De las crónicas y las memorias de José S. Álvarez, más conocido como Fray Mocho, a las novelas y los cómics de Eugenio Juan Zappietro, alias Ray Collins, una línea poco transitada por la crítica especializada recorre la narrativa policial en la Argentina: la que componen las obras de los policías escritores.
"Sin ningún tipo de búsqueda de estilo ni pretensión poética o filosófica en el lenguaje", como Plácido Donato (1934-2016) propuso su libro Confesiones de un comisario (1995), los policías escritores suelen declararse ajenos o indiferentes a cuestiones estéticas pero al mismo tiempo, en tanto profesionales dedicados a vigilar por el cumplimiento de la ley, reivindican la propia experiencia como un valor superior al de la ficción.
"Dejemos para los héroes de las series de TV el derroche de temeridad y el quijotismo disparatado de salir al encuentro del peligro o de meterse en la boca del lobo", decía al respecto el comisario José Alberto Yungano en La hora de la verdad, un artículo sobre el bautismo de fuego de los agentes. "Para nosotros, policías del mundo real y prosaico –agregaba, en un número de Mundo Policial, la revista de la Policía Federal–, el coraje tranquilo, guardado para cuando llegue la ocasión, debe ser el tesoro que nos acompañe y nos ayude hasta el último día de nuestra carrera".
La tradición de los policías escritores se remonta a Fray Mocho (1858-1903). Cronista policial en su juventud, en la década de 1880 se incorporó a la policía porteña, donde organizó la sección Investigaciones de la policía, redactó un reglamento de pesquisas y alcanzó el grado de comisario. En 1887 compiló la Galería de ladrones de la Capital, donde sistematizó la información recopilada hasta entonces por la policía, con el convencimiento –innovador para su tiempo– de que la represión del delito exigía registros y datos que permitieran identificar y localizar a los delincuentes.
La Galería…, donde Álvarez reunió las fotografías y datos de doscientos ladrones más un apéndice con una lista de personas consideradas sospechosas, "marca el inicio de un archivo estatal de conocimiento del delincuente de aspiraciones sistemáticas", dice la historiadora Lila Caimari en su libro Apenas un delincuente, una obra de referencia en el estudio de la ley y el delito en Argentina entre fines del siglo XIX y principios del XX.
Bajo el seudónimo Fabio Carrizo, en 1897 Álvarez publicó Memorias de un vigilante, ensayo en el que propuso una nueva clasificación de los delincuentes. Escruchantes, biabistas (ladrones que acudían a la violencia), punguistas o pick pockets, estafadores y los que practicaban esas cuatro modalidades componían las "familias" más importantes.
"Penetrar en la vida de un pícaro, aquí en Buenos Aires, o, mejor dicho, en lo que en lenguaje de ladrones y gente maleante se llama mundo lunfardo, es tan difícil como escribir en el aire –señaló Álvarez–. Aquí se vive a ciegas, con respecto a todo aquello que pueda servir para dar luz sobre un hombre".
Al año siguiente fundó la revista Caras y Caretas. En sus primeros números publicó, también con el seudónimo Fabio Carrizo, una serie de artículos que se proponían precisamente iluminar los contornos desconocidos del bajo fondo, a través de la descripción del modus operandi de los delincuentes y en particular de los cuenteros –cuyas víctimas, ironizaba, eran sobre todo las que leían las crónicas policiales- y los punguistas.
El pick pocket, decía Fray Mocho, era un gran caminador y un sereno escrutador de las expresiones humanas, al acecho del momento exacto de la distracción de los demás; los que tenían pocas entradas en la policía eran los más reputados en el oficio, mientras los que acumulaban antecedentes y alias conocidos por la policía conformaban "los parias del gremio, los que tienen que ir, para vivir, a ejercer su arte en las provincias, como los malos cómicos".
Para la familia policial
El subcomisario Adolfo Batiz (falleció en 1924) escribió otro valioso documento sobre la antigua delincuencia. En Buenos Aires, la ribera y los prostíbulos en 1880 (1905) registró la aparición de las primeras organizaciones dedicadas al negocio de la prostitución y la trata de mujeres.
A contramano de sus colegas, Batiz simpatizaba con las ideas de Marx y criticaba al criminólogo Cesare Lombroso por sus consideraciones sobre las prostitutas. El libro comienza con el relato de un sueño en el que el autor desciende a un mundo de ultratumba y se encuentra nada menos que con Dante Alighieri, quien lo impulsa a escribir.
