“Mi padre alemán”: una novela de amor filial y descubrimiento

Mónica Müller escribió un texto entrañable sobre un inmigrante en la década del veinte y la paulatina imagen cambiante de ese padre y su lugar de origen. De la reconstrucción de la historia de su progenitor surge una historia inesperada de su familia durante la Segunda Guerra Mundial

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La autora reconstruye la vida
La autora reconstruye la vida de su padre, inmigrante alemán en Argentina

Mónica Müller vive rodeado de lo alemán. Enfrente de su consultorio donde ejerce como homeópata se encuentra el hospital Alemán. Debajo, la tradicional casa de oftalmología Pfortner Cornealent. Y otros locales comerciales cuyos nombres remiten a la tradicional clínica de barrio norte. Pero también dentro suyo, en su conciencia, en su intimidad. Hija de un alemán llegado de niño a la Argentina, pudo presenciar la vida de esas personas llegadas antes de la Segunda Guerra y su evolución, ya que luego el padre regresó a su país. Sin embargo, el libro Mi papá alemán. Una vida argentina (Seix Barral) no se queda en el amor filial y el recuerdo biográfico, sino que indaga en un descubrimiento que cambia la visión de las cosas de la autora respecto a su familia y, quizás, la vida de su padre.

Infobae Cultura conversó con Müller entre frasquitos homeopáticos y libros sobre esta disciplina que postula la mínima proporción de un químico en agua como forma del remedio. Tal vez, la misma proporción que eligió Müller para descubrir a su padre.

El libro no sólo cuenta la cuestión del amor y la relación de una hija con su padre en una Argentina que ya no es esta Argentina.

–Claro, a la gente joven ese relato le parece de otro país.

Un país al que llegó su padre desde Alemania. ¿Ahí empezó el recorrido de la novela o por una indagación más histórica?

–Yo pensaba en la vida de mi viejo. Siempre me atrajeron las historias de los inmigrantes. Una cosa que me fascina del país es que estemos todos mezclados, es un caso único. No hay otro país en que se vea esto. Vas al Once y están los judíos ortodoxos, los chinos, los etíopes. Cuando hablás con gente de otros países dicen: "¿Cómo puede ser?". Mi ex suegra se fue de Polonia con 40 grados bajo cero a La Quiaca, con 40 grados centígrados. Cuando mi viejo llegó estaba a punto de morir. Llegó y no se quiso ir. Fue su país.

Mi papá alemán (Seix Barrail),
Mi papá alemán (Seix Barrail), de Mónica Müller

Sin embargo la familia de su padre regresó.

–Por mi abuelo demente, un tarado. Dijo que no iba a haber guerra y a la semana empezó la guerra. Mi padre tuvo la oportunidad de volver a ser una ciudadano alemán al integrarse como soldado a la guerra, pero se negó. Luego también su familia le dijo: "Vení, dejá de ser un desertor". Pero no quiso. Me interesaba contar que, cuando chica, la idea sobre mi padre es que era un traidor y un desertor. Pero luego eso fue mutando a una situación completamente diferente: de traidor pasó a un desertor que se negó a participar en la guerra. Yo podría haber aprovechado ese episodio para decir 'mi papá se opuso al nazismo', pero a él eso le resultaba indiferente, estaba en el río, con las mujeres.

Sin embargo, en una ocasión él estaba pintando una pared del Hospital Británico y dibujó una svástica. ¿Era tan ingenuo como para no saber que se trataba del símbolo nazi y lo que ello significaba?

–Yo no tenía la menor manera de lo que pasaba y él dijo que acá nunca se supo nada. Yo le creí siempre.

Su padre nunca dejó de reivindicar su nacionalidad alemana.

–Nunca lo hizo al punto de que no pidió la ciudadanía argentina. En 1978, frente a la dictadura, fuimos a ver si podíamos sacar la ciudadanía, y nos dijeron que él nunca había pedido la argentina, que era algo muy común, para promover la integración. Siempre cuando criticaba era un gran señor alemán, incluso le decía a mi madre que era una criolla, por su origen italiano.

A usted le decía que usted era una gringa para hacer el mate.

–Sí, totalmente. Tenía una germanidad. Para que aprendiera a nadar me tiró al río. Nos despertaba a las cinco junto a mi hermano para ir a pintar al río. Me redesagradaba por el frío, pero al mismo tiempo me encantaba estar con él. Al volver jugábamos a que el pidiera una ginebra para mí y otra para él. Claro que era un juego. El concepto era: "es un sacrificio, pero vale la pena". El nos decía luego de pintar: "pero miren qué lindo, ¿no valía la pena venir tan temprano para estar solos en la orilla mirando este amanecer?". Una vez me metí en una especie de fosa de la que no podía salir y gritaba pidiendo ayuda. Luego de mucho tiempo lo hizo. Y me dijo: "Nunca te metas en donde no puedas salir sola". Y eso es algo que nunca perdí, sentí al escucharlo que se aplicaba a toda la vida.

