de agonía hasta que regresabas a mi conchero de strass perfumado. Las tetas siempre por afuera del suéter escote en V. Acordate. Dale, vení que estoy mojada como una tetera que derrama. Te derrapo mi primera eyaculación de clítoris, va la segunda, me decís que pare, que estoy demasiado frenética ansiosa acelerada y que te estoy dando muy fuerte con el consolador. Querés masajes, vení para acá, abrite de piernas. Tomá mi pubis, cométela, esparcí mis órganos internos, aspirá mis ovarios hasta sacarlos, hacé un vacío. Te enseño. No hay que sufrir. Disfrutalo, ya llega el orgasmo, ya llega. Dale, disfrutalo como cuando vas de cuerpo. Te toqueteo pero no te confundas, chi, chi, chi, no es exprimir mi seno, boluda, me duele, me vas a sacar nódulos. No te digo que lo hagas con amor pero no así como una devota desesperada. Arde, mamita, la restregada me la dejó que arde, pela como buseca hirviendo para 25 de Mayo. Esperá que venga Marianito, no acabes que le gusta cuando te comés sus huevitos. De a uno, golosa, de a uno, guanaca, cerda, te salió un pedito con regalito. Guaranga, todo el tiempo te sale La Paternal.

Solo quería estar con vos, eso quisiera que supieras. Disculpame si te acosé, como me señalaste a los gritos. Perdoname las jugarretas, las espiadas. Esta perrita labradora solo quería que la acaricies. Es aquí cuando el lenguaje se me vuelve ajeno, cuando siento que no me sirve la lengua materna, que el término me es insuficiente, mezquino y limitado. También lo supe cuando te escribí una carta.

Mi desequilibrio llegó a lugares inusitados perdiendo el registro de anfetas con mate. Pasé meses en una especie de celibato que devenía en un desconche al irme con cualquier Pepita la Pistolera de bares de lesbianas. Habían pasado treinta y seis meses cuando una tarde, a las 15.45, en la estación Facultad de Medicina del D, nos vimos.

Corriste de punta a punta del vagón para saludarme. Fue un saludo ajustado de mi parte pero no indiferente. Fue entonces que entendí todo y repuse esos retazos perdidos, comprendí por qué había dejado de ser su fetiche (sos nuestra Barbie, me decías al oído cuando me explicabas que te gustaba darle a tu marido con una Bella).

Me contaste que tenían una nena de dos años, que se habían separado.

Entonces entendí que la vida tan promiscua que llevábamos no encajaba con la higiene de un embarazo. Contaste que me cerraste la puerta del taxi en la cara aquella noche porque llegaban de un control prenatal. Ese día en que me veías toda mojada de lluvia te shockeó la coincidencia porque le habías visto la carita de pez a tu nena.

Comprendí que no es posible el equilibrio de a tres. Comprendí que habías elegido y que habías hecho bien.

Comprendí y te perdoné porque de alguna manera esa hija era mía también y si bien te había defenestrado con toda mi hoguera, yo en alguna medida
también te había dado vida.

Esa hija, Ludmila, también me correspondía.

SEGUÍ LEYENDO