Buenos Aires, la ribera y los prostíbulos en 1880 menciona como prostitutas célebres a mujeres de origen criollo: la Parda Loreto, Enriqueta la Conchuda (sic) y la Parda Refucilo, "que de puro comadrona y compadrita bailaba sola". Sin embargo, las "casas de las esclavas" estaban habitadas por extranjeras: "polacas, húngaras, australianas, francesas, tudescas (las alemanas y austríacas), belgas, turcas, egipcias, suecas, persas, circasianas, inglesas, rusas y otras nacionalidades de la Europa entera".
Batiz también dio testimonio sobre las redes de tratantes de mujeres, que recién serían investigadas en la década de 1930, al denunciar un "club de los rufianes", compuesto "por belgas, rusos, polacos, húngaros, austríacos, alemanes, franceses y mujeres de lenocinio", cuya sede se encontraba en Libertad 389. "Los sujetos en cuestión –observó el policía– se encargaban de la introducción al país de las mujeres esclavas, generalmente de la misma nacionalidad, las cuales las entregaban a las regentas, que venían con sus concubinos rufianes".
Laurentino Mejías (1854-1936) siguió una trayectoria parecida a la de Fray Mocho, aunque con menor repercusión. Después de trabajar como tipógrafo, ingresó en la policía de Buenos Aires como oficial del Cuerpo de Vigilantes y se retiró en 1907 con jerarquía de comisario. Con la experiencia como inspiración, publicó La policía por dentro (1913), Policíacas (1927) y Del parque a la Casa Rosada (1930), donde cruzó crónica, memoria y ficción.
En la misma tradición se inscribió Manuel Barrés (1892-1951). A cargo de la sección sumarios de la División Judicial, estudió el argot de los delincuentes y las asociaciones mafiosas en El hampa y sus secretos (1934) y publicó ensayos de divulgación como Males sociales. Usureros (1939) y Sea usted un policía (1940).
Alejados de los ambientes literarios, la formación de policías escritores transcurrió en el marco de la propia institución y en el contexto de las publicaciones que la policía de Buenos Aires editó al menos desde la década de 1920. Una producción cultural, señala la historiadora Lila Caimari, que buscaba cohesionar a la "familia policial" y seleccionaba y resignificaba temas de la literatura folletinesca, el tango y los medios masivos.
La Revista de Policía de principios del siglo XX, Magazine Policial (1922), una publicación de entretenimiento de la tropa según el modelo de Caras y Caretas, y La Gazeta Policial (1926-1931) fueron algunos de los primeros medios con que contó la policía porteña. La confrontación con las versiones periodísticas –en particular durante las décadas de 1920 y 1930, cuando el diario Crítica se burlaba de la propaganda que consideraba a la policía porteña como "la mejor del mundo"- agregó otro motivo a la necesidad de la prensa propia.
Un best seller
El comisario Enrique Fentanes (1907-1977) se preocupó por incorporar la literatura policial en la formación de los agentes. Hacia fines de la década de 1930, cuando dirigía la Biblioteca Policial, agregó la ficción a los contenidos técnicos de la especialidad con títulos como ¡Agente, cuídate a ti mismo!, novela de Henry Wade. "Probablemente de allí surgió la idea de hacer algo por su propia cuenta", conjeturaron Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera en su libro Asesinos de papel.
Fentanes pidió su retiro de la Policía Federal en 1955 y de inmediato se convirtió en el editor de la Colección Crimen, publicada por Editorial Vorágine. Se trataba de libros de quiosco sobre personajes del hampa y bandidos sociales. Entre los autores se encontraban David Viñas (bajo el seudónimo Pedro Pago compuso una trilogía de novelas sobre Chicho Grande, Chicho Chico y Mate Cocido) y Emilio Petcoff, luego reconocido cronista policial. En 2011 la ministra de Seguridad Nilda Garré impuso el nombre del comisario Fentanes a la Escuela Superior de Policía.
Pero el best seller de la biblioteca policial parece haber sido Meneses contra el hampa (1962), el libro donde el comisario Evaristo Meneses relató algunos de los casos en los que había intervenido como jefe de la sección Robos y Hurtos: entre otros, la persecución y muerte de Horacio "Lacho" Pardo, la captura de José María Hidalgo –autor del crimen del cabo José Baistroqui, de gran repercusión hacia fines de los 50- y la investigación del robo de un cargamento de oro en Ezeiza, en enero de 1961, el episodio que lo convirtió en una celebridad.
En la primera edición el libro estaba precedido por una edulcorada biografía de Iderla Anzoátegui. La sociedad terminó en un litigio judicial, ya que la escritora exigió el pago de derechos de autor. "Ella solo intercaló suspiros, lágrimas y otras boberías de mujer. Tuve que rehacer todas las pruebas de imprenta para borrarlos", dijo Meneses.
