Una de las acusaciones más injustas respecto del BAFICI, cuya edición número veinte comienza el miércoles, es la de presentar películas incomprensibles y snobs. La verdad, un festival que, entre otras cosas, homenajea los 35 años de E.T. con su proyección en pantalla grande o incluye artes marciales, terror y ciencia ficción -además de mucha comedia- destruye tal cargo con cada página de su catálogo.
Pero también es cierto que el BAFICI, que lleva "independiente" dentro de sus siglas, es un lugar donde podemos descubrir qué otras cosas, además de las nobles tareas de entretener y narrar historias, pueden hacerse en y con el cine. Y allí es donde aparecen nombres como el del veterano James Benning y el descubrimiento vienés Johann Lurf.
Empecemos por Benning, que es un visitante asiduo a nuestro país -estuvo dando un seminario en la Universidad Di Tella en agosto de 2017, por ejemplo- y sus películas se basan en un rigor matemático notable. Una de las más conocidas, Ten Skies, consiste en diez planos, cada uno de once minutos, del cielo de Los Angeles en diferentes días del año. Pero el sonido -que está trabajado aparte y a veces no está registrado con el cielo respectivo, sino que es pura ficción- transforma la experiencia en otra cosa. El método de establecer una restricción o un sistema para cada película puede parecer contrario al cine, pero Benning se plantea la pregunta de cómo crear films y generar reflexión y emociones a partir de los corsets autoimpuestos. En ese sentido, se ha vuelto cada vez más radical y más libre.
Trae tres películas. Una es su ópera prima, 11×14, realizada en 1977. Aquí sí hay una trama, una historia, que se va construyendo poco a poco a través de escenas en apariencia independientes. La propuesta implica que el espectador acompañe al material cinematográfico para reconstruir la narración. En realidad, es algo que cualquier espectador hace siempre, solo que aquí es un ejercicio totalmente consciente. Benning comienza a preguntarse (y preguntarnos) cómo vemos una película, para qué, en qué lugares o detalles nos basamos para relacionarnos con lo que está en la pantalla. Aunque es en este caso quien dispone de las piezas del juego de una cierta manera y con un cierto fin, es evidente su voluntad de incluirnos en el cuestionamiento sobre cómo funciona el cine, el arte en general. Eso sí, sin dejar de lado la belleza del plano y su pertinencia. Puede ser un artista experimental, pero prima el sustantivo.
Las otras dos son mucho más áridas para el espectador no acostumbrado a tiempos largos o falsamente muertos. Una es Readers: cuatro planos, cada uno con una persona leyendo. La película dura 108′. La otra es L. Cohen, dura 48′ y es un plano del desierto de Oregón mientras suena una canción de Leonard Cohen y sucede un fenómeno hermoso.
La primera no es un chiste: una vez que nos acomodamos a ver a otro haciendo algo en silencio, tenemos dos salidas. O nos vamos del cine o tratamos de entender qué tiene de interesante ver a alguien leyendo. Si es lo segundo, los detalles empiezan a tener relevancia, los pequeños gestos, el paso de las hojas, cada pedacito de realidad cobra sentido al ser magnificado por la pantalla.
En L. Cohen hay una construcción de capas: el paisaje, el evento elegido para ser registrado, la música. Lejos de un documental por lo tanto, aunque utilice sus herramientas. En ambos casos, Benning apela a la poética del mirar y confía en la inteligencia del espectador. Cree en compartir una experiencia y en eso reside su arte. Su cine puede llamarse "observacional" pero no tiene nada que ver con la ecuación pintura (o fotografía) más movimiento, sino que es, en buena medida, la manera que tiene el cine de acercarse a la meditación. "El tiempo -ha escrito el realizador- no existe realmente, es una construcción y, como dijo Einstein, una demasiado persistente (…). Hay gente que hace películas para ilustrar teorías, en mi caso, hago películas que crean teorías". De esto se trata.
Todos los lugares comunes tienen algo de verdad. Del cine, se ha dicho que es el arte de saber mirar, y el cine de Benning lo pone en acto y cuestiona (no niega) la duración y la manipulación que le son inherentes.
Con Johann Lurf, un joven de 35 años, esto también ocurre aunque sus películas tienen un dinamismo completamente opuesto a la aparente quietud de Benning. También se basa en la observación, pero lo que se coloca en el centro del experimento es el montaje y, en muchas ocasiones, la propia historia del cine.
