"Largavistas": el lado luminoso y familiar de los 70, al otro lado del río

El último sábado de la feria, Luciano Olivera presentó su segundo libro, a sala llena. Presentado como una suerte de precuela del exitoso "Aspirinas y caramelos", el nuevo libro es una novela de iniciación cuyo protagonista es un chico de 10 años. Amistades imborrables, animales heroicos, revelaciones familiares, humor y emoción son los materiales que componen esta historia

Sábado a las 21, último fin de semana de la feria, lectores que van y vienen, se detienen ante un poeta que recita con gestos ampulosos o ante una charla divertida sobre literatura o ciencia; o que buscan ofertas de último momento y sueñan con encontrar ese título que hace rato vienen buscando en vano. La sala Tulio Halperín Donghi está a pleno. Familiares, amigos y lectores se juntan entusiastas para la presentación de Largavistas (Tusquets), el segundo libro de Luciano Olivera, un escritor inesperado que encontró su camino cuando uno de los posts que acostumbraba a subir a su blog Hombre de campo se salió de los bordes de ese blog y se viralizó en plena crisis de Independiente por el descenso, en el 2013. Entonces, su emocionado post "Aspirinas y caramelos" llegó a muchos más corazones de lo esperado y fue el puntapié inicial que le hizo pensar a Olivera que todo eso que él venía escribiendo para él y algunos lectores amigos o conocidos, podía llegar al formato libro.

Primero fue una edición pequeña en Aurelia Rivera, luego una edición de Tusquets y la llegada masiva a librerías y a lectores de Aspirinas y caramelos, con la ternura de esos textos vintage que volaban a los años 70, la década de la infancia del autor y sus escenas domésticas y cercanas, que conformaban una suerte de collage de álbum de figuritas de la nostalgia. Ese libro despertó el apetito de la escritura en su autor y el resultado del hambre de escribir hoy está en librerías. Se llama Largavistas y ya no es un collage de textos que comparten un tono y un estilo sino que es una novela, un relato de iniciación a la vida misma en marcado en el lado luminoso de los castigados 70.

El protagonista es un chico de 10 años que suele viajar en familia a Colonia, Uruguay, el país de origen de su madre, en las vacaciones. El encuentro a la otra orilla siempre depara sorpresas, situaciones en espejo, revelaciones familiares, amistades imborrables, ritos de pasaje (como la visita al burdel Coca Cola o el capítulo de la muerte de Luisito, el primo lejano que muere ahogado en una cantera) y decenas de momentos de humor y situaciones conmovedoras en lo que se describe desde la contratapa del volumen como una especie de precuela de su primer y exitoso libro.

Esa noche de feria en sábado, mientras mascullaba la derrota dolorosa del Rojo y buscaba no perder Olivera habló de todo esto y de los largavistas, ese dispositivo que acerca lo que está lejos pero que también puede ser un precioso espacio para preservar la infancia.

-¿Cuándo comenzaste a pensar en Largavistas? ¿Supiste desde el vamos que esta vez iba a ser una novela?

-Empecé Largavistas apenas terminé Aspirinas y Caramelos, porque sentía que tenía más cosas para contar. Enseguida me situé en el viaje con el que empieza el libro. Un nene, mi yo de diez años, rodeado de la misma familia, embarcados en un ferry rumbo a Colonia. Siempre nos íbamos de vacaciones a Colonia porque mamá es de allá. Entonces empecé a escribir desde ahí, desde que el barco sale del puerto. Lo que no tenía claro era qué era lo que iba a pasar del otro lado del río; sólo fui estirando la trama a ver qué aparecía. Quise que fuese una novela, era un género nuevo para mí, me quería probar.

-Un personaje clave del libro es Abú, el tío que funciona como abuelo y que le regala al protagonista/narrador el largavistas con el que cruzará el Río de la Plata, un dispositivo que tiene un lugar central en la historia. Hablame de él, de Abú.

-Abú era el marido de mi tía Melucha, la hermana mayor de papá. Abú y Melucha se casaron en 1931, en plena crisis mundial, cuando mi viejo y todas sus hermanas quedaron huérfanos. Fue un matrimonio por necesidad, se cargaron la obligación de criar a los Olivera. Entonces Abú era mi tío pero también el abuelo que no tenía. Caprichoso, fastidioso, vivía enojado, odiaba todo. Era impotente y Melucha, una tromba sexual; el agua y el aceite, se odiaban pero no se divorciaron jamás. Yo era el preferido de Abú, me llevaba a su cuarto y me mostraba sus cajas de insectos, sus dibujos de caballos, resolvíamos juntos "El juego de los 7 errores" de La Razón, tomábamos fernet. Todo eso a mis siete, ocho años. Abú fue quien me dio los largavistas, me dijo que los abriera si extrañaba. En la novela será clave porque cuando el nene los abra, verá el otro lado de las cosas. Los largavistas de Abú son su salvavidas, los que le dan la pista de cómo resolver el peligro que lo acecha.

-¿Cuánto de ficción hay en Largavistas? ¿Hay mucho de creación o hay más de ocultamiento para proteger identidades?

-La gran mayoría de las historias son reales, o al menos son los hechos de esos veranos colonienses tal como yo los recuerdo. Las identidades están cambiadas porque mi memoria puede fallar, entonces no quise adosarle injustamente a alguien una historia cualquiera. También hay algo de ficción o de exageración, que son recursos que uno usa cuando cuenta una anécdota. Como en los asados familiares, cuando se cuentan esas historias que se repiten y que van creciendo con el tiempo hasta cobrar una forma que ya nadie discute y que todos saben que ya no es la verdadera.

