"Una interpretación realmente buena de esta obra puede volver loca a la gente", escribía Richard Wagner mientras componía Tristán e Isolda. Y tal vez fuera cierto, si se juzga por la presentación de esta ópera en el Teatro Colón de Buenos Aires, con dirección musical de Daniel Barenboim, en versión escénica de Harry Kupfer y con la presencia de la Orquesta de la Capilla Estatal de Berlín y un elenco internacional de gran nivel.
Esta obra maestra de la dilación y del deseo, del juego sutil de la insatisfacción y de lo que sólo puede consumarse en su propia destrucción, en esta versión minimalista, donde predomina la inmovilidad –y la extraordinaria valorización de los pequeños gestos– y donde todo sucede bajo o entre las alas de un gigantesco ángel caído, tuvo ni más ni menos que el efecto emocionalmente devastador que su autor imaginó.
Si hubiera que encontrar una explicación a la genialidad del Tristán… es posible que se hallara en la manera en que la música "cuenta" lo que está más allá de la posibilidad de las palabras. En que encarna el ideal romántico expresado por Wilhelm Wackenroder, uno de los principales teóricos de ese movimiento: "Cuando todos los movimientos más íntimos de nuestro corazón rompen, con su solo grito, los envoltorios de las palabras, como si éstas fuesen la tumba de la profunda pasión del corazón, en ese preciso momento aquéllos resurgen, bajo otros cielos, en las vibraciones de cuerdas suaves de arpa, como una vida del más allá, llena de belleza transfigurada, y celebran su resurrección como formas de ángeles".
En La particularidad y la profunda esencia de la música, publicado en 1799, un año después de su muerte, por Johann Ludwig Tieck, afirma que "ningún arte humano puede representar con palabras ante nuestros ojos el fluir de una masa de agua agitada de manera variada por sus miles de olas (…). La música, por el contrario, nos hace fluir ante los ojos la propia corriente. Audazmente, la música toca su misteriosa arpa y traza en este oscuro mundo, pero con orden preciso, signos mágicos, certeros y oscuros, y las cuerdas de nuestro corazón resuenan y comprendemos su resonancia".
La idea de oleaje, en todo caso, no es ajena a esta ópera que transcurre en el mar y sus orillas y donde el propio sonido se mueve en corrientes constantes y en la permanente transformación de una misma materia, inscripta ya en su segundo acorde: un conjunto de vibraciones habitado por la tensión interna y por la posibilidad de derivación hacia universos infinitos.
Esa tensión es, de alguna manera, la que une –y desune– el amor y la muerte a lo largo de toda la obra. Ya en el comienzo los brebajes de una y otra se intercambian y es que, en rigor, cada una de ellas es la condición de existencia de la otra. Como en la precursora El combate de Tancredi y Clorinda, de Claudio Monteverdi –estrenada en 1624 entre los llantos del público– donde la descripción erótica del cuerpo femenino aparece en el momento en que lo hace la muerte, hundiéndose la lanza y empapando de sangre el busto de la contendiente, en Tristán e Isolda Eros y Thanatos no son otra cosa que las dos caras (o una sola, a la manera de Moebius) de un mismo destino.
Y toda la ópera podría entenderse como un gigantesco preludio, una monumental preparación, con sus temas gestándose entre las olas y las corrientes ocultas y conformándose incesantes a sí mismos, de una sola escena, aquella en que Isolda, simplemente, canta su propia muerte por amor.
La orquesta –esos oleajes– es en este caso tan protagonista como los cantantes. Y si es cierto que sin una gran artista –y la notable Anja Kampe, la inolvidable Isolda de esta producción, lo es– el sortilegio no acaba de plasmarse, también lo es que nada hubiera sido igual sin la Orquesta de la Capilla Estatal de Berlín, una de las más antiguas del mundo, que, con la dirección magistral de Barenboim, tejió paso a paso, con una claridad de planos, una concentración y un sentido del relato ejemplares, una red expresiva inexpugnable.
En su tercera versión de Tristán e Isolda –la primera fue para Dresde en 1975 y la segunda se presentó en Mannheim en 1983– Kupfer reduce los artificios casi al cero absoluto. Apenas el ángel caído, con la cabeza hundida entre las manos, que gira a veces a velocidad casi imperceptible y va creando distintos espacios en escena. El resto es una caja negra –que cambia apenas con la sugerencia de un horizonte marino en el comienzo del tercer acto– y un trabajo soberbio de iluminación, que resalta más los aspectos emocionales de los personajes que sus contornos, que se deleita en esculpir volúmenes o en enmascararlos y que jamás cae en la mera descriptividad.
