Durante años, la presencia del yo en el periodismo era una mala palabra, o mejor, un elemento perturbador, que solía reservarse para eventos extraordinarios o solo para grandes nombres del periodismo y, si no, una presencia que era considerada literatura pero en el peor de los sentidos, casi en calidad de descalificación. En los últimos quince años, lejos del prejuicio y de alguna manera anticipándose a lo que sería la explosión de la "literatura del yo", aparecieron diversos ejemplos de narraciones en primera persona de gran calidad publicadas en diarios y revistas de mayor o menor alcance.
Con selección y prólogo de Julián Gorodischer, en estos días ve la luz Los atrevidos, una antología de esta clase de textos publicada por Marea. Para dar cuenta del fenómeno, Gorodischer comienza su introducción de este modo:
"Entre los años 2000 y 2017, el periodismo narrativo argentino ensanchó los límites de su objeto y su método y desarrolló gran interés en las materias de la intimidad y la vida cotidiana. De ese proceso de emancipación subjetiva, a través de la palabra escrita, se da cuenta en este libro: es un avance de la libertad personal contra el estigma por género, lugar de residencia, clase, trabajo, gustos, adicciones y/o condición sexual. Entre líneas, se revela el desplazamiento profundo de la sociedad civil en lo que va del siglo, instantes de auge –clímax y anticlímax– que abarcan a las nuevas disposiciones familiares, la mediatización de la experiencia y la tecnologización de la vida cotidiana, entre otros temas."
A continuación, a la manera de anticipo, Infobae Cultura reproduce los textos de Mariana Enríquez y Javier Sinay que integran la antología.
COLUMNA "TE MUERDE"
Por Mariana Enriquez
Mis adorables ex
Yo solía ser muy abierta, allá en las interminables orgías de los 90. Hoy ya no creo que sea glamoroso beber hasta lanzar alcohol por la boca como un Cupido de fuente; callo acerca de otros excesos por decoro, y hasta pienso en dejar de fumar, decisión que me tiene en un constante estado de irritación (es increíble la cantidad de veces por día que grito ¡no me rompan los huevos!). Pero una execrable lacra que conservo de los años dorados es mantener excelentes relaciones con mis ex novios. ¡Fuimos tan felices a pesar de meternos los cuernos como alces canadienses en riña! ¡Qué lindo que ellos tuvieran affaires con otros y chicos! ¡Qué maravilla no caer en la opresiva monogamia y renegar de la institución matrimonial! Hace poco reflexioné y caí en la cuenta de que todas las anteriores afirmaciones elegíacas son por lo menos discutibles, pero el mal ya está hecho. Y mis ex confían en mí, me consideran La Mejor Amiga, me cuentan cosas de las que no quiero estar enterada.
Mi ex N° 1, al que llamaremos El Profundo, se maquillaba de blanco y tardaba cuatro horas en salir a la calle cada sábado por la noche. Durante nuestra añosa relación, insistió en beber mi sangre (El Profundo es gótico). Yo me negué, atenta no solo a la higiene y la salud, sino sobre todo al ridículo: no puedo rodearme de velas y hacerme la vampira sin rodar por el piso entre risas convulsas. Se fue a vivir a Europa, y recientemente volvió hecho un perfecto hombre de las tinieblas. ¡Precioso! Visitó mi hogar de la mano de su novia berlinesa, una chica pálida como la muerte, diez años más joven que yo. En un instante a solas –la chica fue a retocarse al baño– me resumió la intensidad de su relación, la voracidad sexual de su compañera, las bebidas de sangre mutuas, las noches salvajes. Yo sonreía, fingiendo gozo ante su felicidad. Cuando partió, me dejé caer en la cama, en un grito. ¿Acaso yo era poca cosa? ¿Por qué me negué a acompañarlo al Primer Mundo? ¿Por qué nunca practicó conmigo esa asquerosidad deliciosa que acababa de describirme, y no me refiero a la sangre? ¡Qué necesidad de dar tanta información! No pienso contestarle un solo mail, nunca más.