-En esta forma de preservación de la infancia que son tus libros, ¿cuánto hay de necesidad de recuperar ese relato para contarle tu vida a tu hija Lola?

-Lola está presente en mi cabeza todo el tiempo. Aunque no me lo haya propuesto, es muy probable que todo esto sea para ella. Hace unos días fuimos a desayunar solos y yo tenía el primer ejemplar recién salido de la imprenta. Me lo pidió, empezó a leerlo y de repente la vi completamente concentrada, era como si el libro la hubiese abducido. Fue un momento bellísimo, que además le despertó mil preguntas, nos hizo compartir mucho de lo que ella sabía y sobre todo de lo que no sabía sobre nuestro origen.

-¿Es cierto que tomabas nota obsesivamente de todo lo que tiene que ver con barcos?

-Totalmente cierto. Así como otros nenes se apasionan con los autos, yo era un "nerd" de los barcos. Anotaba en un cuaderno cada barco que conocía cuando viajábamos a Colonia. Ponía la eslora, el tonelaje, el calado, datos que mis amigos no entendían. Y anotaba al margen mi impresión personal. De uno puse "huele a vómito", de otro "es muy liviano, un día casi nos hundimos", cosas así. Me encantaban los barcos. En verdad, me siguen fascinando.

-Los perros son otro eje de tu libro, ¿cuál es tu relación con ellos?

-Los amo, creo que encarnan la amistad más pura a la que un ser humano puede aspirar. Mamá no nos dejaba tener perros, de chicos le metimos uno de contrabando y terminó mal, quizás por culpa mía: ese dolor da inicio al libro. Por culpa de aquel error, me propuse hacerme amigo de todos los perros del mundo y ese viaje y Colonia fueron la primera parte y el lugar de esa misión. Ahí aparece Boneco, la mascota de Independiente en los 70, como "mi" perro. Y muchos otros, algunos que van a terminar convertidos en los grandes héroes de Largavistas. Me gusta pensar que me los gané, que todos ellos son una pandilla que me cuidará para siempre.

-Hay una mirada sobre las mujeres de esa época, los 70, que oscila entre la perfección inalcanzable de las chicas que le gustan al protagonista y el modelo más grotesco, de mujer descalificadora, de varias de las mujeres adulta. ¿Era así?

-Yo era un niño enamoradizo, entonces encontraba perfección en nenas que quizás no la tenían pero a mí me parecía que sí. Hay dos personajes, las dos tías dominantes de la historia, que son bastante "Sisebuta", gritonas, mandonas. Yo las recuerdo así, creo que era un estereotipo. Quizás haya estado influido por los dibujos de Calé, tipo "Buenos Aires en Camiseta" o por las gordas de Landrú. Siempre me gustaron esas historietas como pintura de una época bastante parecida a la de Largavistas.

-En Aspirinas y Caramelos puede leerse el dolor y el enojo por la muerte de Rodolfo, el padre del narrador, del autor: tu padre. En Largavistas, en cambio, lo que aparece es cierto fastidio y molestia con esa figura, casi en plan de competencia.

-Sí, totalmente. Luego de la catarsis de Aspirinas y Caramelos, me apareció la necesidad de contar que papá era todo aquello -genial, agudo, repentino, elegante- pero que también era competitivo, lejano, inconformista. Yo creo que, a nuestro modo, estábamos en los primeros rounds de una competencia que no llegó a resolverse por su muerte temprana. Quizás Largavistas la zanje, como Aspirinas y Caramelos lo hizo con el duelo que no había hecho hasta entonces.

Olivera firmó ejemplares en el stand de Planeta

-¿A qué público está dirigido Largavistas? ¿Qué cambió de un libro a otro para Olivera, el escritor?

-Sin habérmelo propuesto, creo que es un libro de aventuras, para gente sensible. Lo pueden leer adultos y adolescentes, porque el tema toca a los dos mundos. Por un lado hay un hombre mayor que recuerda y por otro un niño que descubre el mundo y se asombra, se maravilla, se asusta… Me alegra especialmente cuando le gusta a las mujeres; me hace bien que mi mirada sea valorada por ellas, papá creció rodeado de mujeres, yo también, creo que en la aprobación femenina hay algo fuerte para mí. Supongo que en Aspirinas y Caramelos vomité, aún a riesgo de escribir mal. Fue un libro hecho con las tripas. A Largavistas lo veo más cuidado, un poco más sofisticado, pero creo que es igual de auténtico, de honesto. Hoy me siento mejor escritor que aquel que escribió el primer libro y sé que me falta mucho para ser bueno. Ya voy a llegar, como digo en el libro, soy una cabra insistente.

-¿Es cierto, como se cuenta en el libro, que cuando eras chico la viste a Susú Pecoraro tomando sol en bikini en una terraza?

-¡Sí! Ella vivía en el mismo edificio que Melucha y Abú, frente al Parque Lezama. Yo iba con mi tía a colgar la ropa a la terraza y a veces veía a una chica muy linda tomando sol en bikini. Melucha le decía "hola Susú", cruzaban unas palabras y ya. Años después, mirando Camila, mamá me dijo que aquella Susú Pecoraro era "esa" Susú de Melucha. Una imagen inquietante, lástima que era tan chico, me gustaría acordarme más, siempre fue una morocha preciosa.

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