Lanzmann y las liebres de la memoria

El documentalista argentino, director de "327 cuadernos", escribe una semblanza del intelectual y artista francés fallecido hoy

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Por Andrés Di Tella

(AFP)
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Claude Lanzmann, que acaba de morir, publicó en 2009 sus memorias con el título de La liebre de la Patagonia. Diez años antes estuvo en la Argentina, para una de las primeras ediciones del BAFICI, que yo dirigía. Como buen fan, le dediqué más tiempo que a otros invitados. Una noche lo llevé al Club del Vino, un boliche de lo que aún se llamaba Palermo Viejo, donde tocaba la orquesta de Horacio Salgán. Lanzmann, que conocía algo, se volvió loco y observó: "Se nota que están tocando, parados, muy alto, sobre los hombros de toda una tradición".

Lanzmann, además de enorme cineasta, era escritor y periodista, primero secretario de redacción y después director de Les temps modernes, la revista que fundó Jean-Paul Sartre. Como tal, consagró un número entero de la revista a la Argentina, en 1981, plena dictadura militar. En los años 50 había publicado, muy tempranamente, algunas de las primeras traducciones de Borges. Me sorprendió que conociera, también, la obra de Silvina Ocampo, al punto que podía recitar uno de sus cuentos, "La liebre dorada", de memoria. Se trataba, precisamente, de una liebre que corre por el camino, perseguida por una jauría de perros.
-¿Adónde vamos? –gritaba la liebre, con voz temblorosa, de relámpago.
-¡Al fin de tu vida! –gritaban los perros con voces de perros.

Me produjo un golpe de emoción, años después, encontrarme con ese mismo texto a modo de epígrafe de La liebre de la Patagonia. Después de presentar una película y dar una charla (inolvidable) en el BAFICI, Lanzmann se dirigió con su esposa hacia el Sur, a pasar unos días recorriendo la Patagonia en auto. Allí, una noche, se le apareció la liebre que da título a sus memorias. Así lo cuenta en las conmovedoras últimas páginas, que copio acá:

"¿Por qué de pronto he decidido ponerle a mi libro este título insólito, La liebre de la Patagonia? (…) Aunque sé ver, aunque estoy dotado de una rara memoria visual, el espectáculo del mundo o el mundo como espectáculo me remiten siempre a una disociación empobrecedora, a una separación abstracta que me prohíbe el asombro, el entusiasmo, y deshacen a la vez el objeto y el sujeto. A los veinte años, ya lo he contado en este libro, Milán pasó a ser verdad cuando, atravesando la plaza del Duomo, me puse a recitar para mí mismo en voz alta las primeras líneas de La cartuja de Parma. Es un ejemplo entre miles. Como la sacudida alucinante, de consecuencias infinitas, que tuve en Treblinka debida al encuentro de un nombre y de un lugar, el descubrimiento de un nombre maldito en los carteles corrientes de las carreteras y de la estación, como si allá nada hubiese ocurrido. Como las lágrimas contenidas de Abraham Bomba en la peluquería de Tel Aviv. Cada día, durante la redacción de este libro, he pensado en las liebres, en las del campo de exterminio de Birkenau, que se escurrían bajo las alambradas infranqueables para los hombres, en las que abundaban en los grandes bosques de Serbia mientras conducía de noche, cuidándome mucho de no matar a ninguna, y también en la que, como un animal mítico, surgió ante el haz luminoso de mis faros después del pueblo patagón de El Calafate, clavándome literalmente en el corazón la evidencia de que estaba en la Patagonia, de que en aquel preciso instante la Patagonia y yo 'estábamos de verdad juntos'. Eso es la encarnación. Tenía casi setenta años, pero todo mi ser saltaba de una alegría salvaje, como a los veinte".

 

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