El bigote de Martín Caparrós es una S acostada y en espejo. Bajo ese efecto grisáceo, distinguido, se forma una sonrisa y luego, casi en instantáneo, aparece su voz: un alarido locutorizado extraordinariamente armónico y a la vez vehemente que analiza, que examina, que ensaya, que opina, y que se construye como el sonido de sus reflexiones habladas. Así, sus apariciones en público —como ésta, aquí, en el estudio de Infobae TV— son el revés de los casi treinta libros que lleva publicados. La contracara intelectual a la narrativa, o mejor: el complemento a la ficción.
Hace años que vive en España y desde allí escribe para The New York Times artículos de actualidad y para El País artículos de lo que él llama vida cotidiana. Todo por la Patria es su última criatura: una novela que, en sus palabras, escribió como un juego. "No me acuerdo exacto cuánto tardé pero sí me acuerdo que estaba leyendo unas novelas policiales de un italiano que se llama Camilleri que tiene un personaje que es el inspector Montalbano, que me estaba enviciando. Esta cosa de leer cinco, seis, siete novelas seguidas de un mismo autor y personaje. Es como leer cuando yo era chico, no profesionalmente, sin buscar los mecanismos y los trucos, sino simplemente pasando por ahí y divirtiéndome."
De vacaciones, leyendo mucho y escribiendo un poco, apareció la idea. Estaba en Vilasindre, un pueblito de Galicia, España —"el otro día busqué y tiene catorce habitantes"—, en el extremo izquierdo del Golfo de Vizcaya, frente al mar, cara a cara contra el Atlántico Norte. "Estaba ahí de vacaciones y me dije: 'Yo podría escribir algo por el estilo. Un policial que me entretenga, que me haga pasarla bien durante el resto del verano'", agrega.
—¿Y ahí apareció el Pibe Rivarola?
—Ni siquiera, porque el personaje ya venía dándome vueltas, porque siempre me dio mucha curiosidad esa época en la que el tango estaba vivo. El tango es constitutivo de nuestra identidad pero está muerto y enterrado. Hace cincuenta, sesenta años que no se escribe un tango que valga la pena. El tango es algo de la primera mitad del siglo XX, y esa época en que el tango era una herramienta viva, en que un chico en vez de hacerse rockero se podía hacer tanguero, siempre me intrigó. Y entonces cuando pensé en el policial, pensé en esa época: los años treinta. Y justo ahí se me cruzó, mirando una noticia que ya no me acuerdo dónde, que era que Bernabé Ferreyra, el futbolista más caro de esa época —su transferencia a River había sido un escándalo; a River lo empezaron a llamar los Millonarios porque se compraron a Bernabé Ferreyra—, había desaparecido. Entonces se me ocurrió que la primera escena podría ser la de dos amigos jugando al billar, creo que en Los 36 Billares, ahí en Avenida de Mayo, y llega el canillita a las dos, tres de la mañana con el diario que acaba de salir y que no se sabe dónde está "La Fiera", Bernabé Ferreyra, y ver qué pasaba de ahí en adelante. Tenía la idea de que un personaje llevara adelante la trama, el Pibe Rivarola, como un busca de esa época, que quería escribir tangos pero no le salía.
—El Caparrós cronista es una eminencia, desde luego, pero poco se habla del Caparrós historiador. Te licenciaste como tal en París y tenés varios libros que dan cuenta de esa faceta tuya: Un día en la vida de Dios, por ejemplo. ¿Cómo fue reconstruir la época, las personas, las marcas, los lugares que ya no están?
