El Teatro Colón es el mundo a pequeña escala. Lo tiene todo: una arquitectura extraordinaria, los molinetes metálicos de la administración, el talento de los artistas más sensibles, la pujanza de cientos de trabajadores, la mejor acústica del planeta, pisos y pisos de talleres que confeccionan la materialidad de su espectáculo y el prestigio de cumplir con las expectativas. El Teatro Colón es el prototipo del mundo, y así empezó:
"¿Qué necesitamos, señores, para ser una verdadera Nación?", alzó la voz uno de los funcionarios en aquellas reuniones recurrentes del Consejo de Obras Públicas de una nueva Argentina, cuando empezaba a asomar la segunda mitad del siglo XIX y la vista estaba puesta en aquel continente sabio, brío, ilustrado, llamado Europa. Entonces, mediante un escribano, hicieron la lista del progreso: un ferrocarril, un puerto y su aduana, una compañía de gas… "Y una casa de ópera, señores, ¡un teatro!", sentenció otro.
En la noche de inauguración del Teatro Colón sonó primero el Himno Nacional Argentino y después La traviata de Giuseppe Verdi. Fue el 25 de abril de 1857, pero no era el teatro que hoy conocemos, sino otro: una primera versión, una precuela ubicada frente a Plaza de Mayo donde hoy funciona el Banco Central, construida por el saboyano Charles Henri Pellegrini —padre de quien sería Presidente en 1890— y cerrado en 1888. Pasaron 30 años para que el Colón regrese, ahora sí, donde está hoy: frente a la 9 de Julio de un lado y a la Plaza Lavalle del otro. Allí había funcionado la primera estación de tren, la Estación del Parque del Ferrocarril del Oeste —inaugurada también en 1857—, pero como la ciudad creció en esas décadas, el tránsito hizo que se corra. Y llegó el Colón.
La nueva noche inaugural volvió a tener una composición de Giuseppe Verdi, esta vez Aída. También fue un 25, pero de mayo: 1908. Y el agua siguió corriendo, el tiempo pasando, los artistas cantando, bailando, tocando, hasta llegar a nuestro presente. ¿Cómo es el Colón hoy? ¿Quiénes lo llenan de energía y vitalidad para que ese edificio gigante lleno de historia siga centelleando eternamente?
La acústica del cielo
Enrique Arturo Diemecke – Director General Artístico
Las luces están altas y un trombón eriza tonalidades en el silencio de la tarde. La Sala Bicentenario —creada en 2010 por el Bicentenario de la Independencia— es un lugar precioso, nuevo, moderno, que, en poco menos de una hora, se llenará de músicos —¿50? ¿100 músicos?— para formar ese todo complejo, armónico y poderoso que llamamos orquesta. Pero ahora, antes de que eso ocurra, el actual director General Artístico del Colón Enrique Arturo Diemecke permanece sentado en el medio de la sala vacía. Las luces del techo se apagan en degradé y las lámparas LED protagonizan la iluminación: lo apuntan y lo contornean. Es la intimidad del reportaje.
"La primera vez que visité el Colón —comienza— vine con una orquesta como músico. Tocamos en la sala principal y todavía me recuerdo lo fabuloso que fue tocar ahí, cómo sonaba mi violín, cómo sonaba la orquesta y cómo nos entregábamos a ese maravilloso menester donde la acústica te apoya y te da todo. Luego, un público entusiasta y lleno de entrega nos animaba a tocar mejor, hasta que nos salían las lágrimas en los ojos. Yo aprendí ahí que con la vista nublada y las lágrimas en los ojos no podía leer la música, la partichela. Pero como todos la sabíamos de memoria no importaba, estábamos concentrados en hacer música y en disfrutar de este lugar. Quedé súper archi enamorado y años más tarde cuando regresé como director me acordaba de ese momento y volví a disfrutar de esa delicia, de la acústica, de cómo hacer música en un lugar que está a favor tuyo, en donde puedes tú entregarte, explayarte, sacar todo lo que traes dentro de tí, en tu mente y en tu corazón".
¿Qué hace del Colón un lugar único? "La acústica —responde—, porque tiene exactamente el número de reverberación que se necesita para que la acústica se escuche en todos lados y adecuadamente bien, y que uno pueda sentir que la amplificación electrónica no es necesaria. Se puede escuchar perfectamente bien en cualquier lugar donde uno esté sentado. Yo creo que es una de las mejores acústicas del mundo, además que alberga 2700 lugares con vista completa". Y además del público tan exigente, que sin dudas hace al Colón, y a la creatividad de sus artistas, están sus trabajadores: "Esto —dice Diemecke y abre los brazos— es una fábrica de hacer escenografías, vestuarios, zapatería, peluquería, utilería… todo eso se arma aquí".
