Germán Maggiori abre la puerta, dice hola, y enseguida ofrece café. A diferencia de Edgardo Caprano, el border, miserable y desquiciado protagonista de su última novela, Egotrip (Edhasa, 2017), su aspecto es el de un tipo centrado: amabilidad, remera lisa, pelo corto, patillas recortadas, un departamento limpio y ordenado con ventana a la calle Juramento en Belgrano R y un reluciente título de odontólogo que utiliza como free pass dorado para no tener que depender de las moneditas de la literatura. Pese a todo ese equilibrio, en la mirada de Germán Maggiori hay un contrapunto que echa fuego en cada libro que escribe. Al menos en este último, donde el clima y sus personajes se balancean entre Burroughs, Bukowski, Houellebecq y el fuerte olor a descomposición social de un país que sobrevive como puede.
Ahora, casi recostado sobre un sillón donde hasta hace cinco minutos habrá estado durmiendo la siesta con un libro en el pecho, y mientras esperamos que la cafetera en la cocina haga su trabajo autómata, se dispone a hablar con Infobae Cultura.
—¿Cómo empieza tu relación con la literatura?
—Mi viejo tenía una biblioteca bien nutrida, digamos. Siempre fui un pibe medio curioso en ese aspecto. Tempranamente me interesó la lectura y de ficción, sobre todo. También venía estimulada del lado de mi familia, por el lado de mi tío, que es Ricardo Piglia, los estímulos eran todos muy fuertes. Eso generó un direccionamiento en la lectura. El primer libro que leí, me lo regaló mi padre, fue El juguete rabioso. Yo tenía 12 años. Ahí había algo que me interesó, y es un origen que siempre tengo presente, y después por curiosidad del mecanismo: no sólo ser testigo a través de la lectura, también me interesó saber cómo se construía la máquina del libro. Entonces me fui interesando en el lenguaje, digamos.
—El juguete rabioso de Roberto Arlt es un libro bastante particular para que lo lea un chico. No sé si es el mejor regalo a esa edad…
—Sí, es una cosa bastante extraña la decisión de mi padre al ponerme ese libro en las manos a tan temprana edad, pero no sé si fue un gesto truculento o para marcar un inicio. Yo leía antes de ese libro, pero lo que leía en la escuela, la serie de lo pedagógico está marcada por el otro uso del lenguaje: el dominante, el de la alta cultura o de lo que se pretende como modelo de literatura para transmitir a las jóvenes generaciones, si se quiere. Lo que yo creo que me impactó del libro, más allá de la narración, es el uso del lenguaje. Ahí noté que se podía tocar otra música, que yo hasta ese momento no había visto. Que es de alguna manera lo que provocó la literatura nacional de Roberto Arlt: romper con todo el esquema anterior.
—¿Y la escritura cómo empieza? ¿Algún taller literario?
—No, nunca fui a un taller literario. Eso sí es curioso, porque podría haberlo hecho; el mecanismo de la curiosidad me podía haber empujado a tomar dogmáticamente algún tipo de clase, curso o algo. Y no lo hice como sí hice cosas que me daban curiosidad, como la fotografía. Y si bien desde siempre escribí, nunca pensé que lo que escribía podía tener una relevancia suficiente para ser editable. Lo que decidí fue juntar material y ese camino de la presentación de concursos. Era el año noventa y pico y no había muchos concursos ni gastos culturales, pero eventualmente había, y era todo mucho más difícil de encontrar. Uno se podía enterar a través de revistas literarias. Bueno, me presenté y obviamente esas presentaciones fueron sin ningún resultado, hasta que en el 96 me dieron un segundo premio en un concurso que organizaba una entidad que se llama Desde la gente. Estaba bueno, ellos tenían toda una biblioteca de autores nuevos y clásicos, muy buena la serie. El jurado era notable, estaban Ana María Shua, Juan Forn y varios más, y me resultó sorprendente que me premiaran porque venía de una sucesión de fracasos que no ameritaba ese espaldarazo. Y a partir de ahí empecé a tomármelo un poco más en serio, había una actividad o un oficio en el que podía funcionar.
—¿Y en ese contexto cómo aparece Piglia?
—Sí, bueno, desde la perspectiva mía era como una especie de héroe. Además, yo estaba en zona sur y el ya estaba instalado acá, en Buenos Aires. Mi viejo era de visitarlo más seguido. Es el primo hermano de mi viejo, son varios primos y tienen todas una relación muy estrecha porque se criaron todos juntos allá, en Adrogué. La vida de Ricardo era bastante nómade porque estaba comprometido con el tema universitario, primero en Princeton y después en California, lugares que lo mantenían bastante lejos, pero eventualmente venía. Su influencia es más por el lado del lugar de lector más que del vivencial.
