Nadie a priori menos compatible con las supersticiones del diario íntimo que Marta Minujín. Cuesta imaginar a la ingeniera de obeliscos de pan dulce sola, a la luz de la vela, inclinada en silencio sobre un cuadernito, anotando al correr de la pluma lo que se le pasa por la cabeza. "Sola", "vela", "en silencio", "anotar", "cabeza": qué marcianas suenan esas palabras para el mundo Minujín.
Cuesta, entre otras cosas, porque la misma Minujín nos convenció de que su arte, faraónico y obvio, era la expresión de cualquier cosa menos de un "mundo interior", y que la clave de su identidad de artista no descansaba en una verdad subjetiva sino en una imagen: la máscara de peluca platinada, labios muy rojos y rayban espejados con la que terminó fundiéndose por completo.
Los íconos abolen la intimidad. Los íconos son chatos y unidimensionales como logos, pósters, marcas. ¿Qué tendría para ofrecerle a nuestra Gran Bestia Pop, paladín de la extroversión y la superficialidad, un género literario acostumbrado a vivir a media luz, entre susurros, predicando valores frágiles, casi clandestinos, como la introspección, el sentido del detalle, la precisión, la paciencia, la disciplina?
Como siempre, estábamos equivocados. Tres inviernos en París. Diarios íntimos (1961-1964) refuta esa presunción y también otra, más sutil, que de algún modo acompañaba en secreto a la primera: la sospecha de que así como carecía de interioridad, el ícono Minujín carecía también de pasado, era eso que era, nada más y nada menos, y eso que era era lo que se veía aquí y ahora en el rostro pálido, postizo, como de autómata insomne, con el que Minujín había reemplazado al original.
Pues bien: Marta Minujín escribió un diario íntimo y fue joven. Los dos milagros tuvieron lugar en París entre 1961 y 1964, a lo largo de tres estadías de unos seis o siete meses promedio cada una. Más que joven (un rango demasiado burgués para el bicho excéntrico que ya se proponía ser), Minujín era entonces el colmo de la precocidad, una especie de prófuga prodigio que, como lo rememora en el prólogo de Tres inviernos, a los doce años decide dedicarse al arte, se ratea de la escuela y se anota en Bellas Artes.
"Nunca había pintado ni producido nada", escribe, "pero ya me sentía artista". Era pesimista, vestía de negro y huía de una familia que, consagrada a un hermano leucémico, tenía pocos ojos para ella, salvo cuando la veían entrar con los vagabundos que reclutaba en la calle, modelos vivos de sus retratos. A los dieciséis conoce al artista Alberto Greco ("mago maravilloso", compañero de correrías en París, donde terminan distanciándose), deja Bellas Artes y lucha ya con esa avidez que será su sello de fábrica: "Yo sólo quería producir arte; era como una religión". Gana una beca del Fondo Nacional de las Artes para ir a estudiar a Francia. Pero es menor: no tiene derecho a viajar sola. Primera fuga hacia adelante de una vida que tendrá muchas, se casa con su novio Bebe (Juan Gómez Sabaini, cinco años mayor) en secreto, con documentos adulterados que alegan que tiene dieciocho, y, emancipada, parte rumbo a París.
Es una beca de estudios, pero el timing de Minujín es demasiado urgente, demasiado hiperoxigenado para demorarse en esa clase de escrúpulos. Desde el vamos su consigna es productivista: hacer, hacer, hacer. "Lo único que tiene sentido de estar en París es que produzca y muestre", escribe en diciembre del 62. El ritual de los museos -sobre todo el Louvre, su preferido- es la sola concesión que hace a la necesidad de formarse. Pero para producir tiene que tener un lugar fijo donde vivir y trabajar, un atelier, palabra-talismán de la vida artística que París, que la inventó, no deja que los artistas cachorros deletreen con la facilidad con que lo haría prever su tradición bohemia.
La búsqueda de estudio se lleva buena cantidad de páginas del diario de Minujín, probablemente las más ansiosas y desesperadas. El primero que consigue, una "piecita de la Rue Benouville", parece calcado de la escena del camarote de Una noche en la Ópera: es tan exiguo que para trabajar debe acomodar los muebles en el baño, el tuco de los tallarines se mezcla con óleo rojo y a menudo tiene que romper una obra o dos para abrir la puerta y poder entrar.