Mi ex 2, a quien llamaremos El Fino, era un conversador genial, irónico, malísimo. Se vestía divino y tenía un gusto celestial en casi todos los rubros. Como Oscar Wilde. Debí sospechar algo, pero confieso que sus escapadas con muchachos me parecían entonces ¡nuevas experiencias! Hace un mes, cené en su casa y me presentó a su novio. "¿Es definitivo?", quise saber, y él admitió que sí. Yo seguía teniendo un lugar especial en su corazón, como la última mujer que quiso. Moderna, brindé, celebré la diversidad, los congratulé y, cuando partía, lloré en el ascensor aferrada al bolso. Omitiré todos los pensamientos retrógrados que pasaron por mi mente, porque me avergüenzan. Pero debo aprender a dejarlos ir. Perderlos de vista, para no tener que ver cómo continúan sus vidas, dichosos y sin mí.
Salgo sola
El fin de semana pasado no tenía planes movilizadores. Ir a cenar y al cine me pareció deprimente y de señora mayor. Las fiestas prometían menos que nada y, la verdad, tenía ganas de ver caras nuevas. Quedarme en casa con un librito me resultaba suicida. De modo que después de una ducha vigorizante decidí salir sola.
¿Por qué andar siempre en patota? ¿Por qué seguir a la espera del llamado de mi amante que, sospecho con pena y terror, se está cansando de mí? ¿Por qué convocar a amigas, si me basto y me sobro? Con ropa interior nueva e intimidantes plataformas, me lancé a las fauces de la noche. Una mujer moderna y arriesgada, pensaba en el taxi, una Diana cazadora sin conflicto, sola en los bares, espléndida. Bajé en un pub renombrado y después de darme una última pincelada en los labios, me senté en la barra a la espera de que alguien me diera charla, me invite un trago (sin alcohol) y me saque a bailar. Como en el tiempo de ñaupa.
Media hora después, nada. Observé en derredor. O estaba demasiado paranoica, o todos me miraban con pena. Pronto descubrí que la masa creía que estaba esperando a alguien, y dado que el tiempo pasaba y yo de lo más sola, deducían que me habían dejado plantada. ¿Qué hacer? ¿Pedir que bajen la música y gritar que no, que nada más era una mujer que salía sola? Traté de salir adelante y paseé entre la gente, pero ya estaba tan atribulada que no pude meterme en las conversaciones ajenas. ¿Por qué no puedo disfrutar de mi soledad? ¿Por qué tanta incomodidad? ¿Por qué me sentía tan observada? ¿Por qué me sigue perturbando la mirada de los otros si me inyecto autoestima a diario? ¡Cuánta hostilidad! Odiada, enfilé hacia una disco. Allí seguro serían más civilizados. ¿Cómo explicar la desdicha de entrar sola?
Detrás de mí, en la cola, chusmeaban banditas de mujeres, las parejitas se toqueteaban, los muchachos reían. Yo, aferrada a mi cartera, mirando al frente, preguntándome cómo había llegado a esto. Antes de pagar la entrada, le sonreí a un morocho guapo, pero él me dio vuelta la cara. ¿Soy tan monstruosa? No, me dije. Es que estaba acompañado por tres amigos, y los hombres se mueven en bandada: solo tendría suerte si lograba agenciarme dos acompañantes chicas en el transcurso de la noche. Entré igual: no suelo rendirme. Adentro, la gente bailaba en grupo, bebía en grupo y los pocos sobrios que lograban registrarme me evitaban, como huyendo de la peste. Hice un esfuerzo y bailé sola con bastante revoleo. Pero nadie se me acercó. Seguro creían estar frente a alguien que si estaba sola era porque quería estar sola. Así no se puede. Una es un animal gregario, pero no la dejan serlo. Desolada, me tiré de cabeza en un taxi. El chofer, respetuoso de mi soledad, no me dijo ni media palabra.
¡No estoy embarazada!
Volvía de Temperley, transpirando como una bestia de carga, y en el más negro pozo depresivo porque había pasado toda la noche y la madrugada detrás de un bajista –nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores– que estaba mucho más preocupado por su pedal que por mí. Compré mi boleto de tren oculta detrás de gafas oscuras. Cuando iba a cruzar las vías, el boletero me detuvo con un chistido. "¡Señora!", gritó, suponiendo un estado civil inexistente. El hombre, solícito, agregó: "En su estado, le conviene agarrar por abajo". Tenía razón: con el calor africano, era más sensato tomar el pasaje subterráneo. Pero, ¿cómo pudo notar mi desolación romántica? Confundida, le pregunté a qué se refería y señaló mi panza. "¡No estoy embarazada!", aullé, y no paré de llorar hasta Constitución.