—¿Y les mostrabas tus textos? ¿Había algo de eso?
—Sí, a raíz de lo que te contaba del concurso, yo se lo mandé. A él le encantó el cuento. Después lo incluyó en una antología que se llama Las fieras, del año 99, sobre relato policial. Empezaba con autores como Borges, Ocampo y terminaba conmigo… Pero más allá de recibir mis textos, recibía los textos de todo el mundo, y era muy cuidadoso a la hora de la lectura y las devoluciones, era bastante honesto con eso. Y la cosa quedó ahí y después surgió Entre hombres y la presenté en otro concurso, porque no parecía bien forzar mi entrada al mundo de la edición a través de cierta influencia. "Me manda Piglia, publíquenme, por favor". Además las cosas no funcionan así. Entonces la presenté en México y ganó ahí, y la cosa tomó un dinamismo diferente.
Son alrededor de las tres de la tarde y Belgrano recibe todo la luz del sol otoñal. Desde el departamento del primer piso, se ve la calle toda iluminada. Maggiori vive acá pero viaja tres veces por semana a José Mármol, provincia de Buenos Aires, donde tiene su consultorio odontológico. Entre pernos, pinzas y extractores, resuelve los problemas dentales de sus pacientes. Ese es su ámbito laboral, lo que sostiene su vida y, quizás inconscientemente, se termina colando en sus novelas, en su otro oficio, el de escritor. En Egotrip, por ejemplo, el personaje pierde los dos dientes frontales y un dentista arrebatado se los termina extrayendo. La secuencia de dolor, impresión y angustia no le puede ser ajena a un lector que le tenga un mínimo afecto a su propia dentadura. Para Maggiori eso es un trámite: ¿cuántos dientes habrá extraído en su consultorio este mes?
—Siendo odontólogo, ¿la escritura apareció como algo lateral?
—Yo nunca me la tomé como un hobbie, la tomé siempre como un oficio. Y como todo oficio está atrás el tema del dinero. Cómo sobrevivir. Es una situación muy problemática que sigue afectando a todos los escritores. Es muy difícil en este país vivir de esto puramente, sin caer en el periodismo cultural o en talleres y las actividades que lo rodean. Porque de eso me quería preservar un poco. Si a la actividad de escritor la "contaminaba" con otro tipo de actividades emparentadas sentía que de alguna manera eso iba a resentir el trabajo de escritor puro e iba a estar en una situación que económicamente podía ser penosa. Veo que muchos amigos tienen que estar detrás de cerrar una cantidad digna de notas por mes para llegar a un piso mínimo de subsistencia, porque lo que pagan los periódicos es muy malo. O estar restándole tiempo a la actividad porque, hay que ser honestos, un taller literario demanda tiempo de preparación. Hay escritores muy buenos que tienen una tradición de dictado de talleres. Lo que yo veo, desde mi punto de vista, es que se genera un problema secundario en la evolución del sistema literario porque ese tipo de mecánica de talleres terminan generando un epigonismo. El asistente del taller termina escribiendo como el que dicta el taller, entonces el sistema no evoluciona a partir de la lucha y la mutación de las distintas poéticas. Eso es un problema que habría que encarar si es que a alguien le interesa. Habría que romper un poco con ese círculo para provocar, de vuelta, una mutación, un salto, una evolución, porque veo como un cierto aplanamiento, y eso se combate con una política cultural. Y que el que quiera ser escritor pueda dedicarse ocho horas para hacer su tarea y eso le de un medio de subsistencia digno. Igual son completamente atendibles las razones por las cuales se dan los talleres, yo digo: las consecuencias podrían ser estas. Habría que repensar un poco cuando se dice que la literatura no ocupa el lugar que ocupaba en otros tiempos.
—¿Y cómo repercute eso en la ficción, teniendo en cuenta que se edita muchísimo?
—De la mano de las pequeñas editoriales y de los emprendimientos independientes me parece que viene lo mejor, una cuota de la renovación que uno espera. Igual estamos en la misma encerrona. Todas esas ediciones gestionadas con pocos ejemplares y pagadas del bolsillo del autor después no tienen una repercusión a nivel de lectores y el arco crítico, que generalmente suelen soslayarlas. Entonces es todo complejo en el momento actual para cualquier escritor, incluso los más consagrados.