—Lo que me interesaba era tratar de armar un poco ese Buenos Aires de los treinta que tiene esta mezcla de crisis, porque era una época de crisis muy fuerte la crisis del 29, era lo que llamaban la época de la mishiadura, con los tangos de Discépolo que viene de ahí, "Yira, yira": "cuando no tengas fe ni yerba de ayer secándose al sol". Pero al mismo tiempo es el pasado mítico que ahora pensamos cuando imaginamos esa ciudad pujante dispuesta a convertirse en la gran capital del sur, que de hecho estaba en pleno proceso y pleno progreso. Imaginate que en la época en que transcurre Todo por la Patria mucho de eso pasa en el centro de Buenos Aires donde estaban ensanchando la Avenida Corrientes, abriendo la 9 de julio que no existía, tirando abajo una gran iglesia que había en Carlos Pellegrini y Corrientes para levantar el Obelisco que lo inauguraron dos años después y haciendo el subte C: era la trinchera del progreso luchando a brazo partido. Entonces, esa ciudad mezcla de mishiadura por un lado, confianza en el futuro y energía y trabajo por otro; además el fútbol, el tango todavía vivo y unos cameos de gente que le fui incorporando, como Borges que trata de levantarse a la misma que trata de levantarse el Pibe Rivarola y por supuesto no le sale —porque a Borges por suerte esa no le salía—, todo eso y un par de asesinatos… la verdad que me la pasé bomba.
—La gran época, ¿no? Y esta ambigüedad entre el lío y la esperanza, porque en la novela se lee que "este es el siglo veinte, hombre, el tiempo del desastre", y también que "si naciéramos en el año 2000, digamos, en el futuro, seríamos inmortales"…
—Hay algo curioso de escribir sobre un tiempo que pasó, y sobre todo que pasó no hace mucho: las cosas se parecen mucho, pero la visión de la época es totalmente distinta. Imaginate cómo se puede pensar el siglo XX en 1933, esto es antes de Auschwitz, esa especie de sacudón terrible que fue la Segunda Guerra, sesenta millones de muertos, la constatación de que los hombres podían hacer cosas infinitamente peores que lo que nadie podría haber imaginado y, para rematarla, la invención de la bomba atómica: la posibilidad, por primera vez en la historia, de destruirnos completamente. Era muy distinto cómo se veía el progreso. El futuro era difícil pero al final de todo, radiante. Ahora es difícil recuperar ese espíritu. Ahora el siglo XX es básicamente la historia de un fracaso. Una cantidad de cosas que creíamos que iban a suceder no sucedieron, pero entonces creíamos que posibles. También en la escala Argentina pasa lo mismo. Era todavía el país del futuro, el país que finalmente se realizaría y llegaría a ser la gran Nación para la que estábamos destinados, y ahora sabemos que no lo fue, entonces vemos eso con una especie de rictus de extrañeza, tristeza, nostalgia, melancolía, qué se yo. Es raro rehacer ese pasado pero al mismo tiempo es como robarle un juguete a un niño: claro, es fácil decir todas estas cosas cuando pasaron 85 años.
“El siglo XX es la historia de un fracaso”
—Además del título, la Patria aparece como un significante lleno de posibilidades: para Cuitiño la Patria son las vacas, para Olavieta es la tradición. ¿Por qué nos cuesta tanto definirla?
—El título Todo por la Patria, para empezar, es casi otro chiste en la medida en que es un título o una frase que significan cosas muy distintas en Argentina y en España, que son mis referencias básicas. En España Todo por la Patria es el cartel que está en las puertas de los cuarteles y de la Guardia Civil, entonces cualquier español que lee Todo por la Patria lo identifica inmediatamente con el lema de sus Fuerzas Armadas y policiales. Para nosotros, no: es algo que no sabés bien qué es y que por supuesto te remite a cierto discurso nacionalista pero sin esa fijación. Entonces, me gustaba la idea de una frase que en dos de mis idiomas significan cosas distintas, pero bueno, ese es un chiste privado, personal. Más allá de eso me daban ganas que intervinieran estos personajes, los años 30 fueron unos años muy nacionalistas: terminaron con Hitler, Mussolini y Franco en el poder, y acá había gente que levantaba ese tipo de banderas contra la izquierda y contra los inmigrantes que eran aquellos que iban a acabar con nuestras tradiciones nacionales y etcétera, etcétera. Era una reacción de básicamente la gran derecha oligárquica. Tenía ganas de ponerla en escena en ese momento en que el discurso nacionalista, antiextranjero, patriotero y demás está reapareciendo de una manera muy preocupante en muchos lugares del mundo. Me parece que vale la pena refrescar cuáles son, aún tácitamente, cómo esto mismo hace 80 años dio resultados nefastos.
