A poco más de un año de la muerte de Alberto Laiseca y a casi un año de la muerte de Abelardo Castillo (dos de los más grandes maestros de escritura locales), la pregunta sobre los talleres de escritura (o literarios) se hace presente. No tan solo en el viejo modo del para qué -si es útil o no el taller, si se puede o no enseñar a escribir (que sigue siendo discutido)-, sino en la búsqueda de una explicación sobre su vigencia y masificación, al menos, en Argentina, Latinoamérica y España.
Las opciones se multiplican e incluso la cantidad de asistentes -o interesados- suele superar los cupos disponibles. En diferentes espacios, más o menos formales, que van del taller domiciliario a la Casa de Letras, pasando por Espacio Enjambre y la licenciatura en artes de la escritura de la Universidad Nacional de las Artes, que nació en 2017, o de la Biblioteca Nacional al Centro Cultural Rojas. Los nombres se repiten y cada vez se agregan más a la lista y siguen las firmas.
El florecer de la escritura tiene correlato continental y todos ubican sus orígenes, aquella primera oleada, en los 70. Luego se asentó en los 80 y tiene, ahora, un nuevo veranito. El propio Castillo, que renegaba de los talleres y su utilidad -o se mofaba de sus interlocutores, que también es posible según quienes lo conocieron-, decía hace 10 años a ADN Cultura que "el taller literario es un invento nacional que aparece en los años 70 por una razón política e histórica y no por una razón literaria". Y no hablaba de enseñar a escribir, sino a leer.
Santiago Llach es poeta, escritor, da talleres de lectura y escritura hace años, y cree que Castillo estaba bromeando o siendo provocador. Y que la polémica sobre el valor de los talleres "ya quedó vieja". Tampoco está tan seguro que los talleres hayan nacido en los 70: "Nacieron en las cavernas paleolíticas -dice a Infobae Cultura. Los seres humanos se juntan a contar historias y a compartir ideas en todas las culturas. A esa estructura básica de hablar en ronda se la puede llamar taller, club, partido, bar, grupo de autoayuda, salón literario o, como dice mi hija, rancho; puede ser horizontal o tener un coordinador. Cualquier actividad humana se aprende en cotejo con los otros, si es posible con otros que sepan llevarla a cabo o que sepan enseñar a llevarla a cabo".
Más allá de la discusión sobre el origen -otros que señalan que viene de los años 60 en París, y se afirmó entre alumnos de la cátedra de Noé Jitrik en la Facultad de Filosofía en 1974 y que armarían luego el grupo Grafein-, los talleres supusieron un nuevo modo de narrar y narrarse. ¿De qué habla su vigencia o renovado brío?
"Supongo que la educación informal brinda una libertad que en los espacios institucionales puede extrañarse un poco, y supongo que en esta época de redes sociales y democracia todo el mundo quiere expresarse", dice Llach.
En la misma línea contesta a Infobae Natalia Rozenblum– que tiene 34 años y este año cumplirá 10 con sus talleres y lo celebrará lanzando el Cuaderno de escritura, un libro con consignas y propuestas para quienes quieran escribir- también apunta a las redes: "Visibilizaron e impulsaron la escritura en sus diversas formas, tanto para los que empezaban a escribir o tenían algún interés, como para los escritores maduros. No sé qué vino antes, si las ganas de más espacios de los primeros o la apertura de nuevos talleres por parte de los segundos, e incluso desde algunas instituciones".
Consultada, Florencia Werchowsky también pone el foco en la coyuntura. Para la autora de El Telo de Papá y Las Bailarinas no hablan, que este año tendrá su bautismo como tallerista en el Espacio Enjambre, "narrar, escribir, mostrar son reacciones al empobrecimiento cultural; una herramienta ante la crisis".
Pero no es lo mismo un taller literario y uno de escritura, marcaba Maite Alvarado -precursora de la enseñanza en la escritura con Grafein-: en un taller literario hay un maestro o guía consagrado; mientras que en el taller de escritura se trabaja con consignas para alentar la escritura. A veces, claro, ambas cosas se mezclan.
Y otra diferencia se da entre talleres y clínicas. En este segundo caso, se trabaja ya no con quienes buscan animarse o destrabar algo en relación a la escritura, sino con aquellos que buscan el trabajo sobre un proyecto ya armado que necesita una orientación. "Es, casi siempre, para gente que ya escribe y necesita un espacio para encontrar el tono, pulir el registro o encontrarse de lleno con la problemática propia que supone la aparición de cualquier texto", explica Julián López, autor de Una muchacha muy bella, que da talleres y clínicas.