Diemecke nació en la Ciudad de México a mitad del siglo pasado, y se podría decir que su pasión por la música viene de antes. Proviene de una familia de músicos de Leipzig. A los seis años ya tocaba el violín y a los nueve años se lucía con el corno inglés, la trompa, el piano y la percusión. Estudió con Henryk Szeryng y Charles Bruck, dirigió varias orquestas y ya lleva más de veinte años al mando de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires y casi treinta como director artístico de la Orquesta Sinfónica de Flint en Michigan. Pese a todo ese recorrido, al conocimiento acumulado y a los premios recibidos, la sensibilidad parece seguir en aumento, y la curiosidad, intacta. Todavía fascinado, se refiere a este lugar, a este teatro.
"En lo personal… —toma aire el director— para mí el Colón es un lugar de magia, donde le ayuda a uno a realizar los sueños que ha tenido como artista o como persona. Entonces cuando uno va a producir y escucha el resultado, dice: 'Esto es el cielo'. Siento que realmente es algo especial. Me voy a apegar a un dicho que decía mi papá: 'El cielo es éste, cuando puedes realizar lo que tú amas y quieres y cuando tienes la oportunidad de poderlo expresar'. Eso es el cielo. Cuando estemos muertos veremos qué pasa, pero esto es lo que uno tiene que disfrutar y aquí se le da esa oportunidad a uno".
Donde se borda el orgullo
Stella Maris López – Jefa de Sastrería
"Para mí era simplemente eso, un teatro muy importante, y nada más, pero el conocimiento, el cariño y el amor a lo que hago lo fui aprendiendo durante el tiempo y cada vez me gustaba más. Ahora es todo un mundo para mí". La que habla es Stella Maris López, actual Jefa de Sastrería. La primera vez que entró al Colón tenía 18 años recién cumplidos y fue en octubre de 1983, a partir del primer concurso abierto, fruto del naciente gobierno democrático. Nueve años después concursó para Principal Cortadora y lo consiguió. Estuvo casi veinte años hasta que llegó el momento de dar el gran paso: se presentó al de Jefatura y, desde hace seis años, lo lleva adelante con esmero y dedicación.
"Mi día a día es mucho trabajo —dice ahora, frente a la cámara, mientras a su alrededor las máquinas de coser dan el sonido ambiente—, Sastrería viste a todos los artistas que pasan por el escenario del Colón, también para el CETC, para la ópera de cámara… o sea, estamos hablando de por lo menos 300 artistas de escena en distintos escenarios. Probamos, atendemos a mi especialidad, a los figurinistas, vemos cuál es su propuesta, las muestra de tela, hacer los pedidos de compra".
El Teatro Colón es público y esa diferencia no lo eleva sino que lo baja a la planicie de lo real, de lo social, de lo popular, de un nosotros inclusivo y laborioso. "Para mí es importantísimo que sea público —confiesa López—, nos representa a todos los ciudadanos en el exterior, por eso es importante que su imagen de teatro lírico siga perdurando en el tiempo. Por eso amo tanto lo que hago. Mi principal trabajo es seguir organizando para que todo salga con calidad y no perderla, porque sé perfectamente que nos representa como argentinos en el exterior."
No hace falta que ella lo cuente, porque se ve en traqueteo cotidiano, en los ojos concentrados de los trabajadores, en el sonido de la radio prendida, del mate girando de mano en mano, en el "buenas tardes" al unísono cuando alguien ajeno entra al taller. Un total de 56 personas cosen, bordan, confeccionan y mantienen prolijos los depósitos que guardan esos detalles — que son claves para que la puesta escénica funciona óptimamente— tan trabajados. "Todo tiene que ver para abrir en tiempo y forma el telón", comenta con media sonrisa, y luego concluye así: "En lo personal para mí significa mucho, culturalmente y como ciudadana argentina. Para mí es un orgullo total. Pero no solamente lo digo, lo tengo que mantener y eso es lo que voy a hacer hasta el día que me jubile".
La semilla santa de los talleres
Eugenia Palafox – Jefa de Peluquería y Caracterización
Hace 21 años que Eugenia Palafox desembarcó en el Teatro Colón. Hoy, y desde hace cinco años, es la Jefa de Peluquería y Caracterización que se encarga de, no sólo del maquillaje, los peinados y las pelucas, también de la joyería y el bijouterie. Rodeada de pelucas, máscaras, coronas y algunos portaretratos colgados en la pared —elegantes artistas, todos en blanco y negro—, habla de esa pasión que producen los oficios: la relación casi cósmica entre las manos de los hombres y sus herramientas de trabajo. "La mayoría de los teatros líricos del mundo no tienen esto que nosotros tenemos", comenta con orgullo.
"Mi formación ha sido íntegramente en esta casa, soy de esta familia. Trabajar en el Colón para mí es como ir todos los días a mi casa. Los que trabajamos hace muchos años acá tenemos un sentimiento de pertenencia muy marcado con este teatro. Este teatro es nuestra casa", dice y enseguida nombra a sus compañeros, su equipo, el que coordina y encabeza. Son 19 los que trabajan en el taller y en la posterior atención del espectáculo; "todos recibidos de la carrera de Caracterización Teatral del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón con previa formación en peluquería social y maquillaje social", explica.