De inmediato, consulté a mi roommate. Tiré el bolso en el medio del living y lo intimé. La pura verdad, le pedí. ¿Estoy panzona? Él pidió que me pusiera de perfil, observó largamente y con la serenidad que le da su condición gay, me dijo: "Un poco, pero te queda lindo. Estás redondita". ¡Redondita! ¡Como una embarazada de cinco meses! Angustiada, llamé a mi ex, hoy mejor amigo, pero corté antes de que contestara porque recordé que él tiene un fetiche con las barriguitas. Acudí a una amiga: ella le había vaciado un vaso de champagne a un maleducado que le había preguntado de cuánto estaba. "Yo le digo el bebé de grasa", redondeé, resignada. Era culpable, como yo, del peor pecado en el Mundo de las Mujeres Sin Adiposidad, crear barriga. ¡Adiós a los tiro bajo! ¡Adiós a un piercing en el ombligo y a las remeras cortas que dejan ver el abdomen! Cuánto duelo.
¡Oh, el sexismo! ¿Acaso no escucharon cientos de veces que en los varones la pancita es encantadora e incluso sexy? Claro, ellos pueden atiborrarse de vino tinto y morcilla, total, han logrado que sus vientres prominentes sean simpáticos, como ositos de peluche. A nosotras nos consideran preñadas apenas cuesta cerrar el pantalón. Tuve diez minutos de rebelión contra el Mito de la Panza Chata. Recordé un parlamento de Pulp Fiction, cuando la novia del personaje de Bruce Willis fantasea con tener una deliciosa pancita. Pero claro, solo fantasea; la actriz no la tiene, y si la tuviera dudo que durmiera en brazos de semejante ejemplar.
Ya rendida ante la frivolidad y los complejos, marché hacia el gimnasio y pedí audiencia con el profesor. Le planteé mi dilema y le rogué sesiones extremas de abdominales. "Cómo no", dijo él, que es sádico, "pero mirá que cuesta". ¿Cómo que cuesta? ¡Si le pago una fortuna! Explicó que años de redondez no se eliminan tan fácil, los ejercicios ayudan, pero no hacen milagros. Igual me tiré sobre la colchoneta, mientras prometía abandonar toda gaseosa. Si no lo logro, por lo menos me aprovecharé de mi falso estado y haré que me cedan el asiento en el colectivo, mientras acaricio mi bebé ganado gracias a años de picadas y cerveza.
Me dejé estar
Después de varias horas de amena charla con un amigo nuevo, se me dio por mostrarle fotos viejas. Esto es un error que una, si estuviera en su sano juicio, nunca debería cometer. Pero, vaya a saber por qué, me puse nostálgica. Mi amigo nuevo es del tipo honestidad brutal. Cuando vio esa fotografía semiartística en blanco y negro donde se me ven las piernas, tomada hace diez años, exclamó: "Boluda, ¡qué buena que estabas!".
El pretérito no se me escapó, y le arranqué la foto de las manos. La miré atentamente y llegué a la conclusión de que los dioses me han abandonado. ¿Adónde se fueron esas piernas de piel suave, tan bien torneadas? ¿Qué queda de esa cara rozagante? ¿En qué momento perdí esa panza chata que envidiaría Britney?
Inmediatamente me consolé observando fotos algo posteriores, de un período oscuro y vicioso en el que me parecía a Christina Aguilera en sus dos versiones: la primera cabezona y anoréxica, seguida de una etapa de artesana de Plaza Francia con el pelo enmarañado y todos los horizontes perdidos. Pero el cruel "estabas" seguía resonando en mi cabeza, al punto que cuando despedí a mi amigo en la puerta, pensé en retirarle el saludo.
Con la mente nublada por pensamientos sombríos, me largué a caminar por el barrio, un poco para despejarme, otro poco porque caminar quema calorías. Y entonces comenzaron a asaltarme las tapas de las revistas en los kioscos. Todas rubias flacas altas y felices o morochas potras con el culo erecto hasta la mitad de la espalda. ¡Basta! ¡No lo soporto más! ¡Se acerca el verano y me siento Joseph Merrick, el Hombre Elefante! ¿Por qué este constante recordatorio de mi decadencia? ¿Por qué esta tortura? Trato de convencerme de que esas chicas sufren, no comen, vomitan, viven a yogur. Pero no me cierra. Hay muchas de ellas. Son demasiadas. Por fuerza, no pueden ser todas masoquistas y enfermas. Se trata, evidentemente, de mujeres cuidadosas que le dieron batalla a la silla de montar bajo el culo; valientes mujeres guerreras de voluntad de hierro.
