Por Marcelo Pestarino
No sé si puedo describir un mecanismo creativo, pero quizá el proceso sea éste. Leo. Leyendo me viene una idea o una pregunta: "¿Qué pasaría si no existiera el tiempo?" Si no hubiera cambios, ¿existiría el tiempo? Si todo está quieto, ¿tiene sentido hablar de tiempo, cuya función es medir uniformemente los cambios?
Con estas fantasías en la cabeza, pienso, si el universo crece y se acelera y, en algún momento, deja de crecer hasta quedarse quieto, y, en ese momento, nada se modifica, entonces el tiempo no tiene más sentido. No hay cambio que medir. "Acá tengo un tema", me digo y, enseguida, empiezo a buscar elementos para componer un cuento: un personaje, un lugar, circunstancias que parezcan creíbles. Si me ubico dentro de miles de millones de años, cualquier fantasía vale. Pero si hablo de un lector hedónico, de un barrio de Montevideo, de rarezas climáticas, me obligo a presentar detalles que suspendan el descreimiento. Así nació el cuento No hay más tiempo, del libro Números inmensos.
Algo parecido me pasó con los demás relatos del libro. Una idea me viene a la mente y obedezco, sin saberlo. Vislumbro un razonamiento: si todo es material, si mente y cerebro son lo mismo, entonces, algún día se podrán calcular las combinaciones que las neuronas de esos cerebros produzcan y logremos explicarnos todo. Si supongo que esto es así, sólo me falta pensar en un mundo futuro en el que se calculen todos los eventos cerebrales de una persona y de todas las personas al mismo tiempo. En ese momento, en ese mundo, se conocerá la cultura universal.
Y así como en el pasado la gente se sorprendía cuando veía un carro del que no tiraban caballos y hoy nos da risa que les haya llamado la atención un automóvil, podemos creer, quizá, que el cálculo de la cultura universal será posible en algún momento, con todas sus consecuencias. Acá está la idea, pero ¿cómo hago para contarla sin que parezca la fantasía de un alucinado?
Intento advertir tácitamente al lector de que no se reía de la posibilidad de que se calculen las combinaciones de las neuronas de todos los seres humanos en un mismo momento, porque, así como esto hoy nos parece ridículamente lejano, habrá sido risible, para un campesino del 1900, creer que un carro podía andar solo, sin caballos que lo tiren. Nutro de detalles las fantasías que se me ocurren. Se logra reconstruir cerebros de grandes artistas, calcular sus combinaciones neuronales, recrear con ellas un cuadro famoso o un poema feliz. Más aún, se pintan los cuadros que nunca ellos produjeron o se escriben los poemas que no llegaron a producir en vida. Así compuse el relato epónimo del libro.
Envidio, por inalcanzables, a Borges, a Fred Hoyle y a Karel Čapek, cumbres de la imaginación y la originalidad literaria. Pero no me arredro. No por no ser Maradona, voy a dejar de jugar un picadito con mis amigos los lunes por las noches. Y me lanzo a escribir. En la tribuna, unos pocos espectadores se tomarán en broma mis cabriolas literarias y, cada tanto, festejarán un gol con un ojo, mientras con el otro revisan mensajitos en su celular.
Leyendo, pasan rápido las tardes. Leyendo, se escribe.
De tanto leer a los líricos de la literatura latina, de tanto Propercio, de tanto Tibulo, de extasiarme con las Tristia de Ovidio y de sentir el amor como una esclavitud -el servitium amoris de Propercio y de Tibulo- surgió mi primera novela, Manumisiones, que narra la liberación de un esclavo romano gracias a los servicios de lectura que le daba a su patrona y al amor, del que también tuvo que manumitirse.
De lecturas filosóficas, nació mi segunda novela, Pasan cosas, en la que un profesor universitario obtiene, gracias a un paper que reivindica la dualidad mente-cuerpo, una beca del Vaticano para refirmar la existencia del alma. Luego, el profesor se vuelca al materialismo extremo hasta identificar completamente la mente con el cerebro. Todo pasa a ser dominio de la física para él. Sin embargo, se deja corromper por las facilidades de la beca y no da a conocer sus renovadas opiniones por temor a perderla. Se abandona a una moral descripta únicamente por sus actos. El mundo no tiene dirección, la vida no tiene sentido. Sólo pasan cosas en el universo.
Una vez me visitó Dante. Más tarde, Shakespeare. Por fin, Giacomo Leopardi. Y, como un adolescente que repite sus canciones preferidas y no deja de escucharlas, vuelvo a leerlos cuando necesito belleza, cuando quiero sentir otra vez el éxtasis de la primera vez que leí "E quindi uscimmo a riveder le stelle", felicísimo momento en el que Dante y Virgilio emergen del viaje infernal para observar nuevamente la bóveda nocturna del cielo.
Cuando estoy apenado, me llega a la boca el Soneto 30 de Shakespeare que, en el último dístico, le da socorro con la esperanza a la melancolía de los primeros doce versos. A veces, lleno de admiración por la Italia de mis mayores, me pongo a recitar el Bruto Minore de Leopardi para ungirme con un olio patriótico. Y de leerlos y leerlos, y repetirlos y recitarlos, a mí también me vienen poemas a la cabeza que vuelco al papel con la resignada ambición de que el arte combinatorio producirá, a lo mejor, una estrofa feliz.
Por esto escribí y, de tanto en tanto, vuelvo a escribir. Porque tenía una necesidad, porque todavía aspiro a lograr una sola línea, quizá, que pueda provocar ese "¡Aaah!" que me provocó tantas veces Borges. O, a lo mejor, para poder generar esa sonrisa cansadamente irónica en la que, de fracaso en fracaso, cayó Bioy muchas veces en sus cuentos de amor. O para revivir el Renacimiento en mi mente, como tan bien lo hizo Mujica Láinez en Bomarzo.
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