Hubo un tiempo que no fue hermoso, nada hermoso. Fueron unos pocos años en los que regularmente, cada tantas semanas, pasaba días y días en el sanatorio cuidando a mi mamá, hablando con médicos, tratando de entender datos y diagnósticos y proponiéndome llevarme bien con enfermeras y enfermeros, buscando que ella, mi mamá, se sintiera lo más contenida posible. Todavía recuerdo que pretendía escribir, en un intento de poder llevar adelante ese momento bisagra de mi vida haciendo lo que hago desde siempre, pero exiliándome en un género menos conocido. Para eso, había abierto un documento de word con una frase, una única frase que parafraseaba vulgarmente a Camus con algo así como: "Mi madre sabe que va a morir". Cada tanto abría ese documento, miraba la frase y me era imposible seguir escribiendo.
Soy una persona sana, esto es: dormí en camas de sanatorios solamente las tres veces que fui madre y el agotamiento provocado por los partos y el entusiasmo por los bebés me mantuvieron siempre fuera de la lógica hospitalaria del enfermo ("el lado nocturno de la vida", esa "ciudadanía más cara" de la que hablaba Susan Sontag), una dinámica que conocí recién durante aquel tiempo de habitaciones blancas con mi madre enferma y un televisor chiquito y allá arriba, generalmente estacionado en algún programa de cocina de un canal de cable. Eran esos programas los que la entretenían, seguramente porque tomando apuntes mentales de alguna receta sentía que la vida aún le quedaba cerca.
Buenos Aires, año 2012. Es lunes a finales de julio y Cecilia está yendo al trabajo, un trabajo nuevo que la entusiasma en un tiempo seco de entusiasmos de otro tipo. Siente la panza llena, comió de más el fin de semana y tiene resaca de comida. Hay sol de lunes como hubo antes tantos soles y tantos otros lunes, aunque no será un día más.
"Siento el sol en la cara, siento el sabor del pan de ayer en la boca, ahora ácido, cruzo la calle, entonces un golpe seco, algo que me empuja. Me retiene y me dispara, como una gomera. Salgo volando, me despego del suelo y vuelo, soy liviana, el pan es puro aire y yo también".
Juramento y Cuba: un auto gris se lleva por delante a una mujer de 26 años, que queda "tirada con la cara y las manos contra el asfalto mojado". Volaron sus anteojos, voló su cartera, está volando su futuro.
Así arranca La chica del milagro (publicado por Rosa Iceberg), de Cecilia Fanti, un conmovedor relato en primera persona que es una novela pero también una autobiografía y hasta un largo poema en prosa, según se quiera leer. Hay algo de la primera persona de Fanti ("ese lunes en que un auto y yo coincidimos en una esquina") que convierte su relato en un compendio de géneros, en sintonía con la evolución que atraviesa por estos tiempos la novela misma como género. Hay una primera persona potente y un modo de contar que es pura imagen y, al mismo tiempo, palabra exacta. Hay, por momentos, una narración en tercera que sigue la tónica de la narración en primera persona; una política de frase corta y repeticiones como latigazos, más una puntuación de respiración entrecortada.
"Politraumatismo significa muchos golpes. La paciente ingresó en el sanatorio a las 10.15 am con un cuadro de politraumatismo producto de un accidente de tránsito. La paciente está lúcida y acusa dolor en la espalda. La paciente está bien. Se sigue un protocolo de estudios de rutina y observación. La paciente, yo soy la paciente y estoy esperando entrar en una rutina que no es la mía. La mía quedó trunca cuando volé por el aire".
Lo que sigue es el relato vibrante y doloroso de 35 días de internación horizontal y al fin un alta hacia la vida nuevamente sobre dos piernas ("Hago una lista de todos mis deseos: menstruar, atarme los cordones de los zapatos, dar una vuelta carnero"). El accidente y su tratamiento, como rito de pasaje y comienzo de una novela de iniciación a la escritura y el fin de la ilusión de eternidad. La mujer que ingresó a ese lado nocturno de la vida, la misma que superó una cirugía delicada y una rehabilitación tortuosa, podrá poner en letra escrita su padecimiento y volverlo doméstico hasta convertir el texto en un documento de identidad.
Fanti narra la vida desde la cama, una vida encapsulada y de rutinas y ritmos muy pautados, en donde el dolor es un fantasma al acecho y la felicidad puede adquirir la cara de la morfina.
"Las chicas de la limpieza son las responsables de que el piso suene y brille. Combaten el olor a enfermo con olor a primavera prefabricada y son las únicas que piden permiso para entrar."
"La cantidad de médicos que visitan a un paciente es variable: triangulan la gravedad de su estado, el plan de su prepaga y la curiosidad profesional por el caso."
"Tiene el croquis del corset, que yo no puedo imaginar, en su cabeza. Es diligente y trabaja con la maestría de un sastre o de un taxidermista. Por primera vez lo importante de mi cuerpo está afuera, es su forma y contorno. La presencia de Raúl convierte la habitación en un laboratorio donde mi cuerpo es el modelo imperfecto sobre una mesa de disección. Sobre él hay que trabajar para completarlo."
"Los días más difíciles son, paradójicamente, los más fáciles para el paciente, que sabe qué es lo que sobreviene, sabe cuál es la respuesta a ese dolor que aturde. Reconoce la compasión en la cara que se acerca, reconoce la ampolla y la jeringa, el lugar al que lo están llevando. Estuvo antes. Le gustaría vivir ahí. Y cuando el rescate de morfina comienza a penetrar por la vía central conectada a la arteria, el paciente empieza a saludar, alguien se va, se derrite, en cámara lenta, se funde mientras el placer asoma. Destellos, colores, movimiento. Un cuerpo de pie y un carro colorido tirado por caballos y perros flacos, flores, música, tres sabinas raptadas, un amor para toda la vida. Dilatación, ritmo, carnaval. Changüí y regreso."
La autora de La chica milagro pasó más de un mes internada sin saber si iba a vivir, primero, y sin saber en qué clase de persona se había convertido, después. Su madre estuvo siempre ahí y ahí está cuando vuelve a ponerse de pie, de la mano de su médico: "Mamá entra a la habitación cuando empezamos a bailar un vals extraño, robótico e inaugural". Su padre no dejó de pensar en ella pero nunca la visitó. "La única vez que papá y yo coincidimos en un sanatorio fue cuando nací", ironiza la autora.
Cecilia sobrevivió y eligió contarlo.
Ella fue muy afortunada; nosotros, los lectores, también.
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