Además de aportar historiografía de a pinceladas gruesas, Todo por la Patria es un policial: la muerte de una chica de la alta burguesía —aparece muerta en su cama, con un tajo en la garganta de lado a lado— que su padre, un terrateniente en decadencia, se la quiere adjudicar a un inmigrante socialista. Entonces aparece la xenofobia, el racismo y el discurso antiinmigración que hoy, en este siglo nuevo, parece resurgir. "Es una cuestión mucho más novelesca que una búsqueda en mi experiencia real", dice y se desmarca de aquella época en que trabajo, por allá por 1974, en el diario Noticias, bajo la dirección de Rodolfo Walsh, "cosa que por supuesto me enorgullece", sostiene.
Si bien, para Caparrós, a la novela "la escribí en el presente y de algún modo tiene que estar teñida o empapada de ese presente", comenta que "lo no me gusta es dirigir las lecturas presentes. Quien quiera allí encontrar relaciones como la que decíamos recién, la del nacionalismo, el racismo, etcétera, etcétera, pero no me gusta ponerme a decir: 'Acá tal cosa se refiere a lo que nos está pasando o lo que nos deja de pasar'. No sé, no me gusta en general tener la presunción de que puedo intervenir con lo que escribo. Ya con escribir tengo bastante trabajo como para pensar en cómo alguien debería leerlo".
Sin embargo, su literatura interviene y monta desde el lenguaje un prisma para observar esta asfixiante coyuntura. Por momentos le habla a eso que llaman "la grieta": "No hay dos países sino uno solo verdadero: el de ellos, ese donde mueren y han vivido". Por momentos al periodismo: "¿Y un trabajo decente no sería mejor?" Incluso a la poesía: "La droga más amable, más leve, más preciosa". Pero llama la atención —o al menos él mismo se encarga en llamarla— el lugar que ocupan las mujeres en la historia: chicas fuertes, libertarias, que desenfundan su feminidad como un sable.
—Hay algo interesante que sucede con las figuras femeninas en la novela y, de nuevo, hay una lectura que se le da hoy que no sería la misma si se la leyera hace 10 o 20 años atrás. ¿Cómo ves el movimiento de mujeres que se está generando desde hace algunos años?
—Sí, ahí hay un personaje femenino fuerte que es el de Raquel Gleizer, la colorada, la sobrina de Manuel Gleizer, personaje histórico, no así su sobrina. Y el chiste es que Rivarola está totalmente azorado por esta mujer que lo lleva todo el tiempo de la nariz. Ella decide cuándo va a pasar algo, cuándo no va a pasar nada. Ella no quiere, como supone él que quieren todas las mujeres, casarse o tener alguna relación sostenida, sino que entra y sale como se le da la gana. Y obviamente, si bien no había muchas mujeres así, era algo que existía o empezaba a existir de una manera y que es una marca más de ese largo camino que has recorrido, muchacha. Pensá en 1933, 16 años antes de que en la Argentina, bastante tardíamente, se acepte el voto femenino. Pensá que en ese momento las mujeres no eran sujetos de derecho cívico, no tenían ni siquiera el derecho a votar. Ahora nos parece inverosímil pero no hace tanto, papá ya había nacido cuando las mujeres no eran ciudadanas. Entonces es muy impresionante lo que hemos recorrido en ese sentido. Y supongo que a veces lo recorremos sin darnos cuenta y a veces a los golpes. Este es uno de esos momentos en que lo estamos recorriendo a los golpes, que nos estamos dando cuenta que están todos estos obstáculos que hay que tirar abajo, y a mí me parece perfecto que haya que pegar algunos golpes y tirarlos abajo. Por supuesto, cuando hay golpes, hay algunos que son más fuertes que lo necesario y otros que quizás son más débiles que lo necesario, y se producen turbulencias, comodidades e inquietudes. pero bueno, es lo que precisa el proceso que quiere seguir adelante, y el de las mujeres es uno de los pocos procesos muy exitosos del siglo XX, del que hablábamos antes. Pocas cosas han cambiado tanto para mejor como la condición de ser mujer en los últimos cien años. Y si tiene que seguir cambiando y eso nos cuesta inquietudes y complicaciones, tanto mejor.