El periodismo fue decisivo para convertir a Meneses en una leyenda. Enrique Sdrech solía afirmar que en sus días de franco, el jefe de Robos y Hurtos salía a caminar para ver si encontraba algún ladrón y que los delincuentes más pesados, como Miguel "el Loco" Prieto o Jorge Villarino, le tenían miedo.
Después de su retiro, mientras trabajaba como investigador privado con oficinas en Córdoba al 1300, Meneses seguía escribiendo sus memorias. En julio de 1999, la revista Pistas publicó un relato de su autoría sobre el asalto de Villarino al Ministerio de Salud Pública (1957). Le gustaban las novelas de Agatha Christie, pero rechazaba "el hampa de los libros" por irreal.
Por todos los medios
En los años 70, la revista Mundo Policial se aggiornó bajo la dirección de Eugenio Juan Zappietro (1936). A los contenidos específicamente institucionales se agregaron cuentos, poemas y artículos de divulgación histórica, como los que escribía el comisario Ricardo Bassetti.
Una nueva promoción de autores se volcaba a las páginas de libros y revistas. Zappietro, Evaristo Urricelqui, Héctor Vicente Morel, Félix Carrasco y Plácido Donato mostraban un interés manifiesto por trascender los límites de la recepción institucional. Los cinco integraron la antología 20 cuentos policiales argentinos (1976).
Urricelqui, "maestro del interrogatorio", "el más paciente y hábil investigador que conoció la institución en las últimas décadas", según Donato, intervino en casos resonantes como el descuartizamiento de Alcira Methyger y trasladó su experiencia en los cuentos de Sangre bajo la lupa (1972) y la novela Careo (1976).
También tuvo una incursión particular en el periodismo. En el verano de 1981 la revista Gente lo envió junto con el periodista Dimas Suárez a Estados Unidos, para que ambos investigaran "los crímenes de Atlanta", referidos a un asesino serial que mataba a jóvenes negros en esa ciudad.
"El crimen habla. Me dice cosas. Como no tengo ningún dato del asesino vamos a tratar de que los muertos nos cuenten quién los mató. Necesito saber la vida y costumbres de las víctimas", planteó Urricelqui a las sorprendidas autoridades norteamericanas. Las muertes fueron atribuidas por el FBI a un fotógrafo, Wayne Williams, pero las dudas persisten en el caso.
Guionista de cine, radio y televisión, Plácido Donato escribió los libretos de Jaque a la policía que se emitía por Radio Nacional. "Era una especie de radioteatro donde se trataban casos policiales pero vistos desde una óptica distinta. Yo buscaba en mis argumentos contar cómo y por qué el delincuente llega al delito", dijo Donato, quien sucedió a Zappietro como director de Mundo Policial.
En televisión, fue guionista de División Homicidios, junto con Marco Denevi y María Angélica Bosco. El actor José Slavin interpretó al inspector Baigorri, el personaje de la ficción. "Era un programa lento para gente con ambición deductiva", recordó Donato en Confesiones de un comisario, libro al que siguió Las anécdotas de la policía, todavía hoy disponible en librerías de usados y en alguna mesa de saldo.
Zappietro adoptó el seudónimo Ray Collins en 1962, cuando comenzó a escribir los guiones de Precinto 56, la historieta protagonizada por el teniente Zero Galván. La primera época de la serie fue ilustrada por José Muñoz y se publicó en la revista Misterix, nombre que Zappietro rescató recientemente para nombrar su propia editorial.
Mientras escribía guiones con seudónimo para Editorial Columba y más tarde para Ediciones Récord (El Cobra, un western con dibujos de Arturo del Castillo; la segunda etapa de Precinto 56, dibujada por Ángel Fernández), despuntaba su obra literaria con la novela Tiempo de morir (finalista del premio Planeta en 1967) y una serie de cuentos que publicó en el suplemento literario de La Prensa.
Director del Museo Policial y autor de una historia de la Policía Federal, Zappietro encontró en el teniente del Precinto 56 su personaje más rendidor: en 2011 lo llevó a la novela Mi nombre es Zero Galván, con el que ganó el concurso Extremo Negro y se convirtió en un autor de culto en las convenciones de comics.
El contacto cotidiano con los crímenes reales, el conocimiento de los policías y delincuentes tal como existen, son sus recursos. Los policías escritores no necesitan demasiada imaginación. La experiencia de la calle es su musa inspiradora, desde los tiempos en que el comisario José S. Álvarez recorría los circuitos de la prostitución, el juego clandestino y los cafés del bajo fondo, "las cloacas máximas de Buenos Aires".
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