"Para nosotros es un orgullo el día a día: venir, producir, atender a los artistas, ver lo que después pasa en el escenario y en esa cosa maravillosa que es el espectáculo", dice y, acto seguido, una revelación: "Voy a terminar mi vida laboral acá. Cuando me jubile me voy a ir sabiendo que alguien me pasó una semilla, me formó, porque tuve mis maestros acá, y mi tarea en este momento es ir pasando la semilla del conocimiento y el oficio a las generaciones que vienen. El día que me vaya de acá, que todavía me falta, voy a irme muy orgullosa de mi estadía y de mi paso por esta casa. Me voy a ir feliz sabiendo que todo lo que recibí se lo pasé a otra persona, porque el legado de los talleres de este teatro y de los oficios, que muchos están desapareciendo, debe pasarse de generación en generación".
Una sonrisa para volar fuerte
Macarena Giménez – Primera bailarina del Ballet Estable del Teatro Colón
La sonrisa de Macarena Giménez, hoy flamante Primera bailarina del Ballet Estable del Teatro Colón, es inmensa. Mientras preparamos la cámara, las luces, los cables, el set espontáneo en una sala donde una veintena de niñas ensayan en calzas, Macarena nos cuenta que Emma, su pequeña nena de un año, se quedó al cuidado de la abuela y que no puede estar un segundo sin pensar en ella; salvo, eso sí, cuando baila. Ahí su mente —jamás en blanco— se vuelve un arco iris de colores. Es un momento de extasiada concentración.
Su historia como bailarina —Maurice Béjart definió a las bailarinas así: "mezcla de monjas y boxeadoras"— empezó de pequeña, en Longchamps, a los tres años. Un juego con prácticas semanales y muestras de fin de año hasta que un día pasó por afuera del Colón y se dijo a sí misma, sin saber bien qué había adentro y cómo funcionaba: quiero bailar ahí. "Llegué el último día de inscripción, con lo último de edad porque el límite era 11 años —recuerda—; después estuve hasta quinto año del Instituto hasta que me llamó Iñaki Urlezaga para estar en su compañía. Estuve durante 4 años y en el 2012 me incorporé al ballet de la compañía y hoy soy la primera bailarina", dice y esa sonrisa gigante, espontánea e incontenible, vuelve a aparecer, como si aún no lo pudiera creer.
Su marido, el papá de Emma, se llama Maximiliano Iglesias y es el Primer Bailarín del Ballet Estable del Colón. Como si se tratara de una película, su romance se enlaza abajo y arriba del escenario: "Con Maxi tenemos mucha historia. Después que yo entré en el 2004 al Instituto, fuimos noviecitos en la escuela. Después la carrera nos llevó a estar separados porque yo estuve en otra compañía. Él directamente de la escuela entró al ballet, y bueno, en el 2012 nos volvimos a encontrar y hace un año, el 3 de junio, nació Emma. Y es increíble porque Emma vive todo esto que todos amamos y que disfrutamos y que ella, estoy segura, también lo ama porque nos acompaña desde el día cero. Yo bailé estando embarazada, estaba de ocho semanas cuando hice La Bayadera de Herman Cornejo, el ballet completo, así que Emma es muy especial".
Su día empieza cuando su nena lo dice. La tierna dictadura de los hijos. Dejo todo acomodado y sale para el teatro. La clase es de 11 a 12:20 y sigue con los ensayos de la obra que estén preparando —en este caso: El corsario— hasta las dos de la tarde. Un breve descanso y hasta las cinco de la tarde siguen las clases, o hasta las seis si se necesita ensayar una hora más. "Uno siempre le da más tiempo del que te pide", confiesa.
"Este teatro tiene algo maravilloso. Es realmente único. Tuve la suerte de poder viajar y conocer teatros de Egipto, España, Italia, todos los países que te puedas imaginar, y no hay como el Teatro Colón. Soy feliz y es un sueño estar acá, tener a mi marido, tener a mi hija que me acompaña, y tener la suerte y la responsabilidad de poder darle nivel al Ballet Estable, que es maravilloso, realmente", dice con su sonrisa, que se le vuelve a formar en el rostro. Terminada esta breve charla, se sacará el micrófono corbatero, se hará un rodete en el largo cabello negro, se sentará sobre el piso flotante y se pondrá esa armadura de seda —para boxear, para rezar— y dará algunos pasos, giros, saltos… un piqué piruet, tours en chaines, manéges, grand jeté: muestras breves de sus armónicos vuelos.
Porque el Teatro Colón es ésto, el prototipo del mundo; y mucho más también.
Producción: Tefy Carlojeraqui
Cámara: Ariel González
Edición: Agustina Klix y Esteban Cabrera
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