Bajo un cielo espeso y grisáceo, la Villa 31 está en su hormigueo matinal. "¡Buen día!", "¡Buen día!", se saluda la gente con optimismo y a los gritos. Son las 10:30 de la mañana pero el sol escondido detrás de mil nubes, los once grados de temperatura y la amenaza de lluvia dan cuenta de un tiempo sin tiempo, raro e inexacto.
En ese paisaje camina Reza Deghati —conocido simplemente como Reza—, legendario fotógrafo franco-iraní de 66 años que estuvo en los puntos más recónditos del planeta capturando, con o sin flash pero siempre desde el lente de su cámara, escenas invisibilizadas de la historia reciente. Hace más de 35 años que se dedica al fotoperiodismo, ha publicado 31 libros y ha protagonizado más de 450 exposiciones en todo el mundo, sin embargo, y pese a todo el recorrido transitado que incluye premios y conmemoraciones a su labor artística y humanitaria, hay algo en él que no se apaga. "Tenemos miedo a lo desconocido, a lo que no conocemos. Eso es lo que sucede. Gracias al trabajo fotográfico, la gente de la Ciudad va a conocer esto", le dice en un francés aparatoso, traductora mediante, a Infobae Cultura.
Así llegó a Buenos Aires, mediante el proyecto de Integración social y cultural Barrio 31 del Gobierno de la Ciudad con el apoyo de Veolia y la Embajada Francesa, para dar talleres de fotografía con la mirada puesta en la integración y la diversidad. El año pasado estuvo en la Argentina por la Bienalsur. Ahora, recorre el lugar, los pasillos, sus callecitas. Se empapa del territorio. "Todos mis pensamientos y reflexiones ahora están en la capacitación y la formación de los jóvenes. Por el momento, mi intención está en esa dirección. Y como fotógrafo lo que veo es esta injusticia social que es inadmisible. Lo puedo ver acá, también lo vi ayer en Fuerte Apache", agrega con un tono de preocupación, intranquilo, lejos del enojo de la indignación.
Mientras nos adentramos en el barrio por la Feria Latina, que por estas horas está vacía —habitualmente hay 350 feriantes, el 80% de los vecinos—, cuenta que hace dos años ya estuvo aquí. "El barrio ha cambiado un montón de manera visual. Es mucho más limpio que antes. Cuando caminaba estaba toda la basura en el suelo. No estaban todas las obras. Tampoco estaban todos estos cambios", dice y señala un gran recolector de basura que junta mugre, rodeado de muchachos corpulentos con el traje verde de los barrenderos. Unos metros antes, en un patrullero estacionado con las ventanas abiertas, dos policías de bordó fuman en silencio.
Reza tiene el paso firme. Un contingente de alrededor de diez personas lo sigue de cerca, entre fotógrafos, prenseros, gente de la Embajada y trabajadores sociales de la villa. Hace preguntas generales, aguarda respuestas, dice ok. Cada tanto se detiene, así de golpe, apoya una rodilla en el suelo y saca fotos. No le interesa demasiado que su pantalón mostaza gastado se manche. "Lo que me gusta mucho es ver la expresión artística y cultural de cada barrio, y en particular lo que me gusta mucho es el Gauchito Gil. No es la cuestión religiosa, sino la expresión artística de la gente en los graffitis", comenta.
Con su bigote breve, el sombrero de ala mediana, un pañuelo en el cuello y los borcegos bordó, los vecinos ven en él un extranjero. "¿Quién es ese hombre?", nos pregunta un muchacho que pasa a su lado. Su vestimenta tiene un toque forastero pero su mirada preocupada y siempre atenta lo acercan al barro por el que camina. Un barro que se mezcla con el cemento de la permanente edificación y se hace gris, casi como combinando con el cielo amenazante. Entonces se larga a llover y, cuando una chica que lo acompaña le acerca un paraguas, Reza dice que no. Mueve la cabeza hacia los costados y se toca el ala del sombrero. Es un hombre precavido.
Si no hay horario, entonces nunca es tan temprano como para prender la parrilla y vender en la calle choripanes y sanguchitos de riñones. Los mercados están abiertos desde hace rato con sus frutas y verduras bien frescas y los obreros de casco y guantes moteados que trepan por los andamios aseguran que la Villa 31 está activa. O como prefiere la retórica gubernamental: Barrio 31, porque de todos los asentamientos de la Argentina, este parece autoabastecerse sin mayores problemas. Acá hay de todo y, al igual que en los pueblos del interior durante las crisis económicas, cualquier ventana que da la calle se puede volver kiosco. Y además de activa, en crecimiento: entre 2009 y 2013, la cantidad de habitantes pasó de 27 mil a 40 mil. Hay edificaciones que superan el cuarto piso.
En total son 46 hectáreas que contienen 10.400 hogares con un déficit elemental en el acceso. Según los números, el 24% de los vecinos tiene el secundario completo —mientras que en el resto de la ciudad, el porcentaje es de 72%—, sólo el 26% cuenta con cobertura médica —en el resto de la ciudad, el 81%— y en materia laboral el 36% tiene un ingreso formal, mientras que en el resto de la ciudad este número se eleva a 75%.