En ese cuchitril ínfimo, acosada por una vecina que le arma escándalo cada vez que abre una canilla, se pone a trabajar con su cartón y sus colchones, fase ciruja de una práctica donde arte y vida confluyen solapándose en un programa precario de supervivencia. El resto se va en comer (mucho pan de baguette y queso, sopa de cebolla los días lujosos), hacer vida social (los cafés del barrio Latino), frecuentar a los compatriotas ya instalados (Alicia Penalba, Antonio Seguí, Noé, Berni) y hacer la ronda de las galerías de arte con el radar prendido, al acecho de los artistas, marchands y críticos que le permitan rápido, lo más rápido posible, "lo único que importa: ubicarme plásticamente en París".
Tres inviernos en París abunda en postales chaplinescas: estudios sin agua ni luz, ratas, fideos sobre el radiador, siestas en la bañadera. (Mi preferida, no sé por qué, muestra a Minujín caminando por la calle con la radio portátil que se trajo de la Argentina en la cartera.) Sin embargo, la compasión que puede inspirar el itinerario de esta petite fille de Montmartre sola, rodeada de hombres, en una ciudad prometedora pero ajena, desgarrada entre la vocación y el amor, se enfría un poco cuando calibramos la clase de testimonio que estamos leyendo.
Tres inviernos en París no es el lamento de una mártir, ni siquiera de una sacrificada. Son los partes que una yihadista del arte envía desde el campo de batalla donde libra una guerra que está segura de ganar si, y sólo si, hace lo que tiene que hacer para ganarla: básicamente, desinteresarse por completo de todo lo que no sea ella (incluida la guerra de Argelia, entonces al rojo vivo, que sólo menciona cuando las cachiporras de la policía le pasan raspando en la calle).
De ahí el escudo formidable que la blinda frente a todo lo que podría debilitarla, distraerla o aun interpelarla demasiado, aliado clave de esa voracidad de perra de presa con la que no para de escanear el terreno que pisa en busca del atajo, el socio, el intercesor que podrían contribuir a su victoria. Minujín detesta las convenciones y el confort burgués, pero cuando los outsiders que podrían ser sus cómplices naturales amenazan con desestabilizarla antepone siempre una impasibilidad cien por cien conservadora: "A veces conozco pintores que se drogan, gays, degenerados y demás, pero yo jamás me siento tocada por eso. Es como si pasaran al lado mío, gritaran, se desesperaran para que los entienda, y yo ni los oyese. Me parece bien, si son así no lo pueden evitar, pero a mí no me interesan, y mientras menos los vea es mejor".
En enero del 62 confiesa: "Soy bastante ambiciosa como para conseguir lo que quiero, pero para todo hace falta tiempo". De modo que se toma tres inviernos en París compaginados en una secuencia iniciática perfecta (deslumbramiento/angustia/euforia) para tropezar con el pop (que la sorprende encarnado en el color, a la vuelta de una visita a la Bienal de Venecia), forzar la escultura hasta el límite de la instalación y hacer dos obras importantes, Chambre d'amour, escultura-hábitat de un erotismo psicodélico, cuya estructura de madera recubre con colchones flúo, y La destrucción, su primer happening, donde quema alegremente sus obras parisinas y las mira arder junto al público hasta que los dispersa la sirena del camión de bomberos.
Tres años era el tiempo que preveía que necesitaba en París, y eso es exactamente lo que tarda París en agotársele. En marzo del 64, a punto de volverse, la que habla es una estratega: "Considero que es el momento de ir a Nueva York". Pero de París se trae la que será su obra suprema, la más persistente, perecedera y acaso perdurable: su personaje.
En rigor, la Minujín que antes de los veinte años se entrega a una autoproducción gozosa no hace más que ratificar y encarnar -dotándolo de imagen, gestos, poses, tics, lenguaje- ese "ser artista" del que no dudaba que estaba poseída a los doce, antes incluso de tener un pincel en la mano. La fascinación por el yo es quizá lo único que acepta heredar del ethos del diario íntimo, a condición de vaciarlo de ese vértigo reflexivo en el que se deja atrapar una y otra vez, al mismo tiempo y en la misma ciudad, otra joven argentina varada en París, su amiga Alejandra Pizarnik, que por su parte no piensa más que en suicidarse.
Con sus "manos de obrera", sus ojos ultrapintados y su sombrero, Minujín funda en esos tres inviernos en París ese peculiar narcisismo maníaco-maquínico que acaba con la sensibilidad, la empatía, la melancolía, el sentido crítico -fervores tristes de su propia pubertad, cuando era dark, y también de muchos de los contemporáneos que trata en París, a quienes "les da rabia mi carácter"-, sepultándolos bajo un alud de determinación, fe ciega y optimismo compulsivo, pasiones alegres y un poco descerebradas que el arte contemporáneo (véase Jeff Koons, mucho más afín a Minujín que Andy Warhol) fue el primero en acoger sin reparos drásticos.
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