Cada lunes y martes de la primera parte del año, el ritual, porque de rituales se trata, se enciende al caer la noche en un amplio estudio de Villa Crespo. Son unos 150 alumnos repartidos en dos grupos, la mayoría de ellos muy jóvenes, sub 20 algunos, gente que busca saber algo más, probar, errar y buscar caminos en la dramaturgia. El conductor de este ritual es Mauricio Kartun. Dramaturgo, director teatral, maestro.
En sus clases, Kartun despliega cada semana un estilo enérgico y contundente, pone en juego infinidad de tonos para subrayar, destacar, encuadrar y dejar en claro, conceptos e ideas, formas y procedimientos. Al mismo tiempo, es un maestro pleno de conocimiento, el que no detenta directamente, sino que comparte con sus alumnos.
Se trata de un curso destinado a desplegar un desarrollo metodológico para aproximarse a la escritura en teatro. Kartun es una máquina de tirar ideas y conceptos. Se lo nota siempre atento a la reacción de los estudiantes, hace pausas para buscar la palabra, la frase, el remate que hace falta, y tras un impasse natural de la respiración y el pensamiento, lanza un ejemplo o un recuerdo personal como soporte de lo dicho. Y todo queda fijado. Todo fluye, diría el propio Kartun. Es imposible abstraerse a esa corriente pasional que circula en el estudio de la calle Vera. Y los alumnos no alcanzan a procesar instantáneamente todo, pero se llevan cada semana un bagaje en el que pensar y con el cual animarse, quizás, a escribir o a pensar en escribir, porque -claro- hay un método. El método Kartun se podría llamar.
Aunque en realidad se trata de un entramado de procedimientos e ideas que van más allá de un mero mecanismo para llegar a un fin, la obra en cuestión. Kartun se mueve naturalmente en la noble tarea de descubrir caminos en la escritura de teatro y crea cada noche de clase una dinámica constante y emergente entre él, el maestro, y sus alumnos. A lo largo de más de 30 años ha dado muestras de su búsqueda estética y creativa, logrando éxitos y obras que dejaron huella como Chau Misterix, El partenaire, Ala de Criados, Salomé de chacra y actualmente todavía en cartel y con notable repercusión, Terrenal, pequeño misterio ácrata.
No hay un programa o currícula. Hay sí un diseño de cada clase, que el dramaturgo prepara con dedicación durante varias horas. Desde los 80, Kartún arrancó casi por casualidad con las clases, en grupos reducidos, de la mano de Tito Cossa, quien lo convocó para unos talleres. Y en los 90 los ahorros familiares se invirtieron en el estudio que hoy alberga dos grupos que asisten semanalmente a sus clases de tres horas, encendidas sesiones teóricas, que tienen su segunda parte a partir de agosto, con los talleres que conducen sus colaboradores Ignacio Apolo y Ariel Barchilón.
"Cuando empecé en los 80 me di cuenta que muchas de las cosas que hacía como participante de talleres, devoluciones, análisis, reflexiones, miradas críticas, frente al otro y frente al material escrito, fluían, aparecían", recuerda Kartún. "Y espontáneamente armaban un campo significante y útil". Por los cursos y talleres de Kartun pasaron algunos de los nombres destacados de la dramaturgia actual. Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, las hermanas Marull, Gonzalo Demaría, Patricia Suárez y Claudia Piñeiro, son sólo algunos pocos nombres de un medio centenar de notables.
A Kartun no le gusta la palabra "trabajo", si está ligada al fenómeno teatral. Sí apuesta permanente al fluir, a la felicidad efímera de encontrar un camino, una imagen, la parábola que guíe en la tarea creativa. Y cuando se le pregunta sobre la densidad indubitable de su corpus teórico, que siempre está en movimiento, cuenta: "el primer día que hice un seminario teórico, tomé todos los libros que tenía de teoría y los apuntes, más cosas que había desarrollado con mi maestro Ricardo Monti y otros cursos, y armé una especie de resumen basado en el colador de la experiencia personal. Metí todo en el colador y ví qué caía para abajo. Qué me había servido a mí de todo eso. Y armé una especie de primer librito de 10 ó 15 páginas de contenido y a medida que iba avanzando le iba incorporando contenido o le iba quitando".
– ¿Quitando?, ¿Qué cosas?
