Una novela sobre la extraña intimidad que se produce entre los desconocidos

“Veteranos de la guerra del día", la primera novela del escritor y guionista Pablo Ottonello, se desarrolla en la tranquilidad de un hotel de aguas termales, donde lo más interesante se encuentra en lo evidente, todas esas personas que intentan sobrevivir a sus neurosis, miedos y enfermedades

Por Pablo Ottonello

“Veteranos de la guerra del dÍa” (Entropía), de Pablo Ottonello

Era viernes. Acabábamos de llegar, L. y yo, al Hotel Horacio Quiroga, del otro lado de Concepción, cruzando el puente sobre el Río Uruguay. Mis suegros ya estaban ahí, uniformados: ojotas, termo, mate, batas de extrema pulcritud (que el usuario asocia a la calidad de las vacaciones), una novela policial (ella), un libro de autoayuda recién salido de la imprenta que mi suegro subraya con resaltador (y que lee en minutos, como si fueran pastillas de Vitamina C solubles en aire). Nos saludamos, aceptamos la horizontal monarquía de las batas con logo, elegimos en qué pileta hacer el bautismo de relajación, nos entregamos a los pautados placeres del spa. Tres días de inmerecido ocio.

Ya la imagen está demasiado contaminada. Lo que recuerdo tiene ahora que competir con las sub-creaciones léxico-visuales de cuatro reescrituras de la novela Veteranos de la guerra del día. Por eso el género realismo es paradójico: nada más artificial que postular la realidad, asumiendo que ésta existe. (Para Borges, el realismo la presuponía; nunca le perdonó semejante vagancia metafísica.)

Hecha la aclaración, recuerdo que la mujer nadaba de una punta a la otra como un buque (o una buquesa) experto en lentitud. Por fuera de la pileta, dos hijos la seguían, reclamándola. Era una mujer muy atractiva, de cuarenta años, quizás más, con hijos, marido, y tres días por delante en el spa. Su libro de marketing estaba en la silla al lado del pelado, que a su vez leía algo afín. La escena era perfecta para escribirla (¿qué escena no lo es?): todos los hombres la miran, incluido yo; sus músculos tienen el tono de quienes practican deportes con frecuencia. ¿Deportes o entrenamiento físico para cumplir con las exigencias de belleza estándar? Alrededor, cunde la obesidad, las estrías, los que se recuperan de una operación, los que todavía no se resignaron del todo pero que descubrieron, con dolor, que no tienen la voluntad para oponerse a la natural decadencia del organismo. Todo eso estaba ahí, frente a mis ojos, ardientes de cloro (exageran las dosis para evitar el contagio de hongos).

Hace unos años que practico natación. No sólo es buena para la salud, también me entrena en técnicas de Retención Literaria. Esto lo aprendí después de escribir Veteranos de la guerra del día, la novela del hotel de aguas termales a la que me estoy refiriendo lateralmente. Aunque quizás, por el bien de la anécdota, podría decir que la primera vez que ejercité la Retención Literaria fue ahí, ese viernes, frente a la madre-todavía-joven. No tenía libreta. No tenía celular. Y tampoco cae simpático que alguien esté tomando notas visiblemente en una pileta en la que, por definición, no se hace nada más que flotar como agobiados hipopótamos.

Pablo Ottonello

Sentí un dolor que algunos pocos van a entender a la perfección: el de perder una buena frase, un principio de novela, una punta para un personaje. ¡Algo irrecuperable que se me iba entre los dedos por no tener un papel! Y sin embargo, obligado a practicar el desapego, me permití soltar. Dejar ir. (El zen no es para mí). ¡Hoy no se anota nada! Más tarde, me dije, en el escritorio, recupero lo que quede en la memoria (¿qué es escribir si no?) Y lo que no, ya está.

Esa noche me senté a transferir los recuerdos recientes al papel. Me enteré leyendo la biografía de David Foster Wallace que él escribía primeras y segundas versiones siempre en papel, para obligarse a tener la instancia de pasar en limpio. Mi ansiedad no siempre me lo permite, pero ese viernes, adormecido por la terapia de calor (y por el rotundo tinto de la cena) me concedí no abrir la computadora. Escribir a mano lo que hubiera, y punto.