Ya de vuelta en casa, me dejo arrastrar por una ola de pesimismo e indignidad. ¡Es mentira que lo importante es sentirse bien con el cuerpo que a una le toca! Yo me siento bien cuando estoy acurrucada en la cama y no lo veo, o cuando ese amante encantador y galante insiste en que me ve bárbara, bendito sea por la mentira piadosa. Pero me basta levantarme de la cama en bombacha y ver mi reflejo en el espejo del pasillo para desconocer esos muslos tan contundentes. A continuación, me arrojo al piso a hacer abdominales y saltar como loca a las tres de la mañana, más desesperada que confiada en que el esfuerzo trasnochado tendrá resultados mágicos por la mañana.
Por favor, que eliminen a las chicas de tapa. Que las reemplacen por paisajes patagónicos o catástrofes naturales. De lo contrario, llegará el verano y, si piso la playa, que lo dudo, lo haré envuelta en una túnica y me internaré en las aguas como Alfonsina con su soledad.
Flor de Edipo
El otro día estaba almorzando con mi padre y mientras paladeaba los chinchulines meditaba sobre mis problemas con los hombres. Y entonces, cuando levanté la vista y lo vi sonriendo tras los anteojos, caí. Frente a mí estaba el origen del conflicto. Tragué con amargura y empecé a pensar en los defectos paternos, pero de nada sirvió. ¿Cómo encontrar a alguien que lo supere? Recuerdo que cuando era una púber mugrienta, vergonzosa y oculta tras una amenazante mata de pelo, toda la familia me reclamaba más femineidad y menos timidez. Salvo mi padre, que comprendía la angustia de esa edad tan cruel y me acariciaba la melena. Escuchó cada pena infantil como si se tratara de la náusea sartreana. Jamás consideró mis temores y temblores meras pequeñeces. Imagínense cómo reacciono hoy cuando un caballero finge escucharme, pero en realidad le está prestando atención a Fantino. Dura diez minutos en mi living.
Mi padre nunca naufraga en el universo femenino. Hasta hoy –y está separado de mi madre desde hace años– recuerda cuál es la marca y el color de tintura que ella usa. Jamás falla cuando quiere regalarme una crema hidratante. Siempre corrió desaforado en busca de toallitas femeninas cuando a mí se me acababan –sabe que me gustan con alas, y que reniego del tampón–; siempre me preparó la bolsa de agua caliente cuando me debatía con dolores premenstruales, y nunca dudó en levantarse de la cama a la madrugada si yo necesitaba un analgésico. Imagínense cómo me pongo cuando un señor me ve sufriente en plena menstruación y pregunta si cuando "me baja" estoy cachonda.
Cuando espero en un bar a ese artista bohemio que llega dos horas tarde, recuerdo que mi padre, a pesar de tener dos trabajos, jamás llegó tarde a ninguna de mis obras infantiles, ni me dejó colgada en la puerta de un boliche, ni olvidó llamarme después de un examen. En fin, ¡que mi padre nunca llega tarde! ¡Y la conversación! Con él se puede pasar de política internacional a Gaudí, de Borges a Sebreli, de Melville a Cacho Castaña, de recetas de cocina –es un chef de primera– a J. M. Coetzee, de la Guerra Civil Española a J. R. R. Tolkien. Imagínense cómo me sulfuro cuando tengo que explicarle a un candidato quién es Gore Vidal.
Lo peor es que no soy su nena consentida. Jamás fue un guardabosques. Cuando convivía con él y mi ex novio, compartíamos los desayunos y ellos solían afeitarse juntos. Ante cada uno de mis emprendimientos, deja muy claro que él acompañará y estará ahí si todo se desmorona, aun en desacuerdo. Ha cumplido. Cuando tiene que aconsejar, prefiere preparar el mejor café del mundo –después del de Starbucks, eso sí– y dar su opinión con amorosa pero firme tranquilidad. Tiene sus defectos –pregúntenle a mi madre–, pero eso solo lo hace más humano. Debo sentirme dichosa:
muchas mujeres no tuvieron mi suerte. Mi padre me enseñó, sin darse cuenta, cómo debe ser tratada una mujer. Por eso adquirí la tolerancia cero. ¿Me cagó la vida? Un poco. Pero de la mejor manera.