– Le fui quitando aquéllas cosas que obedecían a una preceptiva. Yo decía "lo doy porque así me lo enseñaron", y con el tiempo me di cuenta que no era útil y que yo no lo usaba. Pero fui incorporando otras cosas.
– ¿Con qué criterio se daban esas incorporaciones?
– Las incorporaba por hambre. Cuando vos das clase, continuamente lo que te aparece es la sensación de vacío frente a muchos conceptos. Uno los está enseñando y tiene la sensación de "no sé tanto como quisiera sobre ésto". Y salís a buscar. Entonces abrevás de todos lados. Casi te diría que te lo pide la clase. No digo los alumnos, sino la clase, el encuentro. Es la sensación de que hay algo que está faltando para darle sentido a esto sobre lo que estamos trabajando. Hay que tener en cuenta que no hay manera más eficaz y poderosa para aprender algo, que enseñárlo.
Las primeras clases de Kartun son una sucesión de revelaciones sobre el acto creativo, el hecho dramático, la observación de un creador. Un cúmulo de definiciones que confrontan con los "manuales" del buen dramaturgo. Kartún busca. Con té y medialunas para el "break", los escuchas distienden la tensión de una clase siempre encendida e intensa. La molestia de una lámpara que titila, el fresco que se cuela por alguna parte, los feriados, un paro, nada detiene el fluir del maestro y el aprendiz.
Kartun hace chistes, escucha preguntas, atiende a alumnos inquietos que se acercan en un "recreo" a comentarle cosas o pedir sus opiniones. Siempre escucha. Y hasta una noche de frío despiadado, entró al estudio con su voz grave y pregonera diciendo "hoy falló la calefacción, les traje una botella de buen vodka ruso", que -obviamente- circuló entre decenas de jóvenes y no tanto, ardientes por seguir un rato más. Ahí hay mística. Y juego, diría Kartún.
"Hay energía creativa. Dar clases -dice Kartún- es extremadamente estimulante, pero te deja a la miseria. Mis clases son de tres horas de teoría. No tienen la estructura lúdica de los ejercicios. Entonces, trato de hacerlo durante un período en el año, como para que resulte siempre una experiencia placentera. Está bueno, en tanto responde al deseo, si tuviese que pasar a ser una obligación, en algún lado habría que sacarle energía, entonces allí perdería el sentido".
– ¿Modificás el contenido de tus clases año a año?
– Sin parar. Yo tengo una especie de inagotable deseo de conocimiento sobre dramaturgia. Estoy siempre leyendo materiales nuevos. Siempre reflexionando sobre las nuevas convenciones, las nuevas formas que van apareciendo en la dramaturgia y ésto continuamente me lleva a nuevas bibliografías y a nuevos conceptos. Cada tanto aparece un autor, como una luz en un costado del galpón que nunca se había prendido y entonces ese autor me lleva a su propia bibliografía, es un campo interminable el de la investigación.
– ¿Esperás algo de los alumnos?
– Creo que la relación con el alumno está cargada siempre de una esperanza más metafísica que física. Que se cumpla el ciclo vital de la transmisión de la experiencia. Lo que yo he aprendido y lo que he usado. Y lo que yo he probado y he conocido, en el cuerpo del otro es una energía que le permite a él probar, conocer, entender y hacer. Hay un lugar en el que es especialmente siniestra la avaricia: en el conocimiento. El artista "canuto" es despreciable. Saber y guardárselo para sí, no compartir, es miserable y es la peor de las avaricias, porque es la que no le permite al otro crecer.
Kartún fue el creador de la primera carrera de Dramaturgia en Buenos Aires, en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático, donde continúa como Coordinador y docente. Dicta permanentemente charlas y seminarios, muchos de ellos en forma gratuita en escuelas secundarias o instituciones. Fue asesor y creador de consulta permanente en Carreras de Universidades de países de la Región. Y da clases en la UNICEN de Tandil.
– ¿Cómo te llevás con la academia?
– Yo creo mucho en el maestro que come lo que cocina. Y que comparte la mesa. A mí me parece que lo académico es interesante cuando sale a buscar conocimiento a las fuentes originales. Y se pone un poco decadente cuando empieza con un sistema de autoalimentación medio siniestro que suele tener, donde los conocimientos son simplemente compartidos intercátedra, donde los cargos quedan destinados a alguien que ha hecho la carrera académica, más que la profesión pedagógica que es otra cosa, que es profesar. En Arte no existe el maestro profesional que no prueba en el propio hacer aquello que está sosteniendo. Porque el riesgo es que aquello que está sosteniendo se vuelva una falacia. Está apoyado en un verosímil pero no en una verdad. No en una comprobación concreta. Yo como lo que cocino, comparto lo que cocino y enseño las recetas.