Sus películas están hechas con imágenes y sonidos que surgen de la realidad pero se convierten, merced al propio aparato de registro, en otra cosa. Como si nos dijera que no, que la cámara no es un ojo más sino una invención que inventa a su vez. Cuando su material proviene del cine mismo, la cosa no cambia demasiado: nos involucra en la idea de que las películas forjan memoria y que podemos jugar con ella. El cine, sabe, empieza a formar parte de nuestra vida.
La mayor parte de las películas de Lurf, que además es artista plástico y performático, son cortometrajes. Uno, Vertigo Rush, toma el procedimiento que creó Alfred Hitchcock en Vértigo (travelling hacia adelante combinado con un zoom hacia atrás), para registrar diferentes imágenes y combinar esos movimientos de varias maneras.
El resultado se relaciona con la plástica: son casi pinturas en movimiento porque lo real o natural se desrealiza o desnaturaliza para convertirse en algo totalmente ficticio e imposible, que solo puede vivir en la pantalla de cine. Es una película vivaz y justamente vertiginosa.
Otra, Twelve Tales Told, es totalmente lúdica. Lurf toma doce logos de estudios y productoras de películas (desde la famosa fanfarria de la Fox hasta el castillo de Disney, etcétera) y los combina de tal modo que genera una danza rítmica e irónica que tiende al humor. Aquí juega tanto la imagen como el sonido, tanto la memoria del logo como el recuerdo de la música que acompaña tales invitaciones al placer fílmico. Lo accesorio de las películas se vuelve central, y de algún modo el placer que nos provoca estos cuatro minutos nos lleva a todos los films que nos encantaron alguna vez.
Otro tema de Lurf es la arquitectura, el espacio donde vivimos. Aparece en varias de sus películas, a veces de manera casi onírica. Sucede con Picture Perfect Pyramid, donde un edificio vienés en forma de pirámide es filmado desde 24 posiciones distintas -una por hora-, con la cámara moviéndose cada vez de manera imperceptible, para registrar el edificio y el área cercana. La búsqueda de la totalidad (alguna vez Jim Morrison dijo que el cine era un arte totalitario, aunque es necesario tomar el término de modo literal y no ideológico por un instante) aparece con un proyecto que tiene ese rigor matemático de las películas de Benning, pero que aquí juegan por otro lado, buscando belleza y emoción a partir de la elección de los lugares desde donde se mira. Dijimos, cine como el saber mirar.
En 12 explosionen, Lurf juega con nosotros. Doce planos de lugares un poco tétricos. Algo va a pasar. Hay en cada uno un estallido y la cámara cambia de posición pero no nos damos cuenta, porque el acontecimiento, el sobresalto de la explosión es mucho más fuerte que la técnica formal. Es un buen divertimento para entender por qué no nos preocupamos cómo es que el dinosaurio todavía está ahí cuando se mueve la cámara en Jurassic Park, por ejemplo. El montaje muestra su poder mágico aquí.
Todas estas posibilidades se funden en el primer largometraje de Lurf, que es premiere latinoamericana en el BAFICI. Se llama *, se lo puede llamar "Star" (sepa el lector disculpar que la estrellita que corresponde se haya sustituido por un asterisco) y eso es todo. El film también tiene un punto de partida "benningniano", aunque también se combina con el uso del found footage que suele manejar otro experimentalista, Thom Andersen.
Aquí Lurf toma una enorme cantidad de imágenes del cielo nocturno y los ensambla. Salvo que esos cielos no son "reales", sino planos extraídos de películas. Van a ver cielos de Star Wars, Star Trek, Un pedazo de cielo, Cowboy Bebop, etcétera, desde el período mudo hasta ayer nomás, en forma cronológica. Es decir, la historia completa del cine a través de imágenes breves -con su sonido respectivo, a veces música- de 550 películas, montadas de tal manea que también asistimos a cómo la Humanidad, en la era de las imágenes, se acercó al cielo y a las estrellas.
La película es vivaz e incluye ese juego poderoso de que nos digamos "ah, esa es tal película", como coleccionistas un poco nerds. Pero el placer de la memoria emotiva se combina con el de la contemplación vertiginosa (otra vez, con justicia, esa palabra) y asienta el lugar del espectador en esta invención que se llama cine. Para decirlo con la famosa parábola zen, ¿existirían las estrellas filmadas si no hubiera nadie para verlas y recordarlas?
Benning y Lurf son protagonistas de dos de los muchos focos que el Festival incluye, y representan, desde lugares muy diferentes, el campo de la reflexión sobre la forma cinematográfica. Eso también es -debe ser- un festival. Y en estos casos, desmarcados de las formas más frecuentes de las películas, dos ejemplos de verdadera, intransigente independencia. La creativa, por supuesto, que es la única que importa.
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