Revista TXT,
selección 2003
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YO FUI SEPULTURERO
Por Javier Sinay
El señor Ismael chupa del mate y juguetea con la papeleta entre sus dedos. "Hoy tenemos un servicio a las quince", me informa. Hace poco dieron las siete de la mañana. Si no estuviera en este cementerio del oeste del Gran Buenos Aires, vestido como estoy con un guardapolvo azul (en el que guardo unos guantes de trabajo en un bolsillo), estaría durmiendo en mi casa, todavía lejos del desayuno. Me habría acostado unas pocas horas antes. Pero aquí estoy, entre las tumbas. En realidad, estoy en la oficina del señor Ismael, que me habla del servicio de las quince. Pronto descubro que un servicio es una inhumación. Y que eso es un entierro.
Que es, a fin de cuentas, a lo que he venido.
Como un perfecto burócrata de la muerte, el señor Ismael me alarga la papeleta y se pone a completar los datos de la siguiente (¿Realmente es un "burócrata de la muerte"? No lo sé, ni siquiera lo conozco, pero… ¿cómo me voy a privar de describirlo así en este texto?). Ya no me mira. Entiendo que es todo.
Camino por el cementerio, bajo el sol fulminante del verano bonaerense. Hay tanta gente que pareciera que estuviéramos en una plaza pública. Son todos trabajadores que, como yo, ingresaron a las siete de la mañana.
Me imagino el panorama que ofrecían estas tumbas hasta hace un rato, a mitad de la noche. Lo veo oscuro, lleno de amenazas, sumido en tinieblas como si fuera una gran trampa. Me impresiono pensando en esas historias que escuché de los linyeras que buscan refugio en los nichos y terminan convirtiéndose en pungas con hambre de seso, como los zombies. Me dijeron que en Chacarita hay gente así.
Hace unas horas, aquí mismo también pudo haber habido darkies y góticos, de esos que buscan la paz nocturna en una tumba para destapar dos cervezas y fumar cigarrillos finos. Una de las chicas del grupo, pienso, da siempre la nota. Y anoche vino con su novio, y lo llevó aparte y le pidió que le diera una prueba de amor en una bóveda entreabierta. El novio es un pelele, un nene bien de dieciséis años que se viste con un sobretodo de cuero negro para impresionar a sus padres. Cuando ella le desabrocha los pantalones él se asusta. Y falla. En realidad, a las siete de la mañana ya no queda nada de eso. Solo hay laburantes enfundados en ropa de trabajo. Encuentro a los muchachos de la cuadrilla de sepultura en un cuartito, charlando y mirando televisión. Soy el más pequeño: mis cinco compañeros me sacan al menos una cabeza y varios talles de camisa. El trabajo diario los hace XXL y hoy, como todos los días, van a cavar diez fosas, que estarán listas antes de las nueve de la mañana. En el cementerio hay lugar para 150 000 cajones repartidos en tierra, nichos y bóvedas. Me dicen: "La muerte no se toma francos. Todos los días hay que tener tumbas listas".
Me dan una pala. Y allí vamos. No, no es que sea un esteta de la muerte o un amante de la desgracia. Pero reconozco que la muerte me hipnotiza cuando la tengo enfrente en la forma de un cadáver fotografiado, en la forma de un perro podrido al costado de la ruta o en la forma de una tumba distinguida.
La muerte encierra el secreto de la vida. Y si no, que alguien me explique cómo es que un cuerpo vivo deja de estar vivo en cuestión de minutos. Hay otras preguntas ahí, por supuesto. Ustedes saben: el alma, la existencia, la divinidad, el destino, etcétera, etcétera.
El cementerio está lleno de preguntas. En cada tumba hay una. Por eso estoy aquí.
Una vez entrevisté a un médico forense que me dijo que hacía autopsias para aprender de los muertos y tratar mejor a sus pacientes. Cuando voy caminando con la pala, detrás de mis dos compañeros de la cuadrilla, siento algo parecido: quiero saber más sobre la muerte, para saber más sobre la vida.