– En tus clases decís que el teatro es "un ritual de violencia". ¿Cómo es eso?
– Yo creo que uno de los malentendidos de la enseñanza y el aprendizaje artístico es la de trabajar alrededor de los procedimientos. Es decir, lo que se enseña en un cómo proceder, cómo hacer algo. Siendo que en realidad ese hacer muchas veces está descargado de sentido. Aprenden a hacer algo, pero no su sentido profundo. Lo que se ejercita es una mecánica y no una reflexión que le permita modular esa mecánica. Yo prefiero trabajar siempre en busca de lo esencial. Lo que vos mencionás es algo en lo que yo baso todo el pensamiento de cierta zona de la formación en lo teatral, que es el concepto de acción. Entender que la acción es el resultado de la esencia básica del hecho dramático, que es la violencia. El teatro es un ritual, en principio. Entonces, lo que yo encuentro como contenido final e imprescindible, es la violencia. El teatro es la puesta en rito del mito dialéctico. El cambio. Lo violento ejercido contra el universo, contra otro humano o contra uno mismo. Las formas clásicas de la violencia humana. Luego encuentra modulaciones y variaciones, sobre eso. Cuando uno lo entiende, descubre que hay siempre un núcleo violento a descubrir en el proceso de escritura, que es el que produce el Big Bang, la explosión original que empieza a crecer y se transforma en la obra. Cuando el dramaturgo entiende ese Big Bang, simplemente se deja llevar por él. Hay que entender cuál es la violencia original sobre la que estamos trabajando.
– ¿A qué aludís cuando decís que "el teatro teatra"?
– Fue el resultado de encontrarme con el trabajo de un físico y filósofo que me gusta mucho, David Bohm. Él habla de un concepto que a mí me gustó mucho que es el Reomodo. El verbo que es capaz de dar cuenta de la complejidad. El que trabaja en teatro tiene la tendencia a pensar que ese fenómeno se basa en lo que él hace. El actor habla del hecho performático, el dramaturgo cree que la gente va a deleitarse con la belleza y la profundidad de sus palabras, el director cree que todo depende de la capacidad de crear visualmente algo, el escénógrafo… etc, etc. Lo cierto es que el teatro es un fenómeno complejo. No es cada una de esas funciones, sino un entramado orgánico de todas ellas. Es algo más profundo, y es que el teatro hace algo misterioso e inseparable de su esencia y eso es lo que le da trascendencia después de 24 siglos.
– ¿Qué cambios provocó el rol de la mujer en la creación teatral, cada vez más preponderante?
– Hay algo que se pierde vista. El teatro crece por reproducción. Durante siglos el teatro fue una actividad masculina que se alimentaba con otro pensamiento masculino, invadiendo incluso el campo de pensamiento de la mujer, es decir, lo que los hombres creemos del campo femenino. En el siglo XX la mujer hace una entrada franca en la dramaturgia. La aparición de la voz de la mujer es uno de los dos grandes elementos de cruza "genética" que le dan vida al teatro. El otro es la aparición del cine. Esa voz de la mujer viene de su idiosincracia, su sensibilidad, su mirada sobre el hombre, lo que le permite al hombre crecer en los ojos del otro. Y se dio ese teatro que incorporó una riqueza temática, estética, sensorial, vital, que le produjo una transformación extraordinaria.
– ¿Hasta cuándo seguirás dando clases?
– Yo no me imagino no dando clases. No dar clase significaría no estar impulsado a pensar. Perder las clases sería perder la canilla que arma ese fluido, y te diría que ese es el estado de felicidad. Es el estado de investigación, de descubrimiento. Por lo tanto, yo daré clases mientras me lo permita la cabeza y el cuerpo. Estoy atravesando ya la edad en que las instituciones te jubilan, pero yo seguiré dando clase donde sea. No puedo ni siquiera imaginarme en la hipótesis de no dar clase. Por otro lado se han convertido las clases en un alimentador de la creatividad. Mi producción como dramaturgo mermaría de manera notable si yo no tuviera el alimento del pensamiento y ese alimento viene por las clases.
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