Las sombras –o la misma noche– son las que habitan a los actores de la trama. También en el aspecto escénico todo conduce, inexorable, a la muerte de Isolda. Ella permanece inmóvil, separada del resto de los personajes –y hasta del cuerpo inerte de Tristán– durante casi todo el acto final. Hasta que lentamente se incorpora de entre las alas del ángel, y llega al borde de la escena para morir. Con un timbre que revela una extraña dulzura aún en medio de las fenomenales exigencias técnicas, poderosos graves y portentosos agudos, sumados a una comunicatividad extrema, Kampe fue la inspirada médium del drama.
La actuación de Angela Denoke, en una Brangane excepcional, tan exacta en lo musical como conmovedora en su composición del personaje, no fue menos brillante. El gran bajo Kuangchul Youn fue, asimismo, un Rey Marke poderoso y Gustavo López Manzitti –el único argentino del reparto–, dio la talla, en lo vocal, de un Melot melifluo y amenazante. Quizás el único punto flojo del elenco haya estado en el israelí Daniel Boaz, a cargo del personaje del fiel Kurvenal. De timbre poco atractivo y con algunas dificultades de afinación, dio la impresión de no estar integrado al espíritu de la puesta. Demasiado enfático en su dúo final con Tristán representó, además, después de haber sido asesinado, a uno de los cadáveres más inoportunamente movedizos de la historia lírica.
Peter Seiffert, el Tristán en esta producción de la Ópera Estatal de Berlín (Unter der Linden) invitada por el Colón, ha sido uno de los grandes cantantes wagnerianos de las últimas décadas. Y, por otra parte, ha cantado este mismo personaje hace muy poco en Budapest. Sin embargo, ni sus condiciones vocales, que fueron deteriorándose a lo largo de los exigentes tres actos –más de cuatro horas netas con larguísimos pasajes a cargo de los dos cantantes principales– ni las escénicas lo hacen, a los 63 años, el protagonista ideal para personificar al joven héroe.
Escalar por las espaldas del ángel caído fue para él un repetido tormento y hasta las acciones más sencillas –pararse o arrodillarse– le demandaban un esfuerzo notorio. Y toda la primera parte del tercer acto, gritada más que cantada, eclipsó mucho de lo bello que habían tenido sus intervenciones anteriores.
La ovación del final, no obstante, premió su actuación. En el saludo, impecable, los cantantes salieron en grupo y de a uno, contra un telón negro, y cuando éste se levantó mostró en el escenario a la orquesta completa, con Barenboim en el centro. El reconocimiento del público a este ídolo singular, capaz de lograr la adhesión popular a los repertorios más exigentes y de personificar, por sí solo, un acontecimiento cultural de magnitud, fue una consumación más, esta vez del amor y no la muerte.
Esta fue la apertura de la quinta edición consecutiva del festival que lleva su nombre, y que continuará con tres funciones más de la ópera y con cinco conciertos sinfónicos en el CCK en los que repetirá dos programas, con las Sinfonías 1 y 2 y tercera y cuarta de Brahms, más un tercero en que interpretará La consagración de la primavera de Igor Stravinsky e Imágenes de Claude Debussy. En ella el director y pianista nacido en Buenos Aires puso en escena a la vez dos papeles. Uno es el del músico humanista, esa vieja raza, que cree –y sostiene con los hechos– que el arte hace mejores a las personas. El otro es el de quien dibuja, paso a paso, su autobiografía: un mundo que se articula en Beethoven y que circula por la cristalización de un sistema y de una idea de Gran Relato y sus resquebrajamientos: Brahms, Wagner, Elgar, Debussy, Stravinsky. La música como representación del universo. O, qué duda cabe, lo contrario.
*Tristán e Isolda
Ópera de Richard Wagner con libreto propio basado en el romance de Godofredo de Estrasburgo
Director musical: Daniel Barenboim
Director de escena: Harry Kupfer
Diseño de escenografía: Hans Schavernoch
Diseño de vestuario: Buki Shiff
Elenco: Anja Kampe (Isolde), Peter Seiffert (Tristán), Angela Denoke (Brangane), Kuangchoul Youn (Rey Marke), Daniel Boaz (Kurvenal), Gustavo López Manzitti (Melot), Florian Hoffmann (Pastor/ Marinero) y Adam Kutny (Timonel).
Teatro Colón. Miércoles 11 de julio.
Nuevas funciones: sábado 14, miércoles 18 y domingo 22.
(En las funciones del 18 y del 22 el papel de Isolde será representado por la soprano sueca Iréne Theorin).
Conciertos Sinfónicos
15, 17, 19 y 20 de Julio
CCK, Sarmiento 151, CABA
20:00 horas
SIGA LEYENDO