En un momento, ya cansados por la tarea dura bajo aquel sol tremebundo –que resulta ser la verdadera pesadilla del cementerio–, descansamos en el refugio y tomamos una gaseosa (de color naranja y sabor indefinido sí, pero también servida con hospitalidad y sin suspicacias, como en pocos lugares me han recibido) y vemos un programa matinal de televisión que pronto deja nuestras neuronas como cadáveres picados. Con alguna treta logro apagar el televisor para charlar. Los muchachos me cuentan que todos los días hay servicios, que cuando esta jornada termine habrán metido tres a tierra y tres a nicho. Que en invierno llegan más cajones que en verano. Que uno se tiene que acostumbrar, cueste lo que cueste, a un ritmo de trabajo duro: después de cavar los pozos se dedican a las inhumaciones o a las exhumaciones: todos los días hay que meter cajones en la tierra; todos los días hay que sacar restos consumidos, la gente que ha vuelto al polvo. Uno de los datos que más me convocan es que un cadáver en la tierra tarda cinco años –o menos– en convertirse en un esqueleto. Es decir, en "reducirse". Por su parte, el cajón se consume y desaparece; solo quedan las manijas. O sea que cinco años dura el contrato que establecen los deudos con el cementerio. Después de ese lustro el cuerpo se desentierra.
Un tipo lava los huesos con agua y alcohol y les pone cal para que no pudran la urna que los recibirá. Esa urna se pasa entonces a un nicho, se crema o se devuelve a los familiares (sin embargo, pronto me enteraré de que a veces el sepulturero se lleva una sorpresa desagradable cuando su pala encuentra un cadáver que todavía no está listo para dejar la tierra). Si nadie viene por el resto desenterrado, queda en una bolsa cerrada con un precinto, registrado durante unos meses en el osario, que es el depósito de huesos que funciona en una capilla de 1931. Finalmente, si nadie apareció, el cementerio encarga la cremación a una casa privada. La gaseosa indefinida circula y uno de los grandotes toma la palabra: "Yo soy el más antiguo", me cuenta. "Llevo quince años acá. Estaba en Barrido y nos quedamos sin laburo. La única opción era venir acá, sí o sí. El que no venía para acá se iba a su casa. Y nadie quería venir, por eso mucha gente se fue". El tipo tiene cara de bonachón, pero sus brazos hablan más que él: la aguja caló hondo y delineó nombres y rostros en tinta china. Incluso una calavera, cruzada con dos tibias. (Todo el tiempo querré preguntarle si eso tiene que ver con su trabajo de sepulturero, pero impone distancia y respeto: el día se irá sin que haya podido echarle la pregunta. Un error periodístico, sin duda. Pero no me preocupa: durante mi estadía en el cementerio no soy un periodista, sino un sepulturero).
Mientras pienso en su calavera, el grandote continúa con su historia: "Cuando estás acá, te empezás a encontrar con cosas que nunca viste… La primera vez que vine saqué un muerto que estaba vivo, fue tremendo… Es que hay cocherías que envuelven los cadáveres en bolsas y eso hace que la reducción sea más lenta. Vos los desenterrás y todavía no terminaron de descomponerse: les queda la carne de las piernas y del pecho, ponele. Y el olor te mata. Por eso hay gente que no quiere venir ni siquiera un segundo día". Uno de sus compañeros agrega: "Uno piensa que tiene familia y que esto es un laburo común y corriente. Te lo tenés que tomar así. El problema es cuando vienen los chiquitos y ves el sufrimiento de la madre y del padre". El señor Ismael me lo había dicho apenas me vio: "En este trabajo tenés que ser de temperamento frío. Es duro cuando una mamá jovencita te trae un bebé y no te lo quiere entregar porque lo tenés que sepultar… Espero que lo puedas aguantar".
Entonces le pregunto al sepulturero si ya se acostumbró. "Acostumbrarte, te tenés que acostumbrar…", reitera. "Se acostumbra uno como a todo trabajo. ¿Vos te acostumbraste a ser periodista? Yo me acostumbré a ser sepulturero". Y me dice que en 1999 lo llamaron para trabajar en mantenimiento. Que pasó a las sepulturas y que ya se quedó aquí. Metió pala y pala en días de lluvia, de crudo invierno o de sol terminal. "Este trabajo es sufrido todo el año: en verano te cagás de calor; en invierno, de frío; cuando llueve se embarra todo y una vez, incluso, se me inundó el pozo y no pude meter el cajón. Y, además, hasta que no tengamos el horario del servicio estamos acá esperando". Como si fuera por solidaridad con sus compañeros, el hombre dice que cuando estire la pata quiere que las llamas se lo lleven para siempre: "Si no, es mucha movida y además a la larga te terminan tirando a cremar; por eso mejor abreviar".
