Como nos ocurre a menudo, nos engolosinamos con lo que nos sale bien y terminamos pasados de rosca con nuestro propio entusiasmo. Y es que aquellos que sorprendieron al auditorio con su manifestación en la sala Jorge Luis Borges no se contentaron con el escrache a los ministros, las fotos o los videos y ni siquiera con las expresiones de apoyo a su causa que recibieron, sino que se propusieron impedir el normal desarrollo del acto de apertura de la feria. Y es ahí, entonces, donde los mismos que fueron a hacerse escuchar, hicieron todo para que no se escuchara a los otros.
Para quienes asistimos año a año a la inauguración de la Feria del Libro, el disenso en voz alta, los reclamos, los chiflidos y los abucheos no son algo desconocido ni fuera de lugar. Casi se diría que forman parte del paisaje en un encuentro anual entre la industria editorial y las autoridades en donde necesariamente se hacen públicas las diferencias.
Pero esta vez fue otra cosa lo que empañó el arranque del mayor evento cultural argentino porque fue un reclamo a viva voz de alumnos y docentes a propósito de un proyecto educativo del gobierno porteño que nada tiene que ver con la industria editorial ni con el área de Cultura de la Ciudad aunque sí tiene que ver con los libros. Lo que hubo, sobre todo, fue una estrategia inteligente de hacer visible un conflicto que se ve en las calles, en los edificios que están en jaque por el proyecto de Unicaba y que, aunque también ocupa cierto espacio en los medios, nunca antes había logrado colarse con esta magnitud.
Un ministro con discurso coartado desde el vamos y que desiste de hablar (Enrique Avogadro), otro ministro furioso (Pablo Avelluto) que se propone hablar a toda costa y que con modos poco ortodoxos le asegura a un joven que no es quién para enseñarle democracia; autoridades de la Fundación El Libro víctimas de la perplejidad, con las manos atadas y sin capacidad de maniobra y una mujer que a fuerza de palabras y autoridad se hace escuchar. He aquí todo un panorama.
Claudia Piñeiro había preparado un texto con reclamos y diferencias hacia adentro de la industria pero también hacia la sociedad y, de alguna manera, hacia las autoridades. En su discurso, la escritora argentina más popular y más leída en todo el mundo unió la lírica con lo terrenal, habló de literatura y de los que la crean, la construyen y la entregan a los lectores, esos hombres y mujeres que si no fuera porque tienen que vivir de esto, lo harían gratis porque nada en la vida les importa más que escribir, como dijo en un párrafo. A ver si se entiende: Claudia Piñeiro, la escritora que vive presentando sus libros en todos los países y en todos los idiomas eligió hablar en nombre de todos sus colegas, incluso los anónimos, aquellos que no han tenido la fortuna que ella tuvo, los que debieron contentarse con su "suerte pequeña", en un gesto de generosidad tan infrecuente como emocionante.
Entonces, cuando aún no le tocaba hacerlo pero todo indicaba que el evento iba a interrumpirse, pidió subir e insistió cuando le dijeron que no. Como si supiera instintivamente que tal vez a ella sí iban a escucharla aquellos que no podían dejar de gritar su enojo con las autoridades. Y les dijo que compartía su descontento y les pidió silencio. Y el silencio llegó, y ella habló, y pudo también visibilizar sus propios reclamos como escritora y también como mujer, en una edición de la feria en la que son muchas las escritoras que se sienten excluidas de las mesas y eventos principales y condenadas al rincón de la "literatura femenina", un concepto que posiblemente ya en la década del 50 sonaba obsoleto pero que los hombres que manejan el mundo pero no pudieron manejar un modesto evento accidentado insisten en mantener vivo.
Claudia Piñeiro iluminó la tarde, consiguió a fuerza de autoridad, sensatez, inteligencia y capacidad de empatía que la Feria fuera inaugurada y terminó -también ella- mostrando en alto su bandera: el pañuelo verde que es el símbolo del aborto legal, seguro y gratuito.
Ya se ha visto en estos días, a nuestra escritora más famosa no le alcanza con contar historias y decidió intervenir de lleno en el espacio público, allí donde los argentinos venimos olvidando las mejores armas para construir una sociedad mejor: la capacidad de diálogo y el sentido común.