¿Notaba una soledad en su padre como inmigrante?

–Era re solitario. La pasaba bien cuando estaba con sus amigos, pero le encantaba estar solo, por ejemplo, en su taller. Mi viejo tenía un olor metalúrgico. En eso soy igual, me encanta estar sola, tengo mi taller donde arreglo mis cosas. Mucho de esto seguramente tenía que ver con haberse peleado con su padre. Con haber sido expulsado de esa relación cuando no quiso volver a Alemania. Algo que no conté en la novela es que mi padre, al estar por morir, se peleaba con él en el delirio, puteándolo. Su familia siempre lo consideró como un desertor.

Hay un coro griego que explica la acción que usted narra, la corrige o ratifica.

–La voz de mi hermano. Nos queremos mucho, somos muy distintos, corrigió todo con mucho cariño.

Ese Buenos Aires que ya no existe incluía los paseos de Müller con su padre por el centro, un encuentro con Tita Merello, a la que el alemán saludó naturalmente con un abrazo, las cenas en El palacio de la papa frita o el temor que le infundían los mozos del ABC, sobre la calle Lavalle, de los que se dice que eran todos refugiados nazis. Luego, Müller hizo su propia experiencia alemana y llegó al pueblo donde había nacido su papá. Donde comienza el misterio.

¿Usted le preguntó al esposo de su tía acerca de los acontecimientos durante el nazismo?

–Mientras él desplegaba un mapa que mostraba unas islas que habían conquistado en Holanda. "Yo era un soldado alemán", me respondió. Le pregunté una vez más. "Yo era un soldado alemán". Insistí una tercera vez y recibí la misma respuesta.

Mónica Müller
Mónica Müller

¿Usted no indagó más?

–Tenía 17 años, en el pueblo sólo hablaban alemán. Ellos me llevaban a todos lados.

La llevaron a un bosque hermoso…

–Sí, y desde que sé sobre ese bosque para mí es tremendo.

Luego su padre regresa y en las visitas que le hace usted ve una evolución xenófoba.

–Sí. Una amiga me decía: "¿No sería así siempre tu padre, pero no te dabas cuenta?". No lo sé, yo eso no lo notaba. Cuando vio una pareja entre un joven turco y una alemana, dijo: "pobre chica" y otras cuestiones xenófobas. Mi duda es: ¿será el alemanismo o una cuestión de pueblo chico? Era un pueblo tan chiquito que no sé si no podría haber pasado en cualquier otro pueblo chico del mundo.

El padre de Müller vivió en Hof, un pueblo más grande en el que había ascendido socialmente planificando cintas transportadoras que lo habían llevado, incluso, a Bagdad. Pero en su último viaje de visita, el hermano de Müller le anunció: "Ya no es el viejo". Luego falleció.

Entonces usted indagó.

–Yo pensaba que en los pueblitos más chiquitos no había pasado nada.

Pero pasó.

–Pasaron las cosas más horrendas. Me llamaba la atención que estuviera cerca de la frontera con Checoslovaquia. Pero no se me habría ocurrido que allí pasaron las marchas de la muerte. En un momento había pensado que el esposo de mi tía al ser un soldado alemán, que tomó una isla, participó de ese acontecimiento y luego había regresado al pueblito. Me había armado eso. Pero luego me enteré de que habían ocurrido atrocidades en esa zona. Recorrí el mapa de la marcha de la muerte, y pasaba por el pueblo de la familia de mi padre. Un pueblo de muy poca gente que debió saber lo que había ocurrido.

Hay una foto frente a los cadáveres de los campos de la zona y una chica con una semisonrisa…

–Al final empecé a averiguar más cosas. Cuando los norteamericanos ordenaban a las prisioneras que quedaban muertas en el camino y las ponían frente a los pobladores vecinos y cuando vi una foto dije: esta es mi tía. Tenía su posición y esa semisonrisa. Luego pensé que me estaba manijeando, pero quién puede saberlo. La familia de mi padre decía que mi abuelo había peleado en la guerra. Pero tenía 40 años. Entonces averigue que a la gente que no podía ir a la guerra por estar en esa edad, los llamaban para ser guardias en los campos de concentración. Y pensé que tal vez mi tía misma estuvo en el campo de concentración El infierno como guardiana.

¿Qué le queda después de haber escrito?

–Me queda la tranquilidad de haber investigado y haberlo dicho. Y también haber recuperado la historia de mi viejo, de estos viejos inmigrantes, de la que yo cuento su vida argentina.

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