–Acá se debe aprender mucho sobre la muerte y sobre la vida… –arriesgo, finalmente.
–Y sí, acá lo que aprendimos es que estamos de paso –me responden los muchachos, a coro–. Que somos una bolsa de huesos, no más. Que somos polvillo. Y algo más: trabajando acá aprendimos a no tenerle miedo ni a la muerte ni a los fantasmas, que no existen, pero sí a los vivos.
La hora quince, la del servicio, llega después de una jornada en la que hice trabajo duro, con pico y pala. Junto con dos sepultureros grandotes vamos detrás del cortejo. El asunto termina al borde de uno de los pozos que hicimos más temprano. Me siento orgulloso de haber trabajado en la arquitectura del descanso final de alguien: es algo importante. Por suerte, el cajón trae medidas normales. Uno de mis compañeros me contó de aquella vez que tuvo que enterrar un mastodonte de dos metros de largo, un metro de ancho y setenta centímetros de alto; "un cajón vaca", como les dicen acá, que podía llegar a pesar unos doscientos cincuenta kilos. Cuando cae uno de esos hay que cavar un poco más el pozo y todo se complica. Pero este al que le estamos poniendo los ganchos y las sogas para bajarlo a tierra trae en su interior, evidentemente, a un tipo flaco.
El cortejo viene con un cura, que lee unas líneas de la Biblia. Recuerdo entonces lo que me dijo uno de mis compañeros en el descanso: "Siempre leen lo mismo. Supuestamente, según ellos, el muerto va a resucitar, se va a levantar. ¡Pero el que lo va a levantar voy a ser yo, cuando esté hecho puro hueso!". El sepulturero tenía razón: "¡¿Qué?! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?", lee el de sotana del libro de los Hechos de los Apóstoles, en la Biblia. Detrás, algunos lloran. Miro a mi colega. Sus ojos parecen dos botones inexpresivos. La costumbre lo allana todo, aunque a veces hay sorpresas, como aquel día en que vino un tipo con una guitarra a un entierro y tocó algunas canciones; o aquel otro entierro en el que un borracho quiso pegarle a uno de los sepultureros, dolido con la muerte de su padre.
Pero, esta vuelta, todo parece normal. Cuando el asunto termina, mi compañero les pregunta a los deudos si desean despedirse, antes de que la tierra se trague para siempre a su querido (aunque eso de "para siempre" es muy relativo: en cinco años estará de nuevo a la luz del sol). La pregunta es la orden en clave para que los presentes se dirijan a la montaña de tierra que hay al lado del hueco, tomen un puñado y lo echen sobre el féretro, que espera, ahí abajo, el descanso en paz.
Cuando los pocos deudos se arriman con la tierra en sus manos, una mujer rompe en llanto y grita sin consuelo. Me lo habían advertido. Los palazos de tierra son aun peores que el momento en que se baja el cajón. Espero que nadie se eche al pozo, como uno de mis colegas recordaba que había ocurrido en otro sepelio: era una mujer, que me imagino como esta que ahora llora, la que no quería dejar de abrazar el ataúd de su hijo. Sin embargo, los sepultureros me habían contado, también, de los días en los que todo se daba con cierta apatía: "Hay casos que ni bola, que vienen, te dicen 'tapalo' y chau, se van".
Queda claro que la gente procesa la muerte de forma diferente. Cuando echamos las primeras paladas de tierra, el cuerpo ya ha iniciado el periplo de su putrefacción de cinco años y yo siento una extraña mezcla de emociones: tristeza, gravedad, soledad. Ahora lo sé. De esto se trata el oficio de sepultar. Algunos minutos después voy a fichar mi salida y el señor Ismael parece satisfecho con mi trabajo. "Veo que te esforzaste", me dice. No lo noto como un cumplido, sino como una frase sincera.
El aspecto ruinoso de mi guardapolvo es inobjetable. Él, por su parte, ordena sus papeles, como buen burócrata de la muerte, y continúa: "Espero que además hayas aprendido algo". "Sí, creo que sí…", le respondo, muy cansado. Pero no sé cómo completar la frase. Él se da cuenta: "Acá la muerte es el inicio del viaje. No te olvides de eso", dice como si fuera una sentencia. Y me ficha la salida.
Sección "En primera persona", revista El Guardián,
24 de febrero de 2011
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