El debate por el derecho al aborto desnuda mucho las viejas grandes líneas que dividen nuestra sociedad: el clericalismo, el conservadurismo, el machismo
—¿Y cómo ves la política partidaria en general, en ese aspecto? Porque pareciera estar en una sintonía muy distinta a la del movimiento de mujeres, de mucho menor intensidad.
—Sí. Lo tengo que ver más porque yo vivo afuera y miro mucho la Argentina pero obviamente la desconfío un poco de lo que consigo ver, porque estoy lejos. Pero me da la sensación que una parte de este movimiento que está sucediendo ahora en la discusión del derecho al aborto tiene algo muy interesante con respecto a la política que es que ha, por lo menos en buena parte, realineado los bloques y ha, quizás, recuperado lineamientos que se habían desarmado durante el kirchnerismo. Una de las cosas raras que pasaron durante el kirchnerismo, y que ha tantos nos hicieron sufrir en esa época, es que gente que supuestamente estábamos de acuerdo en una buena cantidad de cosas descubrimos que ya no estábamos de acuerdo en una cosa lo suficientemente significativa como para dividirnos mucho que era el kirchnerismo o antikirchnerismo. Que era una cuestión idiota porque en general es una cuestión de aceptar o no una retórica con la que muchos habríamos estado de acuerdo si no hubiéramos creído que era una retórica vacía, de que era una máscara, pero con el discurso que muchos de los que estábamos en desacuerdo, y sobre todo de los que estábamos en desacuerdo desde la izquierda, habríamos estado de acuerdo si no hubiéramos desconfiado de su verdad, si no hubiéramos creído que era un truco que usaban para seguir gobernando y seguir produciendo pobres en la Argentina. A lo que voy es que esta discusión del aborto está realineando los bloques y haciendo que sean más parecidos al período pre kirchnerista, antes de que el elefante kirchnerista entrara en el bazar y destruyera alineamientos que son muchos más sólidos. Ahora hay kirchneristas que están en contra del aborto, como su jefa Cristina Fernández, y hay kirchneristas que son más de izquierda y que están a favor. Y hay macristas que están en contra y macristas que están a favor. Y hay radicales… Y se realineó más a partir de estar a favor o no de una medida que desnuda mucho las viejas grandes líneas que dividen nuestra sociedad: el clericalismo, el conservadurismo, el machismo, etcétera, etcétera. Entonces me parece que está siendo un bien a mediano plazo esta discusión, más allá del tema en sí, que es permitirnos recuperar alianzas y cercanías que se habían perdido por la distorsión kirchnerista.
El kirchnerismo ha servido para deslegitimar cualquier discurso de izquierda, entonces más que necesario era inevitable que llegara un gobierno de derecha
—¿Y creés que fue necesario este giro a la derecha con el macrismo después de tantos años de kirchnerismo para que la sociedad se despierte un poco?