La pregunta sobre enseñar a escribir, sobre la valía de esa experiencia -sea taller, sea otra cosa- parece agotada, e incluso se repite en los suplementos literarios año a año. El valor, en tal caso, es que permite poner el foco sobre la literatura, sobre la conexión del ser humano con el lenguaje, con la narración de uno mismo y la voz propia. Aquello que, para Castillo era, precisamente, el eje de la cuestión: se escribe para atravesar un conflicto personal con el mundo y no se puede evitar hacerlo.
"No hay ninguna razón para que alguien haga o dé taller -dice López -. Tampoco hay razones para casi nada en este mundo. El mundo ni siquiera necesita un solo libro más. Nuestro país tiene una larguísima y muy propia tradición en talleres literarios pero el oficio de tallerista no deja de ser cuestionado por gente que piensa la cuestión de la escritura más como una iluminación que como un oficio, una indagación sobre el lenguaje, esa materia extraña que todos compartimos de memoria y que algunas disciplinas se desafían a abordar: el psicoanálisis, la escritura. La respuesta más afiatada a la pregunta del por qué, sería: por vicio"
Las palabras de López no son casuales: en la capital mundial del psicoanálisis, tan receptiva al ideario francés, los talleres literarios parecen tener ese condimento psicoanalítico. Capaz el eje está ahí: en la indagación sobre el lenguaje, en la búsqueda de una voz propia.
Otro escritor con vasta trayectoria en la reflexión sobre la lectura es Martín Kohan -con decenas de libros en el haber, 1917 es el último -, que tiene su foco más cercano al de Castillo, convencido de formar lectores pero no tanto de la idea de formar escritores: "Entiendo -dice a Infobae Cultura– que la formación de un escritor no es sino la formación de un lector, que luego se dispone a nutrir su propia escritura con eso; la aplicación directa a la escritura, bajo la forma de consignas o de determinados direccionamientos, no me atrae para nada".
También son una salida laboral, como decía López, y así lo entiende, a tono de broma, Juan José Becerra, que da talleres y cree que solo pasan por ellos "los escritores edípicos". La búsqueda en la literatura, otra vez, roza lo psicológico: "Se explica por el tedio de la vida productiva, el spleen matrimonial, el aburrimiento y el amor al consumo. Son escenarios extraños porque contradicen los principios de identidad básicos de la literatura, que son los de hacerla en soledad o contemplarla en soledad".
El tema de la soledad y lo colectivo es otro de los focos esenciales para pensar los talleres y su auge. Hay una actividad que se realiza de a uno y en una búsqueda personal -escribir-, pero que se realiza necesariamente en la acción de otro -leer-: los talleres aparecen como esa instancia combinada, una actividad catártica por momentos.
"No creo que a los talleres vaya sólo gente que quiere convertirse en escritora. La gente va a expresarse. A todos les sirve terapéuticamente, para descubrir cosas de sí mismos, para poder decirlas. La literatura es una producción colectiva", dice Llach.
Kohan, por su parte, entiende esa búsqueda colectiva, pero la sufre porque lo que más le gusta de la escritura y la lectura es, precisamente, la soledad, "un alivio para las habituales presiones sociales que nos fuerzan permanente a tener que estar con otros".
Entre los escritores y talleristas hay una constante: la escritura, señalan, es una tarea como cualquier otra y tiene sus avatares técnicos. Se entrena, como un deporte. Se aprende, como un oficio. En esa senda lo ubica también Gabriela Cabezón Cámara, que da talleres y acudió al de Laiseca, e hizo clínica con María Moreno. La autora -entre otros- del reciente La China Iron explica ante Infobae que ve, "semana a semana", que los talleres funcionan también en el modo espejo: "A las personas les sirve juntarse con otras que hacen, o quieren hacer, lo mismo que ellas y la periodicidad ayuda a producir". Y refuerza, como lo hace Virginia Cosin en sus talleres de Sprotivo Literario, la noción de la escritura como una tarea de entrenamiento.
Más allá del éxito y la constante falta de vacantes en sus talleres, Cosin dice a Infobae que no sabe si se trata de un boom ni entiende "porque alguien querría dedicarse a una actividad tan ingrata como la del escritor" en la que no se gana dinero y pocos alcanzan la celebridad.
La escritura, la literatura, esa búsqueda constante del yo, hacia adentro, es un camino de piedras. Pero sigue siendo, pese a todo, un camino cubierto con un aura especial. Los talleres están, gozan de buena salud y se nutren de aquellos que quieren hurgar en sí mismos y en el lenguaje, pero solo quedan aquellos que, al decir de Cosin, "descubren, aun con todas esas dificultades, el placer y el goce de la tarea".
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