Egotrip llega luego de un recorrido que empieza con Entre hombres en 2011 y se continúa recién en 2012, con los cuentos de Poesía estupefaciente, y en 2014 con su segunda novela, Cría terminal. ¿De qué se trata, en concreto, este nuevo libro de Maggiori? De los cuadernos que escribió un poeta, o alguien que se considera poeta, llamado Edgardo Caprano: un falopero que, tras una vida miserable y precarizada, roba mucho dinero y aparece en la ruta del sur de la Argentina semimuerto. En ese viaje que se parece más a un escape conoce a mucha gente: un camionero con su cabeza todavía en Malvinas, un artesano al quien la gesta de diciembre del 2001 le cambió la vida, una vieja nazi que regentea todo lo que no sea legal en el sur argentino, un querible baterista de una banda tributo, una joven mapuche con la belleza de la Pachamama. A veces las historias son narradas por estos personajes y la novela muta a una orquesta polifónica que, en lo formal, se vuelve más camaleónica cuando la narración zigzaguea entre la primera, la segunda y la tercera persona.
Pero Edgardo Caprano es más que un personaje porque lo que Germán Maggiori presenta en Egotrip son sus cuadernos. La firma de Maggiori aparece en la "Nota preliminar", con la que abre el libro y dice que "narrar es una forma de sobrevivir, de combatir la naturalización de lo extraño con su inversión", y "Postdata 2016", el cierre, donde cuenta cómo conoció a Caprano y por qué nunca más pudo volver a localizarlo. "Caprano es alguien —dice ahora Maggiori, mientras el velador le ilumina el perfil izquierdo de su cara afeitada el día anterior— que no está en condiciones de pelear mano a mano con el sistema, y en lugar de querer sucumbir a ese sistema, encuentra un lugar de resistencia, un lugar donde ver pasar la tormenta."
—Yendo a Egotrip, no parece encasillarse dentro de las tendencias predominantes de esta época…
—Es que el personaje es un poco un disidente. Le está escapando al presente. Escapa a la autorreferencialismo y a ese mundo de la transparencia total y del mundo que proponen las redes: me refiero a la autoexplotación de uno mismo, al desnudarse por completo y mostrar un yo lleno de virtudes y estar permanentemente compitiendo por los likes y qué se yo. Me parece que lo que hace Caprano es en otra tradición mucho más maldita que yo lo emparento más, por ejemplo, al personaje de Barón Biza. Es el sistema el que expulsa a este personaje. Trata de generarse un nicho, en este caso escapa al suicidio a través de mecanismos que él encuentra: un salvataje en la ficción y hacia el final encuentra esa voz propia que tanto viene buscando. Y el recurso de la invisibilidad: "entrego la obra, lo escrito, para que ni siquiera se publique con mi nombre; me refugio y desaparezco". Ese es un gesto de, no sé si valentía, pero sí un mecanismo de supervivencia.
—Eso rompe justamente con cierta tendencia a querer figurar como sea…
—Es muy perverso el sistema, la coacción, que al principio parece involuntaria pero no lo es, para que la vida sea transparente, no quede nada en el ámbito del secreto y lo privado, y lo que genera eso es lo que todos vemos: depresión y cabezas quemadas. Hay un filósofo muy bueno, Byung-Chul Han y la psicopolítica, que habla un poco de eso, o lo que dice Eric Sadin. Cómo los mecanismos de control del Estado y del mercado se han sofisticado al punto en que el individuo se autoexplota a sí mismo y piensa que la felicidad viene por ese lado. Entonces, lo de Caprano es una forma de salir de esa encerrona del presente, la voluntad de la desaparición o la invisibilización y la escritura y el refugio en la familia como valor, que es algo que él recupera hacia el final. Todos esos elementos hacen de este personaje un disidente.
Se podría decir que Edgardo Caprano es el alter ego de Germán Maggiori. El hablar frenético y drogadicto del primero se contrapone con la cadencia pausada y las reflexiones del segundo. Apenas unos murmullos, afuera, de chicos que salen o entran del colegio al lado de este edificio forman una atmósfera tranquila y relajada hasta que este escritor nacido en Lomas de Zamora en 1971 inclina su cuerpo y manotea a la gata marmolada que se deslizaba inquieta por debajo de las sillas. La manotea y se la lleva.
"No la aguanto más", comenta con media sonrisa y, con la gata en las manos, abre la puerta de un cuarto que podría ser una cocina, un baño o una habitación con paredes acolchonadas, y la deja ahí. Luego vuelve, se acomoda en el sillón y dice: "Sigamos".
—¿Te interesa la literatura como crítica social?