Esas primeras notas me consolaban. La angustia de no poder retener todo lo que se ve y se siente aparecía con cierta consistencia, como algo en sí mismo. Valía tanto la posible historia de la mujer-hermosa-con-hijos-y-marido-que-la-ignora. El instrumento de la escritura era tan llamativamente imperfecto, tan parcial, tan vacío. Ahí estaba la novela.

Nunca hablé con la madre atlética. ¿Cómo podría haberme acercado? Tomé notas, escribí una versión. Escribí otras dos novelas. Pasó un año. Volvimos a viajar al hotel, invitados por mis suegros, otro fin de semana largo. La mujer no estaba, pero había otra gente, otros cuerpos, otras hipótesis que elucubrar. Era tan fácil asignarle historias a los humanos que pasaban el día en el invernadero infernal, haciendo huevo tan metódicamente. Pasó tiempo. Un año y medio. Gané una beca para ir a Iowa City. Antes de viajar, recibí una buena noticia: Entropía me publicaría Veteranos…, faltaba solamente leerla en detalle.

Nos mudamos al Mid West. En Iowa City conocí a Horacio Castellanos Moya en el programa de escritura creativa. Pobre Horacio, se topó con mi ansiedad y todos los lugares comunes del joven-escritor-argentino. Me tuvo paciencia. Nunca le di a leer Veteranos…, por miedo a que le pareciera demasiado neutra. En el libro prácticamente no pasa nada en tres días, salvo la observación. Lo reescribí dos veces, cuatro en total. En Iowa escribí a buen ritmo (no había nada más que hacer): una novela sobre jazz, dos de vampiros, un guión sobre un azafato que trafica joyas, una novela sobre banqueros argentinos en Nueva York, una sobre un anestesista suicida que practica la eutanasia en un geriátrico, una sobre una pareja que tiene un affaire en un avión, una sobre una fotógrafa que espía a su vecina y la ama en secreto mientras le cuenta la aventura a una novia de la adolescencia (es una larga carta de semi-amor), una sobre shootings en un campus universitario, una sobre una rebelión de ardillas que, por alimentarse de bellotas contaminadas con glifosato, se vuelven caníbales, se decapitan entre ellas, y diseminan la rabia y el terror. Y, finalmente, un cuento sobre lo presumidos que son los yanquis del famoso Iowa Writer's Workshop, el máster de escritura creativa mejor rankeado en Estados Unidos.

Mi novela, mientras tanto, seguía en el útero de la corrección final. Yo escribía a lo loco, y Entropía me obligaba a hacer la operación contraria: detenerme, frenar, sopesar, borrar. No son fuerzas opuestas y en mi caso nada podría haber sido más pedagógico. Evidentemente, yo adopté la premisa de publicar primero y después escribir, y las razones tienen que ver con lo que decía más arriba acerca de la natural angustia léxica que implica escribir y saber que el texto será necesariamente imperfecto, menor, parcial, escaso, inespecífico, y en el mejor de los casos, interesante para un lector. El ejercicio de Retención Literaria, ese acto represivo que contiene un impulso y lo madura sin escribir, es a la vez riesgoso y muy placentero. Conozco autores que se toman cinco años para terminar un libro. Me gustaría ser así, pero no es mi naturaleza.

En el clímax de El Aleph, deslumbrado ante la simultaneidad, el Borges personaje dice "arribo ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación como escritor". La escritura es secuencial, mientras que las imágenes del objeto pródigo son simultáneas, todo a la vez, todo junto. Borges plantea en un cuento fantástico un problema filosófico que expone los límites del lenguaje. Si pudiera escribir en diez páginas lo que me lleva novelas y novelas, ya mismo firmo el empate. La realidad es demasiado vasta para pretender que existe una forma justa de bajarla a texto. Un camino, el de Borges, es la genialidad. Otro, el mío, es la desmesura.

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