Cada tanto, se ven policías de negro, bien armados y de a par. Pese al frío, miran atentos. Quizás la cuestión haya cambiado tras el macabro hallazgo en marzo pasado: encontraron tres cadáveres quemados en el carro de un cartonero. Los asesinatos fueron atribuidos a la banda del Loco César, un capo narco que está preso por homicidio.
Lo cierto es que, en lo inmediato, un episodio volvió a poner en la mira la militarización de las villas. Ocurrió hace menos de un mes. Los vecinos denuncian que un policía en cuatriciclo atropelló a una nena de cuatro años —fue trasladada, primero al Hospital Fernández, y luego al Gutiérrez— y, cuando los familiares de la víctima se movilizaron a la comisaría a repudiar lo sucedido, hubo represión con balas de goma. Esa noche un muchacho de 22 años recibió un balazo y quedó en coma. También hubo varios detenidos que terminaron siendo liberados. Organizaciones de DDHH calificaron el episodio como "razzia policial".
Mirar al cielo requiere atravesar el mejunje de cables que se parece a una telaraña. Hay mucha reja en los balcones angostos que, explican los que trabajan ahí, "es para que los chicos no se caigan". Y justamente, en uno de esos balconcitos, un grupo de cuatro nenes de no más de cinco años nos mira pasar bajo la lluvia. "De lo que conozco, lo que puedo decir es que acá hay una buena diversidad de la población. Que es un poco como es el pueblo argentino en general: un pueblo de inmigrantes", dice Reza, un hombre con un itinerario visual enorme, del cual el 99% está en su retina. ¿Qué otra cosa es un fotógrafo que un sensible y entrenado observador?
"Podemos defender algo que queremos. Si no lo queremos, no lo defendemos", asegura sobre el propósito: cooperar en la empatía, la unión y la solidaridad del barrio y de los trabajadores que allí viven. Y que los protagonistas sean ellos mismos: "La historia contada por alguien que vive adentro es diferente que la historia contada por alguien que viene de afuera". De ahí, la importancia de formar fotógrafos, de formar —en definitiva— narradores visuales. "Hace casi cuarenta años estoy formando gente alrededor del mundo, desde niños hasta adultos, y en lugares que nadie conoce. Esa formación es como las que hice el año pasado en Fuerte Apache o en la 21-24", recuerda.
Ahora estamos en El Galpón, un centro comunitario donde se hacen trámites, talleres culturales y consultas médicas en el Centro de Salud. Es blanco y tiene la forma del orden, pero al fondo, un cuadro de seis metros de largo hecho de fragmentos de latas de bebida abrochadas con grapas representa el barrio, es el mapa. Reza se queda varios minutos mirándolo. Es un caos de color y brillos que dan cuenta de la horizontalidad de la villa vista en cenital. Entre las paredes limpias del Galpón, hay varios carteles. Desde grillas con las actividades del barrio hasta dibujos con epígrafes recién pintados. Uno pregunta qué pasó con Santiago Maldonado.
El proyecto del Gobierno de la Ciudad, que viene estudiando la Villa 31 desde el desembarco del PRO allá por 2007 con Mauricio Macri como Jefe de Gobierno porteño y continuado por Horacio Rodríguez Larreta en 2015, es ambicioso. El cambio de nominación de villa a barrio no es casual, hay ahí una intención que, además de retórica, es ideológica.
Lo cierto es que ya se comenzó con la construcción del Polo Educativo María Elena Walsh que será la sede del Ministerio de Educación. La urbanización de la villa no sólo se basó en empezar a asfaltar, también en construir viviendas para reubicar a las familias que viven debajo de la Autopista Illia y un Plan General de Infraestructura que, según estipulan, para 2019 se concluirá con el tendido cloacal y pluvial que conecta el barrio con el resto de la ciudad. Hay canchas de fútbol 5 por todos lados, incluso hay varias en construcción. En total, 16. También varias plazas y una idea exótica: transformar la Autopista Illia en el Parque en Altura al mejor estilo High Line de Manhattan.
Mientras Reza le dice al grabador que tiene cerca de su boca lo importante que es usar la cámara para visibilizar lo vedado, un avión pasa por nuestras cabezas y su estruendoso sonido nos obliga a hacer silencio. Ya estamos saliendo de la Villa 31, del Barrio 31, porque el paisaje es más abierto. Retoma el hilo de la charla y concluye: "Todo lo que vemos puede tener dos efectos. Uno es el efecto negativo, que es el que te bajonea. Pero hay otro efecto, que es lo que trato de hacer: cada humano tiene la capacidad de cambiar el mundo y creer en el futuro de la humanidad. Eso es lo que realmente creo yo".
Con un apretón de manos, un beso en la mejilla y un abrazo —así, todo junto— el fotógrafo franco-iraní se despide para seguir con su itinerario de recorridas. Arriba, el cielo sigue espeso y grisáceo, el frío golpea, pero ya no llueve. Al menos por ahora.
______
SEGUÍ LEYENDO
Fotoperiodismo: la importancia del arte de retratar la historia
Fotografía en tiempos de selfies: la historia del artista que retrata las causas nobles
Cuando las selfies no son efímeras: entrevista al fotógrafo Vasco Szinetar