—No creo que en la necesidad a priori de nada, aunque se supone que un historiador debería intentar encontrar el por qué era necesario lo que sucedió y no cualquier otra cosa. Pero en todo caso habría que pensar para qué sirve que exista este gobierno: yo no lo sé. Yo escribí en 2010, 2011 o 2009 que lo peor iba a dejar a mediano plazo el kirchnerismo, con el que yo tuvo siempre muchas diferencias, iba a ser que iba a deslegitimar durante mucho tiempo el discurso de cambio y de igualdad social y de justicia, un discurso que pudiéramos llamar de izquierda. Que lo iba a deslegitimar porque mucha gente, con toda justicia, iba a poder decir: "Sí, esto es lo que dicen los ladrones estos. A mí no me vengan con el verso". Y eso pasó, pasó en la Argentina y está pasando de una manera dramática en Venezuela. La catástrofe es tal que nadie podría haberla imaginado y se le puede atribuir supuestamente a la izquierda porque había un coronel golpista que hacía discursos hablando de socialismos. Yo creo que nada de lo que pasó en América Latina, si se estudian datos, cifras, proyectos y demás, tiene que ver con lo que la izquierda pretendía. Sobre todo en países como Argentina o en países súper autoritarios como Venezuela. Sin embargo sí ha servido para deslegitimar cualquier discurso de izquierda, entonces más que necesario era inevitable que llegara un gobierno de derecha, porque los otros discursos posibles habían sido quemados en la plaza pública por su uso y abuso totalmente despiadado por parte de los así llamados populismos, como el kirchnerismo.
—Por último, y para concluir con el libro: ¿tiene alguna función en la sociedad la literatura?
—Yo, en general, cuando escucho "función en la sociedad" saco mi revólver, porque cuando se dice que algo tiene una función en la sociedad se supone que esa función debe ser positiva. Función podría ser cualquiera: por ejemplo, convencernos a todos de que nos matemos. Se sobre entiende que no, que la función es positiva y que le da algún beneficio a la sociedad. Una vez más insisto en que no puedo ni quiero acercarme de los efectos que pueda producir un libro. Ya demasiado me cuesta producir ese libro, como para después simular si puedo controlar lo que hace o si tiene una función. Me parece que vale la pena hacer las cosas, más allá de lo que yo llamo la ética de los resultados. Me parece que vale la pena hacer las cosas porque uno cree que tiene que hacerlas, porque uno se siente mejor, más decente, más algo que le guste haciendo eso que no haciéndolo. La ética de los resultados en general sirve para justificar todo tipo de agachadas: "yo lo hago porque entonces después" o "yo lo hago de determinada manera porque así puedo conseguir que". Creo que hay que hacer lo que uno piensa que debe hacer, hacerlo con todas las energías y con todo lo que uno pueda ponerle, más allá de lo que resulte, y después si eso a alguien le sirve para algo o hace algo con eso, tanto mejor; pero no haberlo hecho para que sea así. ¿Si la literatura todavía sirve para algo, si tiene una función? Tanto mejor para la literatura, no es mi asunto.
Antes de irse, Caparrós acepta con pudor los elogios a su novela y agrega, con un tono infantil, que se divirtió mucho escribiéndola. "Creo que se nota, ¿no?" Luego su cuerpo enorme, altísimo, envuelto en un saco negro, se corre de las luces artificiales del estudio que no dejaron de apuntarle ni un segundo y desaparece. Bajará el ascensor metálico y saldrá a la calle, prenderá su cigarrillo electrónico —¿o finalmente dejó de fumar agua, como él mismo dice?— y pensará en el tour de entrevistas que le espera, en el acto donde lo distinguirán como Ciudadano Ilustre de Buenos Aires, en el sol de esta ciudad que poco a poco se le revela extraña. Y entre todos esos pensamientos, aparecerá también el Pibe Rivarola, el personaje que —permítaseme arriesgar— se volverá un clásico de la literatura argentina.
El "(continuará…)" que se lee en la última hoja de Todo por la Patria dejó a todos los lectores entusiasmados. Tras desquitarse con el "pobre Gorgie" ("mostrar ese aspecto desprolijo y casi payasesco de Borges es el mejor homenaje que yo podría hacerle; es lo único que yo podría decir en su contra", comenta con una sonrisa), la figura de Roberto Arlt apenas se nombra, casi como una sombra, un capo de las redacciones periodísticas. "Si ésto sigue, porque a veces me da ganas de seguir con Rivarola y con la época, capaz que en alguna próxima novela Arlt tenga un papel más movido", promete.
¿Tal vez el año que viene, la secuela? Habrá que esperar. Será hasta la próxima, entonces.
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