—No. Nunca se debería escribir desde el lugar de la denuncia. Walsh decía que la denuncia como novela se sacraliza como arte entonces pierde eficacia. Lo dijo a raíz de que la preguntaron por qué no publicaba Operación masacre como novela. No, decía, porque pierde el efecto de la denuncia. Siempre el contexto está presente social y político pero es un marco que en determinados géneros es necesario, y lo que hace en este caso es, además de poner el marco, poner al personaje en tradición con otras tradiciones y otras lenguas: la circulación de historias a través de diferentes voces. Me parece que va por ahí la relación entre la serie social y la serie literaria.
—De todos modos se lee una crítica a la sociedad, al sistema…
—Sí, sí, a veces se pone medio sentencioso Caprano y dice algunas barbaridades, pero básicamente no es un personaje que venga con la intención de dogmatizar ni de generar seguidores. Él va descubriendo mecanismos que hasta ese momento le habían resultado ocupados de cómo funcionaba el sistema y se le van revelando en la medida que va teniendo experiencia. Plantea un poco la vida ausente de experiencia que te da el mundo de oficinas, el mundo urbano, la monotonía, ese condicionamiento físico de la inmovilidad, de quedarse en espacios de trabajo o en espacios de circulación como es el transporte público, de vivir de determinada manera. Parece como que si el individuo estuviera generando una escenografía cerrada de la que no puede ser consciente y de la trama perversa en la que está inmerso, donde el mercado y el Estado tratan de condicionar su circulación personal, de ideas, de bienes. Y a partir de esta implosión que surge en su vida por un problema que tiene como raíz la adicción y la caída en el crimen, porque estafa, tiene experiencias que enriquecen y le abren los ojos sobre aquello que el control biopolítico le estaba privando de ver.
—Eso que describís, como a cualquier ciudadano, también le ocurre al escritor a la hora de construir una historia donde, muchas veces, se traduce en contar vidas comunes y aburridas, ¿no te parece?
—Estamos en ese momento de nómina narrativa que hay que romper y animarse a que las cosas pasen. Ese es otro problema que tenemos: hay cierto estatismo de no arriesgar al personaje a llevarlo o moverlo mucho. Eso de dejarlo quieto en un sitio y enredarlo en cuestiones dialécticas y emocionales profundas y qué se yo lleva muchas veces a resultados soporíferos. A veces vas por la página 80 y el personaje está en la misma habitación reflexionando. Esa literatura, que puede ser muy atractiva, está hoy por hoy muy cuestionada por el vértigo que viene impuesto por el mismo sistema. Esta vertiginosidad hace que todo sea muy aburrido rápidamente, el mundo de las series, por ejemplo, y las redes mismas. Todo tiene que ser más corto, más conciso. Y eso hace que mantener la atención del lector sea cada vez más problemático para un narrador. Si yo tengo a dos personajes en el mismo ambiente durante treinta páginas el lector se va. Y no es una cuestión de agradar al lector, pero a mí me gusta más esa literatura donde pasan cosas. Pero eso está generando también la reducción del volumen de los libros. Cada vez son más cortos, es una cosa increíble. Por eso en general trato de no aburrirme yo, que es el principal estímulo a la hora de seguir escribiendo. Por eso tiene un componente audiovisual importante, me parece.
—La última: ¿creés que la literatura tiene una función? ¿Para qué sirve?
—Es una pregunta compleja porque en nuestro país siempre la literatura se instrumentalizó para algo. El origen es político. La literatura era un instrumento de la política. A Sarmiento o a Mansilla o a Echeverría no les importaba el estilo. Estaba dirigida a la pequeña élite de lectores. Y después cuando, cambia la lengua con la llegada de los inmigrantes, la literatura a partir de Lugones tiene ese rol de defensor de la lengua dominante, con la figura del gran poeta y qué se yo. Pero la literatura va mutando con la sociedad; es ahí donde las dos series se tocan, la histórica social y la literaria. Con Walsh también tenemos un cambio: él abandona la literatura y se pone a militar porque la literatura no le basta. ¿Es entonces funcional? Sí, es funcional a ciertos poderes la literatura. Ahora, a la pregunta de cuál es la función de la literatura. Está en el libro: es una condición humana. La ficción está en la raíz de la evolución humana y es lo que, gracias nuestra capacidad de construir ficciones, logramos organizarnos, y a partir de eso surge el dinero, las religiones, etcétera. Es lo que ha hecho que la evolución humana deje de estar mediada por genes para estar mediada por la cultura. La literatura forma parte de eso, entonces alguna función en el terreno de la evolución humana tiene.
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